– ¿De veras lo es? -preguntó James Leer, con el tono de tímida admiración que había supuesto que mostraría cuando le dije que iba a enseñarle aquel ridículo tesoro.
James estaba de pie a mi lado, en el silencioso dormitorio de los Gaskell, sobre una alfombra con una marca en forma de abanico producida por el continuo abrir y cerrar de la pesada puerta ignífuga del armario durante las periódicas visitas de Walter para contemplar sus tesoros; visitas que realizaba vestido con la camiseta a rayas de los Yankees mientras las lágrimas se deslizaban por sus enjutas y cinceladas mejillas al recordar con nostalgia su infancia en Sutton Place. En cinco años de relaciones adúlteras no había llegado a descubrir los motivos del rencor que Sara Gaskell sentía hacia su marido, pero, sin duda, éste era vasto y profundo, así que me contaba hasta el último secreto de su media naranja. Walter tenía el armario siempre cerrado, pero yo conocía la combinación.
– Por supuesto que sí -le aseguré a James-. Vamos, tócala si quieres.
Me miró, dubitativo, y se volvió hacia el armario, cuyo interior estaba revestido de corcho. A cada lado de la chaqueta de raso, colgados de perchas especiales, había cinco ajados jerséis a rayas, todos con el número 3 en la espalda y manchas de sudor en la zona de las axilas.
– ¿Seguro que puedo hacerlo? ¿Seguro que no nos dirán nada por subir aquí?
– ¡Claro que no! -respondí, aunque miré hacia la puerta por encima del hombro por quinta vez desde que entramos en la habitación. Había encendido la lámpara del techo y dejado la puerta abierta de par en par, a fin de que quedase claro que no estaba haciendo nada a escondidas y que tenía pleno derecho a estar allí con él. Con todo, el más mínimo ruido o rumor procedente del piso de abajo me ponía al borde de la taquicardia-. Pero habla en voz baja, ¿de acuerdo?
James acercó dos indecisos dedos y tocó el amarilleado cuello con suma delicadeza, como si temiese que al hacerlo pudiera convertirse en polvo.
– ¡Qué suave es! -exclamó. Tenía una expresión arrobada en los ojos y la boca entreabierta. Estábamos tan cerca el uno del otro, que me llegaba el olor de la brillantina pasada de moda con la que mantenía su cabello repeinado hacia atrás. Despedía un fuerte aroma a lilas que, combinado con el olor a estación de autobuses de su abrigo y las vaharadas de naftalina procedentes del armario, me llevó a preguntarme si no me sentiría mejor después de una buena vomitona-. ¿Cuánto pagó por ella?
– No lo sé -respondí, aunque había oído hablar de una cifra astronómica. La relación DiMaggio-Monroe era una de las grandes obsesiones de Walter y el tema de su obra magna, su Chicos prodigiosos particular, una impenetrable «lectura crítica», de setecientas páginas, todavía inédita, sobre el matrimonio de Joe y Marilyn, y su «función» en lo que a Walter, cuando estaba de buen humor, le gustaba denominar «la mitopoética norteamericana». Pretendía, por lo que yo había logrado entender, que esa breve y desgraciada historia de celos, cariño, ilusiones sin fundamento y mala suerte era una prototípica historia americana cimentada en hipérboles y desengaños, «la boda como espectacular antiacontecimiento», una alegoría del Marido como Ser Brutal y Carente de Sensibilidad y una prueba concluyente de lo que él llamaba, en un pasaje memorable, «la tendencia norteamericana a concebir todo matrimonio como un cruce entre la exogamia impuesta por el tabú y una fusión empresarial»-. A Sara nunca le dice lo que paga por esas cosas.
Esto pareció interesarle mucho a James. Inmediatamente, lamenté haberlo dicho.
– Usted y la rectora son muy buenos amigos, ¿verdad?
– Sí, bastante buenos -respondí-. También soy amigo del doctor Gaskell.
– Ya lo supongo. Si conoce la combinación de la cerradura de su armario y a él no le importa que…, bueno, que suba a su dormitorio…
– Exacto -dije, y le miré de hito en hito para descubrir si se cachondeaba. De pronto, en el piso de abajo se cerró de golpe una puerta; ambos nos sobresaltamos, nos miramos y sonreímos. Me pregunté si mi sonrisa parecía tan falsa e intranquila como la suya.
– Es muy ligera -comentó, y se volvió hacia el armario, levantó con tres dedos la manga izquierda de la chaqueta de satén y la dejó caer-. No parece real. Es como un disfraz.
– Quizá todo lo que se pone una estrella de cine parece un disfraz.
– ¡Oh, eso es realmente profundo! -dijo James, tomándome el pelo por primera vez desde que nos conocíamos. O, al menos, eso creí-. Debería ir colocado más a menudo, profesor Tripp.
– Si pretende usted cachondearse de mí, señor Leer, creo que debería tutearme -dije solemnemente.
Sólo trataba de seguirle la broma, pero se lo tomó completamente en serio. Se ruborizó y clavó los ojos en el fantasmal abanico de la alfombra.
– Gracias -dijo. Pareció sentir la necesidad de alejarse de mí y del armario, y dio un paso atrás. Por suerte, estaba a cierta distancia, y eso me libró de que su cabello se me metiera en la boca. Paseó la mirada por el dormitorio; contempló el techo, alto y con molduras, la vieja cómoda de estilo Biedermeier, el alto armario de roble con un gran espejo en la puerta, el cual había perdido una parte considerable de su azogue, las gruesas almohadas y el edredón de lino sobre la cama, todo blanco, suave y frío como si estuviese cubierto de nieve-. Una bonita casa. Deben de estar forrados para tener todo esto.
En otra época, el abuelo de Walter Gaskell había sido dueño de la práctica totalidad del condado de Manatee, en Florida, además de diez periódicos y de un caballo de carreras campeón en Preakness, [9] pero me abstuve de contárselo a James.
– En efecto, tienen un patrimonio considerable -le aclaré-. Y tu familia, ¿es acomodada?
– ¿La mía? -dijo-. ¡Qué va! Mi padre trabajaba en una fábrica de maniquíes. En serio. Seitz Plastics. Hacían maniquíes para grandes almacenes, bustos para exhibir sombreros y esas piernas tan sensuales para exponer medias. Ahora ya está jubilado. Se dedica a criar truchas en el jardín de casa. No, la verdad es que somos realmente pobres. Mi madre era cocinera antes de morir. También trabajaba a veces en una tienda de regalos.
– ¿Dónde vivíais? -pregunté, sorprendido, porque, a pesar de aquel abrigo que olía a fracaso y de sus trajes de saldo, su rostro y sus maneras eran de chico rico, y en ocasiones aparecía en clase con un reloj Hamilton de oro con correa de piel de cocodrilo-. Creo que no has mencionado nunca de dónde eres.
Negó con la cabeza y dijo:
– De un pueblo de mala muerte, cerca de Scranton. Seguro que no has oído hablar de él. Se llama Carvel.
– No, no he oído hablar de él -admití, aunque me resultaba vagamente familiar.
– Es un agujero infecto -se lamentó-, un sitio asqueroso. Allí todo el mundo me odia.
– ¡Pero eso es estupendo! -exclamé, maravillado por la ingenuidad de sus palabras y añorando aquella época ya lejana en la que también yo estaba convencido de que mi alma fugitiva había atraído sobre mí todos los grandes temores y mezquinos odios de mis vecinos de la pequeña ciudad junto al río. ¡Qué encantador había resultado, por aquel entonces, ser la bête noire de otros, y no sólo de mí!-. Es una excusa magnífica para escribir sobre ellos.
– La verdad -dijo-, es que ya lo he hecho. -Se recolocó la sucia mochila de lona que colgaba de su hombro e inclinó la cabeza hacia ese lado. Era una de esas mochilas excedentes de la brigada paracaidista israelí, con la insignia alada de color rojo en la solapa, que se habían puesto de moda entre mis alumnos hacía unos cinco años-. Acabo de terminar una novela que más o menos trata de eso.
– ¡Una novela! -exclamé-. ¡Maldita sea, James, eres increíble! ¡liste trimestre ya has escrito cinco relatos! ¿Cuánto tiempo te llevó escribirla, una semana?