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De pronto, se oyó un fuerte estrépito, como el de una piedra al chocar contra el parabrisas de un coche. Doctor Dee lanzó un gruñido, puso la cola tiesa, como si fuera un signo de admiración, y la meneó varias veces, y se desplomó sobre mis piernas. Levanté la vista, con los oídos todavía zumbándome, y vi a James Leer junto a la puerta, semioculto en la sombra, con la pequeña pistola de empuñadura nacarada en la mano. Con un gesto brusco, saqué las piernas de debajo de Doctor Dee y éste cayó al suelo con un ruido sordo. Me bajé el calcetín. Tenía cuatro pequeñas heridas de un rojo intenso, dos a cada lado del tendón de Aquiles.

– ¿No me dijiste que era de juguete?

– ¿Está muerto? -respondió James-. ¿Te ha hecho daño?

– No, no mucho. -Me subí el calcetín y me puse de rodillas.

Con precaución, pasé la mano por la cabeza de Doctor Dee y coloqué la palma delante de su húmedo hocico. No respiraba-. Está muerto -dije, y me reincorporé lentamente. Sentí las primeras punzadas de dolor en el tobillo-. Joder, James, te has cargado al perro de la rectora!

– No tenía alternativa, ¿no crees? -dijo, apesadumbrado.

– ¿No podías haberte limitado a quitármelo de encima?

– ¡No! ¡Te estaba mordiendo! Yo no… Me ha parecido que…

– Vale, tranquilo -dije, y le di una palmada en el hombro-. No es el momento de tener una crisis nerviosa.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Pues supongo que buscar a Sara y explicarle lo sucedido -propuse. Ardía en deseos de beberme un buen vaso de bourbon que me nublase un poco el juicio-. Pero primero voy a limpiar todo esto. No, primero me vas a dar tu pistola de juguete.

Le tendí la mano con la palma hacia arriba y, obedientemente, me entregó el arma. Estaba caliente y era más pesada de lo que aparentaba.

– Gracias -dije.

La guardé en el bolsillo de mi chaqueta y James me acompañó hasta el cuarto de baño. Me desinfecté la herida con agua oxigenada y me puse un par de tiritas. Me subí el calcetín, me bajé la pernera del pantalón y volvimos al pasillo, donde el viejo chucho yacía muerto.

– Creo que no deberíamos dejarlo aquí.

James no respondió. Estaba tan ensimismado meditando las consecuencias de lo que acababa de hacer, que supongo que era incapaz de decir ni pío en aquel momento.

– No te preocupes -dije-. Le diré que disparé yo. Que fue en defensa propia. Tranquilo.

Me arrodillé junto a Doctor Dee y sostuve su pesada cabeza entre mis brazos. La mancha de sangre junto a la oreja derecha estaba pasando del rojo oscuro al púrpura, y allí el pelo olía a chamuscado. James también se arrodilló y agarró al perro por las patas traseras, con una expresión aturdida, casi dulce, en su terso rostro.

– Al recibir el impacto, salió un poco de humo del orificio de la herida -comentó.

– ¡Diantre! -exclamé-. ¡Ojalá lo hubiese visto!

Cargamos a Doctor Dee escaleras abajo y después por el interminable camino de acceso a la casa hasta la calle, donde estaba aparcado mi coche. Lo metimos en el asiento trasero, junto a la tuba.

Cuando llegamos al auditorio donde se daba la conferencia, los dos aparcamientos principales estaban llenos, así que tuvimos que aparcar en una de las tranquilas calles residenciales de la otra punta del campus, bajo una hilera de hayas, junto al camino de acceso a la casa de algún feliz profesor. Apagué el motor y permanecimos unos instantes sentados, escuchando el repiqueteo de las gotas de lluvia que, como si fuesen hayucos desprendidos de los árboles que teníamos encima, caían sobre la capota de lona del Galaxie.

– Es un sonido agradable -comentó James Leer-. Parece que estemos en una tienda de campaña.

– ¡Qué cuesta arriba se me hace tenérselo que decir! -exclamé, al tiempo que sentía un súbito anhelo de estar echado boca arriba en una pequeña tienda de campaña, tratando de distinguir Orion a través de la mosquitera.

– No tienes por qué. Es una estupidez decirle que fuiste tú. A fin de cuentas, es mentira. -Tiraba de las hebras que pendían del deshilachado dobladillo de su largo abrigo negro-. Si quieres que te sea sincero, no me importa lo que esa mujer me haga. Probablemente, debería echarme a patadas.

– James -dije, meneando la cabeza-. La culpa ha sido mía. En primer lugar, no debería haberte hecho subir al dormitorio a hurtadillas.

– Pero -me interrumpió, con aire confundido- sabías la combinación.

– Es cierto -respondí-. Reflexiona sobre eso un par de minutos. -Consulté mi reloj-. Bueno, no puede ser, porque se nos hace tarde. -Así la manilla y me apoyé contra la portezuela-. Venga, ayúdame a meterlo en el maletero.

– ¿En el maletero?

– Sí, claro, colega. Seguramente tendré que llevar en el coche a varias personas a la fiesta en el Hi-Hat después de la conferencia. Y con el asiento trasero ocupado por una tuba y un perro muerto no creo que hubiese mucho sitio para los pasajeros.

Bajé del coche e incliné mi asiento hacia adelante. Tenía los dedos fríos, y al pasar los brazos por debajo del cadáver de Doctor Dee para sacarlo noté que todavía estaba tibio. Lo levanté sin acuclillarme, para poder hacer más fuerza, y sentí una punzada en el nacimiento de la espalda. Me llegó un avinagrado olor a sangre. Entretanto, James salió del coche y vino a ayudarme a meter en el maletero, junto al equipaje de la señorita Sloviak, al viejo chucho, que ya empezaba a estar rígido. Empujamos el cadáver lo más al fondo posible, bajo el respaldo del asiento trasero, hasta que se oyó un ruido como el de un lápiz al partirse en dos, y retiramos las manos bruscamente.

– ¡Puaj! -exclamó James mientras se restregaba las manos contra los faldones del abrigo. La prenda lucía todo tipo de manchas que documentaban su relación con la miseria, el mal tiempo y el infortunio, pero me pregunté si hasta entonces habría sido utilizada en alguna ocasión para quitarse de las manos el tufo a perro muerto. Supuse que no era del todo imposible.

– Y ahora la tuba -dije.

– Es un maletero enorme -comentó James mientras metíamos el viejo estuche de cuero, que parecía el oscuro corazón de algún leviatán-. Caben sin demasiados problemas una tuba, tres maletas, un perro muerto y una funda para trajes.

– Eso es lo que decía la publicidad -dije, y cogí la funda para trajes de Crabtree. Palpé los bolsillos de la funda y abrí la cremallera del más grande. Para mi sorpresa, resultó estar vacío. Revisé los otros, y también estaban vacíos. Desplegué la funda encima de las maletas y abrí la cremallera. Había un par de camisas blancas, un par de corbatas de cachemir y dos trajes, que emitían ligeros destellos a la luz de las farolas.

– Son idénticos -dijo James tras levantar el traje de encima y echar un vistazo al otro.

– ¿El qué?

– Los trajes. Son iguales que el que lleva puesto.

Tenía razón: ambos trajes eran cruzados, con solapas en punta y de la misma seda de tono metálico. Aunque era difícil discernir su color exacto, parecía evidente que era idéntico al del que llevaba puesto. Me vino a la mente el armario de Supermán en el Polo Norte, con su hilera de brillantes trajes colgando de perchas de vibranio.

– Resulta extraño -dije, y pensé que, hasta cierto punto, era patético. También Supermán me había parecido siempre patético allá arriba, en su solitaria fortaleza.

– Supongo que no le gusta tener que preocuparse por lo que va a ponerse -comentó James.

– Supongo que no le gusta tener que recordar que hay que preocuparse. -Cerré la cremallera y volví a meter la funda en el maletero-. Vamos, Crabtree, estoy seguro de que llevas alguna rosilla para colocarte.

Saqué el maletín de lona; pesaba tan poco que al levantarlo casi se me cae.

– ¿Y de quién es la tuba? -preguntó James.