Выбрать главу

– De la señorita Sloviak -respondí mientras hundía la mano en el maletín, temiendo que estuviese completamente vacío. Para mi alivio, encontré tres calzoncillos enrollados formando pequeñas bolas que rodaban de un lado a otro como canicas. Al palpar una de las bolas de ropa, me topé con algo duro en su interior-. Bueno, de hecho, no. No sé de quién es.

– ¿Puedo preguntarte una cosa sobre ella? -dijo James.

– Es un travestí -le aclaré mientras desenvolvía lo que resultó ser un botellín de Jack Daniel's de esos que dan en los aviones-. Eh, ¿qué te parece esto?

– No me gusta el whisky -dijo James-. Oh, vaya, entonces…, tu amigo Crabtree… ¿es… gay?

– A mí tampoco me gusta el whisky -dije, y le tendí el botellín-. Ábrelo. La mayor parte del tiempo, sí. Un poco de paciencia, James; voy a hacer otra inmersión en busca de restos del naufragio. -Volví a hundir la mano en el maletín y pesqué otro calzoncillo enrollado-. Pero hay momentos en que no. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué tenemos aquí?

Dentro de la segunda bola de ropa interior había un frasquito de pastillas.

– Sin etiqueta -dije mientras lo examinaba.

– ¿Qué crees que son?

– Parece mi vieja amiga la señora Codeína. Ideal para mi tobillo -comenté, y agité el frasco hasta que cayeron sobre la palma de mi mano un par de gruesas pastillas blancas, marcadas con un minúsculo número 3-. Tómate una.

– No, gracias -respondió James-. No la necesito.

– Oh, muy bien -dije-. Por eso estabas en el jardín de los Gaskell tratando de decidir si suicidarte o no, ¿verdad, colega?

No respondió. Una ráfaga de viento agitó las ramas de los árboles y nos cayó en la cara el agua de la lluvia acumulada en ellas. La campana del campanil Mellon tocó el cuarto de hora y me trajo a la memoria a Emily, cuyo padre, Irving Warshaw, en su juventud, a finales de los años cuarenta, participó como obrero metalúrgico en la fundición del acero de la campana. Para ello se empleó un método experimental, posteriormente abandonado a la vista de los resultados, y, como consecuencia, su tañido resultaba desafinado y algo lúgubre; oírlo siempre me hacía pensar en el viejo Irv, para quien yo había sido una inagotable fuente de desengaños.

– Siento haber dicho eso, James. -Tomé el botellín de sus manos y desenrosqué el tapón. Me puse una de las pastillas de codeína en la boca, como si de una chocolatina M & M se tratase, y la hice bajar con un trago de Jack Daniel's. El bourbon sabía a filete de oso, a barro y a madera de roble. Era un sabor tan delicioso, que bebí otro trago-. Hacía cuatro años que no lo probaba.

– Dame una -pidió James, que se mordisqueaba el labio con furia y turbación, movido por el infantil deseo de conseguir comportarse como un hombre. Le ofrecí una pastilla y el oscuro botellín. Sabía que era una irresponsabilidad, pero no me lo pensé dos veces. Me dije que difícilmente le haría sentirse peor de lo que se sentía, y supongo que también me dije que, en realidad, me traía sin cuidado. Se metió la pastilla en la boca y, sin la menor precaución, bebió un generoso trago de bourbon y al medio segundo lo escupió todo.

– Tómatelo con calma -le dije. Despegué la empapada pastilla de la solapa de mi chaqueta y se la devolví-. Toma. Inténtalo otra vez.

En esta ocasión logró tragársela y frunció el ceño.

– Sabe a betún -se quejó, y alargó el brazo para coger de nuevo el botellín-. Un traguito más.

– Ya no queda -le dije, y agité el botellín para que lo viese con sus propios ojos-. Aquí no cabe casi nada.

– ¿Por qué no echas un vistazo al otro calzoncillo enrollado?

– Buena idea. -En efecto, en el último calzoncillo había otro botellín de bourbon-. ¡Vaya! Me temo que vamos a tener que confiscarlo.

– Me temo que sí -dijo James, sonriente.

Corrimos hacia el auditorio, chapoteando en los charcos y pasándonos el botellín. Esquivamos a un grupo de chicas, que nos lanzaron una mirada asesina, y cuando entramos en el vestíbulo, dorado y de paredes altas, James Leer parecía muy excitado. Tenía las mejillas enrojecidas y los ojos humedecidos por el viento que le había dado en la cara. Mientras yo, doblado en dos ante las puertas cerradas de la sala de conferencias, intentaba recuperar el aliento, sentí su firme mano sobre mi espalda.

– ¿Corría de una manera cómica? -le pregunté.

– Un poco. ¿Te duele el tobillo?

– Sí -admití al tiempo que asentía con la cabeza-, pero se me pasará enseguida. Y tú, ¿cómo te sientes?

– Muy bien -dijo. Se secó la nariz con el dorso de la mano y vi que trataba de no sonreír-. Creo que me alegro de no haberme suicidado esta noche.

Me reincorporé, le di una palmada en el hombro y con la otra mano abrí la puerta.

– Bueno, ¿qué más puedes pedir? -le dije.

El Thaw Hall, el auditorio de la universidad, había servido de ensayo preliminar a los arquitectos que posteriormente construyeron la sala de conciertos llamada Mezquita de Siria. El exterior estaba adornado con esfinges, escarabajos y otros motivos egipcios, y tanto el vestíbulo como el auditorio propiamente dicho eran un amasijo de arcos apuntados, delgadas columnas y arabescos. Las butacas y los palcos rodeaban el escenario formando una especie de óvalo, al igual que en la desaparecida y añorada sala de conciertos, sólo que aquí había menos asientos y el escenario era más pequeño que en la Mezquita. En total habría unos quinientos en el patio de butacas y otros cincuenta en los palcos. Eran de terciopelo rojo sangre y estaban todos ocupados. Cuando entramos en la sala, el chirrido de los goznes de la puerta provocó que las quinientas cabezas se volviesen al unísono hacia nosotros. En la parte posterior del auditorio habían colocado varias sillas plegables; James y yo tomamos una cada uno y nos sentamos.

No nos habíamos perdido gran cosa. Según me explicaron después, nuestro viejo novelista con pinta de elfo había empezado su conferencia leyendo un largo pasaje de El confidente secreto, y no tardé en coger el hilo de su argumentación: a lo largo de su trayectoria como escritor, él -ya saben a quién me refiero, así que lo llamaremos simplemente Q.- se había convertido en su propio Doppelgänger, una sombra maligna que moraba en los espejos, bajo los listones de madera del parqué y tras las cortinas de su propia existencia, rondaba a todas las amistades de Q. y se hacía presente en cualquier contacto de éste con el mundo que lo rodeaba. Un ser insensible a la tragedia, indiferente a los sentimientos de los demás y alejado de cualquier empresa humana, a excepción de la vigilancia y la recopilación de información. Su confidente secreto, explicó Q., sólo actuaba muy de tarde en tarde, y subyugaba a su poco dispuesto amo, por llamarlo de alguna manera, ocupando el lugar de su doble el tiempo suficiente para decir algo imprudente o reprensible y asegurarse de este modo de que la desgracia humana, objeto de constante vigilancia por parte del otro Q. y tema de sus relatos, continuara teniendo una presencia respetable en su vida. Evidentemente, de otro modo no tendría asuntos sobre los que escribir.

– Le echo toda la culpa -declaró el pulcro hombrecillo a la, al parecer, encantada audiencia-, absolutamente toda, del espantoso desastre en que se ha convertido mi vida.

Me pareció que Q. estaba hablando de la naturaleza del mal de la medianoche, cuyos primeros síntomas eran una simple sensación de alejamiento de los demás, cierta incapacidad de «adaptación», que no es, ni mucho menos, exclusiva de los escritores, y una sensación de envidia e infranqueable distancia como las que sentirla cualquier insomne en un mundo de durmientes. Pero muy pronto quien padecía el mal de la medianoche empezaba a anhelar esa sensación de aislamiento, a cultivarla e incluso a recrearse en ella. La víctima se iba aislando más y más hasta que un aciago día se despertaba y descubría que se había convertido en el principal objeto de su propia mirada hostil.