– Aún no. Vi que salías y… pensé… -Se frotó las manos como si tuviera frío-. Grady…
Antes de que Sara pudiese acabar de decirme aquello que parecía costarle tanto expresar, me incorporé y le di un beso. Tenía los labios cortados y embadurnados de pintalabios. Nuestras dentaduras entrechocaron. Sus dedos, que jugueteaban alrededor de mi nuca, estaban fríos como la lluvia. Al cabo de unos instantes nos separamos y la miré directamente a la cara, pecosa, pálida e impregnada de ese aire de decepción que a menudo adorna los complicados rasgos faciales de las pelirrojas. Nos besamos de nuevo y sentí un escalofrío cuando las yemas de sus dedos resbalaron sobre mi nuca como gotas de lluvia. Deslicé mis manos bajo su vestido.
– Grady… -Rechazó mi abrazo, retrocedió y se estremeció.
Respiró hondo. Noté que se reafirmaba en alguna resolución que había tomado previamente y que no parecía dispuesta a dejar que la besase de nuevo-. Sé que éste no es el mejor momento para hablar del tema que debemos tratar, cariño, pero…
– Tengo que contarte algo -la interrumpí-. Algo desagradable.
– Levántate -dijo, con su tono más rectoral, como reacción inmediata a la nota de temor que había traslucido mi voz-. Soy demasiado vieja para revolcarme por los suelos.
Se puso en pie, un poco insegura sobre sus tacones altos, se ajustó el vestido y me tendió la mano. Dejé que tirara de mí para levantarme. Su alianza refulgió con un frío chispazo contra la palma de mi mano.
Una vez en pie, Sara me soltó y echó un vistazo al pasillo, por encima de mi hombro. No había moros en la costa. Volvió a mirarme, tratando de resultar inexpresiva, como si yo fuese el administrador de la universidad y hubiese ido a comentarle alguna mala noticia de carácter financiero.
– ¿De qué se trata? No, espera un momento. -Sacó un paquete de cigarrillos del bolso que llevaba en los grandes acontecimientos sociales. Era un ostentoso bolso plateado sembrado de pedrería en el que cabía poco más que veinte cigarrillos y un lápiz de labios; un regalo que le hizo su padre a su madre cincuenta años atrás y que no casaba con la personalidad de ninguna de las dos. El bolso que utilizaba habitualmente era muy distinto, una especie de caja de herramientas de cuero con cierre de latón, lleno de hojas de cálculo, libros de texto y un rebosante llavero que, por sus puntiagudas protuberancias y su peso, recordaba una maza-. Ya sé lo que me vas a decir.
– No, no lo sabes -le aseguré. Justo antes de que encendiese el cigarrillo me pareció sentir una ligera vaharada de marihuana. Supuse que procedería de los chicos del vestíbulo. Lo cierto es que olía jodidamente bien-. Sara…
– Amas a Emily -dijo, con la mirada fija en la firme llama de la cerilla-. Lo sé. La necesitas.
– No creo que pueda hacer nada a ese respecto -reflexioné-. Ha sido ella quien me ha dejado.
– Volverá. -Dejó que la llama fuese quemando la cerilla hasta llegar a sus dedos-. ¡Uf! Por esto he decidido… no tener el bebé.
– No tenerlo -dije, y advertí que ahora clavaba en mí su fría mirada burocrática, esperando ver mi cara de alivio.
– No puedo. No es posible. -Se pasó la mano por el cabello y su alianza brilló un instante, lo que dio la impresión de que era su propia melena rojiza la que emitía destellos-. ¿No opinas lo mismo?
– Sí, creo que no hay otra opción -dije, y le cogí la mano-. Sé lo difícil que resulta… para ti… hacer este sacrificio.
– No, no lo sabes. -Apartó mi mano-. Eres un cabrón por decirlo. Y un cabrón por decir…
– ¿Qué, cariño? -le pregunté al ver que enmudecía-. ¿Un cabrón por decir qué?
– Por decir que la única opción es que no tenga el bebé. -Apartó la mirada y al cabo de un instante volvió a fijar sus ojos en mí-. Porque hay otra opción, Grady. O, al menos, debería haberla. -Del vestíbulo llegó el chirrido de goznes de puertas abriéndose y un estallido de murmullos-. Debe de haber terminado -dijo, y consultó su reloj. Soltó una bocanada de humo para ocultar su rostro y se enjugó una lágrima que pendía de la pestaña de su ojo izquierdo-. Será mejor que nos marchemos. -Sorbió por la nariz-. No olvides tu chaqueta.
Se agachó a recoger mi vieja chaqueta de pana, que me había quitado para colocarla a modo de almohada a fin de que apoyara la cabeza. Al levantarla, de uno de los bolsillos cayó algo que golpeó con estruendo el suelo y se quedó allí brillando ostentosamente.
– ¿De quién es esta pistola? -preguntó Sara.
– Es de juguete -respondí, y me agaché para recogerla antes de que lo hiciese ella. Estuve a punto de guardármela rápidamente en el bolsillo, pero no quería que Sara pensase que trataba de ocultarle algo, así que la sostuve en la palma de la mano, para que pudiese echarle un vistazo-. Es un recuerdo de Baltimore.
Sara alargó el brazo para cogerla; traté de cerrar la mano, pero fui demasiado lento.
– Es bonita. -Pasó la yema del índice por la empuñadura nacarada, la sopesó y deslizó un dedo por el gatillo. Aproximó la boca del cañón a su nariz, la olfateó y dijo-: ¡Uf, huele a pólvora!
– Es munición de fogueo -le expliqué, y traté de arrebatársela.
Sara me apuntó al pecho. No sabía cuántas balas podría haber en el cargador, pero no tenía motivos para pensar que estuviese vacío.
– ¡Pam! -bromeó Sara.
– Me has dado -dije. Me abalancé sobre ella y la atrapé con un abrazo de gorila.
– Te quiero, Grady -dijo al cabo de unos instantes.
– Yo también a ti, tonta -añadí mientras le quitaba la pistola torciéndole la delgada muñeca.
– ¡Oh! -exclamó una voz detrás de nosotros-. Lo siento. Yo sólo…
Era la señorita Sloviak, que hacía equilibrios sobre sus tacones con una mano en la cadera. Parecía sonrojada, pero era porque llevaba colorete en las mejillas, no porque se hubiera ruborizado por sentirse incómoda.
– No pasa nada -dijo Sara-. ¿Qué sucede, querida?
– Se trata de tu amigo, Terry Crabtree -explicó la señorita Sloviak, que me miró con severidad. Respiró hondo y se pasó los dedos por sus negros rizos, una y otra vez, con movimientos rápidos, de una forma que se me antojó muy masculina-. Quisiera que me acompañases a casa, si no te importa.
– Por supuesto que no -dije, y me dirigí hacia ella-. Nos veremos después, Sara, en el Hat.
– Os acompaño hasta el coche -dijo Sara.
– Es una caminata -le advertí-. Lo tengo aparcado en la calle Clive.
– Me apetece tomar el fresco.
Nos dirigimos al vestíbulo. No había ni un alma, tan sólo un dulce olorcillo a marihuana en el aire.
– Necesitaré una de mis maletas -dijo la señorita Sloviak cuando salíamos del edificio-. De las que están en el maletero.
– ¿Ah, sí? -dije, y miré a Sara como si tal cosa-. De acuerdo.
Se oyó un portazo a nuestras espaldas y escuché una risita débil y nerviosa, como de alguien que en una montaña rusa trata de mantener la calma en los instantes previos al descenso en picado. James Leer emergió del auditorio con el brazo derecho sobre los hombros de Crabtree y el izquierdo sobre los del chaval de la barbita de chivo que se había pasado por mi despacho para decirme a la cara que era un fraude. Cada uno aguantaba a James por una axila, como si fuera a caerse en redondo en cualquier momento, y le iban susurrando los tópicos de rigor para darle ánimos y tranquilizarlo. Aunque tenía aspecto de estar un poco mareado, parecía capaz de caminar sin perder el equilibrio, y me pregunté si no estaría pasándoselo bomba con el numerito del paseo.
– ¡Qué portazo más terrible! -gimoteó. Contempló con evidente asombro cómo sus pies, embutidos en los zapatos negros de estilo inglés, avanzaban paso a paso por la moqueta-. ¡Joder!
Mientras los dos porteadores llevaban su carga hacia el lavabo de caballeros, Crabtree me vio por casualidad. Alzó las cejas y me guiñó un ojo. A pesar de que eran sólo las nueve, para entonces ya habla dado una vuelta completa en el carrusel farmacológico en el que se había montado para afrontar aquella juerga, había robado una tuba y ofendido a un travestí; y ahora sus amiguetes, con deleite y aplomo, se disponían a echar la primera papilla. Evidentemente, iba a ser una noche del más puro estilo Crabtree.