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Todavía no había cumplido cuatro años cuando se suicidó, y la mayor parte de los recuerdos que guardo de él son fragmentarios y azarosos. Recuerdo el vello rojizo de su venosa muñeca, atrapado entre los eslabones de la cadena de su reloj; uno de sus paquetes de Pall Mall, rojo como un ranúnculo, arrugado sobre el alféizar de la ventana de su dormitorio; el repiqueteo de una bola de golf al entrar en una taza de té cuando ensayaba golpes cortos en el amplio recibidor del hotel. Y recuerdo una ocasión en que lo oí volver del trabajo. Como ya he explicado, tenía el turno de noche, de ocho a cuatro, y regresaba a casa en la oscuridad de la madrugada. Todos los días mi padre desaparecía tras la puerta de su dormitorio cuando apenas empezaba a despertarme y reaparecía en el momento en que estaba a punto de acostarme; sus invisibles llegadas y partidas me resultaban tan llenas de misterio como una nevada o la visión de mi propia sangre. Una noche, sin embargo, estaba despierto y pude oír la risita de la campana plateada que había encima de la puerta del hotel, los leves crujidos de la escalera de servicio, la airada tos de mi padre. Y lo siguiente que recuerdo es que estaba en el quicio de la puerta de su dormitorio, contemplando cómo el Pequeño George se desvestía. Antes pretendía -y así solía explicárselo a mis amantes- que esos recuerdos correspondían a la noche en que mi padre se autoliquidó. Pero lo cierto es que llevaba dos semanas suspendido de servicio, con derecho a paga, cuando hundió en su boca el azulado cañón de su pistola reglamentaria. Así que no sé a qué noche corresponden exactamente esos recuerdos, ni por qué me quedaron grabados en lugar de cualesquiera otros. Tal vez sean de la noche en que mi padre mató a David Glucksbringer. Tal vez uno nunca olvida la visión de su propio padre desnudándose.

Me veo espiando a través de la puerta entreabierta de su dormitorio, con la mejilla aplastada contra la fría moldura de roble, contemplando cómo aquel tipo grandote con uniforme azul que vivía en nuestro hotel, con su gorra como una enorme corona, sus amplias charreteras, su pesada placa dorada, las balas en su cinturón y una gruesa pistola negra, se transformaba en otra persona. Se quitó la gorra y la dejó boca arriba sobre la cómoda. Algunos finos mechones de cabello empapado en sudor que se le habían pegado a la gorra quedaron tiesos y se mecían como algas sobre su cabeza. Despreocupadamente llenó un vasito de whisky y se lo bebió de un trago mientras con la mano libre se desabrochaba y se quitaba la camisa de uniforme. Se sentó en la cama para desatarse los cordones de los zapatos negros como ataúdes, que después lanzó a un rincón. Cuando volvió a ponerse en pie, parecía más bajo, más débil y muy fatigado. Se quitó los pantalones, dejando a la vista la prótesis de color naranja claro con su simulacro de discretos dedos y su complejo sistema de arneses de cuero. Creo que después fue hasta la ventana de la habitación y se quedó allí un rato, contemplando la desértica topografía del hielo sobre el cristal, la calle vacía, los maniquíes con vestidos de primavera en el escaparate iluminado de los almacenes Glucksbringer. Se quitó la camiseta sin mangas, después los calzoncillos, y volvió a sentarse en la cama para desabrocharse el extraño artilugio que le servía de pie. Ya no le quedaba nada más que quitarse. Estaba fascinado y horrorizado al mismo tiempo ante el acto de despojamiento que acababa de presenciar; era como si se me hubiese permitido contemplar al tullido, calvo y adiposo gnomo oculto tras su descaradamente falsa apariencia cotidiana, escondido en el interior del torpe gólem al que me había acostumbrado a llamar papá.

Iba pensando en todo esto mientras acompañaba a la señorita Sloviak a su casa en Bloomfield, circulando en dirección este por el bulevar Baum, y se transformaba en hombre. Sacó un tarro de crema y un frasco de acetona de uñas de un bolsillo con cremallera de la pequeña maleta que había colocado entre los dos asientos y los dejó en la guantera, que previamente había abierto. Se desmaquilló con una sucesión de bolas de algodón y se quitó el esmalte rosa pálido de las uñas. Metió las manos bajo el vestido y se quitó las medias, que dejaron al descubierto sus depiladas piernas. Sacó unos tejanos de la maleta, los desdobló y, no sin cierta dificultad, se los puso bajo la falda de su vestido negro, que acto seguido se quitó por la cabeza. Quedó a la vista un sujetador de licra negra, acolchado, con una cinta perlada entre ambas cazoletas y un ingenioso par de pequeñas protuberancias para simular unos erectos pezones muy femeninos. Debajo, el pecho era pequeño, pero musculado, y lampiño. Se puso un jersey a rayas, calcetines blancos con unos caballitos y un par de deportivas blancas. Guardó primero la crema y la acetona y después el vestido negro, los zapatos de tacón y la ligera maraña en que se habían convertido las medias. Sentí tener que prestar atención a la carretera, porque su numerito resultaba impresionante. Había reflotado su yo masculino con la precisión y rapidez con que los asesinos profesionales de las películas montan las piezas de su rifle.

– Me llamo Tony -dijo el ex señorita Sloviak cuando giramos por la avenida Liberty-. Al llegar a casa me quito el disfraz.

– Encantado -dije.

– No pareces sorprendido.

– Últimamente mi capacidad de sorpresa es lenta de reflejos -le expliqué.

– ¿Ya sabías que era un travestí?

Medité un rato la respuesta adecuada. Pensé qué debía decirle para no ofenderlo, después de las múltiples decepciones que había causado últimamente a tantas personas.

– No -dije finalmente-. Te había tomado por una hermosa mujer, Tony.

Sonrió y dijo:

– Ya estamos llegando, es la próxima, la calle Mathilda. Gira a la izquierda. Y vuelve a girar en la calle Juniper.

Nos detuvimos frente a una pequeña casa de ladrillo visto de dos plantas, semiadosada. Había una luz encendida en la buhardilla y una estatua de la Virgen en el jardín, protegida por una especie de caparazón blanco en cuyo interior estaban pintadas todas las estrellas de la bóveda celeste.

– Me gustaría tener una igual en mi jardín -dije-. Lo único que tenemos es una trampa para escarabajos japonesa.

– Lo que la cubre es una bañera -me explicó Tony-. La mitad que no se ve está enterrada en el suelo.

– Es fantástico -dije. En la buhardilla una sombra descorrió la cortina y se aplastó contra el cristal-. Bueno…

– Bueno…

– Pues aquí te dejo, Tony.

– De acuerdo, Grady. -Me tendió la mano y nos las estrechamos-. Adiós. Gracias por acompañarme.

– No hay de qué -respondí-. Eh…, uh… Tony, lo siento si…, si las cosas no… han ido del todo bien esta noche.

– No importa -dijo-. Para empezar no debí hacerme ilusiones. Tu amigo Crabtree, simplemente, busca…, no sé, la novedad, o algo así. Parece que le gusta coleccionar… digamos bichos raros. ¿Me permites? -Giró el espejo retrovisor hacia sí para asegurarse de que no tenía restos de maquillaje en la cara, de que no quedaba rastro de la señorita Sloviak. Al igual que muchos travestís, resultaba bastante más agraciado como mujer; como hombre tenía la nariz muy pronunciada y los ojos demasiado juntos. Durante unos instantes contempló con perplejidad la falta de atractivo de su rostro; después se pasó los dedos por el cortísimo cabello. No tendría más de veintiún años-. Me suelo meter muy a menudo en este tipo de malos rollos.

– Está escribiendo su nombre en el agua -dije.

– ¿Perdón?

Era una expresión semipesarosa -tomada del epitafio de John Keats- que Crabtree utilizaba para expresar su propia incapacidad, que compartía con muchísima gente, para plasmar sobre el papel el talento literario que poseía. Según él, algunos se limitaban a contar mentiras, y otros urdían tramas a partir de los problemas y líos de sus vidas. Ése había sido siempre el género elegido por Crabtree: meterse en algún lío atractivo intelectualmente y tratar después de resolverlo sin dejar huella alguna ni nada que mostrase sus esfuerzos, sino tan sólo una reputación de temerario y un pequeño informe en los archivos de los departamentos de policía de Berkeley y Nueva York.