– Es lo que siempre ha hecho, ¿sabes? -le dije-. Pero ahora… -Agarré el volante y lo hice girar de un lado a otro-. Me parece que se ha desmadrado más de lo habitual en él.
– ¿Porque su carrera está arruinada, quieres decir?
– ¡Dios mío! -exclamé. Así el volante con fuerza, como si estuviésemos a punto de derrapar en una carretera helada, y pisé el freno, aunque seguíamos parados-. ¿Eso te ha dicho?
– Me ha dicho que no ha tenido ni un solo éxito en los diez últimos años y que en Nueva York todo el mundo opina que es un fracasado -me explicó Tony. Volvió a girar el retrovisor hacia mí, y mientras lo movía vislumbré el reflejo de mi rostro hinchado y falto de sueño-. Después de eso era difícil no sentir lástima por él.
– Pero se ha portado bien contigo, ¿no?
– Ha hecho lo que ha podido. -Tony puso una mano sobre la manga de mi chaqueta. Las uñas, ya limpias de esmalte, seguían resultando extravagantes y desagradables-. Estoy seguro de que tu libro es tan bueno que no perderá su trabajo.
Guardé silencio.
– ¿No es así?
– Por supuesto -dije-. Es una joya.
– Seguro que sí -añadió-. Tengo que irme, ¿vale? -Asentí-. ¿Estás bien?
Se oyó una puerta abriéndose y cerrándose, y nos volvimos hacia la casa. Alguien había encendido la luz del porche, que brillaba con una aureola amarillenta bajo la lluvia, y vi a un hombre bajito y canoso que nos miraba desde el último escalón con una mano en la frente para que el resplandor no lo deslumbrase.
– Es mi padre -dijo Tony-. ¡Hola!
Un bicho salió disparado escaleras abajo, pasó junto a la estatua de la Virgen y unos instantes después oímos un ruido de patas arañando la puerta del pasajero y por la ventanilla asomó una blanca y amplia sonrisa.
– ¡Sombra! -Tony Sloviak abrió la portezuela y dejó entrar a un orondo caniche, negro como el carbón, que parecía encantado de ver de nuevo a su amo-. ¡Hola, chiquilla! -La perra se alzó para colocar primero sus patas delanteras y después las traseras sobre el regazo de Tony, y acto seguido procedió a lametearle parsimoniosamente la cara con su rosada lengua. Tony movía la cabeza de un lado a otro, riendo y tratando de quitarse al animalito de encima-. Es mi perra -aclaró.
– Ya lo he supuesto.
– Oh, vaya -dijo-. ¿Quién es mi chica? Si, tú. ¿Quién es…? ¡Eh, Sombra!
La perra saltó de su regazo y salió del coche. De pronto giró hacia la derecha y un instante después oímos su susurrante lamento canino desde la parte trasera del coche.
– Ha dado con Doctor Dee -suspiré.
– ¡Grady! -exclamó Tony llevándose la mano a la boca-. ¡El resto de mi equipaje! ¡Vamos a tener que abrir el maletero!
– De acuerdo -dije, y paré el motor-. Mantén a tu perra alejada.
Bajamos del coche y fuimos hasta la parte trasera, vigilados por las atentas miradas de Sombra y del delgado anciano del porche. Abrí el maletero.
– ¡Quieta, Sombra! -ordenó Tony, que agarró a la perra por el cuello con una mano a modo de collarín para impedirle llevar a cabo la que parecía ser su intención: saltar al maletero y darle el último adiós a Doctor Dee-. Eh, Grady, ¿por qué…? ¿De qué ha muerto el pobre husky?
– Le pegó un tiro James Leer -le expliqué mientras sacaba su maleta a cuadros y la dejaba en el suelo-. Fue un malentendido.
– Ese chico está realmente mal -opinó Tony-. Y ahora que tu amigo Crabtree se ha cruzado en su camino, va a estar mucho peor.
Saqué la bolsa portatrajes de Crabtree y cerré el maletero.
– No estoy seguro de que eso sea posible -dije, pero no era cierto. En el fondo pensaba que James Leer todavía podía levantar cabeza, aunque, desde luego, no gracias a la ayuda de Terry Crabtree; claro que, si bien podía levantar cabeza, también podía ir a peor.
– Pero entonces, ¿ese chico va armado? -preguntó Tony.
– Más o menos -respondí. Sostuve la bolsa con la mano izquierda, metí la derecha en el bolsillo de mi chaqueta y saqué la inmaculada pistolita-. Llevaba esto. De hecho, para serte sincero, hace unas horas lo sorprendí apuntándose a la sien con ella.
– ¿Puedo echarle un vistazo? -Tony extendió la mano-. Por absurdo que parezca, todos mis hermanos coleccionan pistolas. -Se la di. Sombra contempló con cierto interés cómo nos la pasábamos, pensando, como hacen siempre los perros, que tal vez fuera algo comestible-. Empuñadura nacarada. Del veintidós. Creo que este modelo es de un solo disparo.
Eché un vistazo al porche, pero el anciano parecía haber decidido no esperar más a su imprevisible hijo y había entrado después de apagar la luz exterior. También el resto de las luces de la casa estaban apagadas. Ahora entendía por qué la señorita Sloviak no parecía precisamente impaciente por regresar a su hogar. Tony levantó la vista de la pistola que tenía en la mano y meneó la cabeza.
– Es un símbolo.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, es la clase de pistola que… no sé, pongamos Bette Davis, llevaría en el bolso. -Sonrió-. Apuesto a que ese chico sería mucho más feliz si pudiese ser Bette Davis pegándose un tiro en la sien en lugar de un chaval de labios gruesos con un apestoso abrigo viejo.
Tony cerró la mano sobre la pistola, parpadeó un par de veces con sus largas pestañas y cerró los ojos. Se llevó la pistola a los labios con delicadeza. Aunque ahora sabía que no estaba cargada, al verlo me asusté. Fue en ese momento cuando mi viejo y herrumbroso cerebro se percató de que aquella misma tarde James Leer, uno de mis estudiantes, había intentado realmente suicidarse.
– Será mejor que me marche -dije-. Creo que debo rescatar a James Leer.
Tony bajó la pistola y me la ofreció. Le aparté la mano.
– Quédatela. Va con tu estilo.
– Gracias. -Contempló la fachada oscura y con las contraventanas cerradas de la casa y frunció el ceño-. Tal vez la necesite.
– ¡Oh! -dije mientras buscaba las llaves del coche en el bolsillo de la chaqueta. Estaba seguro de que hacía sólo un momento las tenía en la mano.
– Eh, ¿sabes, Grady?, yo que tú me iría a casa -me aconsejó Tony mientras me metía en el coche-. Me parece que a quien tienes que rescatar es a ti.
– No es mala idea. -Cerré los ojos. Me imaginé deteniendo el coche en el camino de acceso a mi casa cubierta de hiedra en la calle Denniston, colgando la chaqueta en la pilastra al pie de la barandilla, dejándome caer sobre el fragante revoltijo de mantas y sábanas de la cama siempre sin hacer. Entonces recordé que nada ni nadie me esperaba en casa. Abrí los ojos de mala gana y asentí con la cabeza mirando a Tony. Empecé a subir el cristal de la ventanilla, pero me detuve-. ¡Oh, mierda, colega! -recordé de pronto-. Nos hemos olvidado de la jodida tuba.
– Quédatela -dijo. Alargó el brazo y me dio tres suaves cachetes en la mejilla, como quien palmea a un bebé-. Va con tu estilo.
– Muchas gracias -dije, y cerré la ventanilla. Mientras me apartaba del bordillo y enfilaba la calle Juniper, contemplé por el retrovisor a Tony Sloviak, que subía con sus maletas por la larga escalera del porche de la casa de su padre, después de cruzarse con la protectora Virgen, seguido de cerca por su pequeña perra negra, que se dedicaba a mordisquearle los tobillos cada vez que daba un paso.
Crabtree y yo descubrimos el Hi-Hat durante una de sus primeras visitas a Pittsburgh, entre mi segundo y tercer matrimonio. Fue la última época gloriosa de nuestra amistad, de nuestros días heroicos, antes de que las estrellas desaparecieran de ciertos firmamentos, cuando en los bosques, los descampados junto a las vías del tren y las esquinas sombrías del mundo todavía se escondían indios, locos poéticos y mujeres ingeniosas con ojos de reina de tarot. Entonces yo todavía era un ser monstruoso, un yeti, un engendro de los pantanos, el King Kong de desbordantes pectorales de la novela norteamericana. Llevaba el pelo largo y la balanza me adjudicaba unos poco estéticos pero llevaderos 105 kilos. No me privaba de nada, con la indisciplina propia de un chaval joven. Arrastraba mi enorme figura por los bares como un bailarín cubano con un cuchillo en la bota y un hibisco en la cinta del panamá.