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– Seguro que no -intervino Crabtree. Me ofreció su botella de cerveza, medio vacía. La cogí y bebí un largo trago-. Pensaba que te habíamos perdido, Tripp.

– ¿Dónde están los demás? -pregunté, y dejé la botella delante de él con un gesto ampuloso, como si acabase de hacer algún juego de manos alcohólico-. ¿Sólo habéis venido vosotros cuatro?

– No ha aparecido nadie más -comentó Crabtree-. Sara y… ¿cómo se llama?, Walter dijeron que primero pasarían por casa y después se reunirían con nosotros aquí. Pero me parece que han decidido quedarse en casa, acurrucados en el sofá con el perro.

Lancé una mirada a James, esperando ver en su rostro alguna expresión de culpabilidad, por leve que fuese, pero estaba demasiado abstraído. Incluso dudé de que recordara lo que había hecho. Empezó a pestañear de nuevo, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra la pared.

– ¿Sólo ha bebido cerveza? -le pregunté a Crabtree señalando con un gesto de la cabeza a James.

– Aquí sí -dijo Crabtree-. Aunque deduzco que vosotros dos habéis hecho una pequeña incursión en mi botiquín.

– Pero eso ha sido hace mucho rato -dije, y me llevé la mano al pie para apretarme el vendaje del tobillo-. No puede seguir bajo los efectos de eso.

– Pero en vuestra incursión os han pasado inadvertidos algunos frascos -dijo, y se palmeó un bolsillo de su americana verde-. Y James sentía curiosidad.

Se volvió para mirar al chaval, al que en ese momento se le entreabrió la boca y le empezó a caer un delgado hilillo de saliva de la comisura de los labios.

– Está completamente ido -dije.

Permanecimos sentados, contemplando el regular movimiento ascendente y descendente del pecho de James Leer bajo su camisa a cuadros. La estrecha y corta corbata estaba medio desanudada y le colgaba del cuello como una flor marchita. Crabtree le secó el hilillo de saliva con una servilleta, con suavidad, como si estuviese limpiándole la boca a un bebé.

– Ha escrito un libro -dijo Crabtree-. Me ha dicho que ha escrito una novela.

– Lo sé. Algo sobre un desfile. El desfile del amor.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Me he enterado esta noche. La lleva en su mochila.

– ¿Tiene talento?

– No -respondí-. Por el momento no.

– Me gustaría leerla -dijo Crabtree.

A James Leer le cayó sobre la frente un mechón de cabello engominado y Crabtree alargó la mano para apartárselo.

– ¡Vamos, Crabtree! -protesté-. ¡No hagas eso!

– ¿Que no haga qué?

– Es sólo un chaval -dije-. Es alumno mío, tío. Ni siquiera estoy seguro de que sea…

– Lo es -me interrumpió Crabtree-. No tengo la menor duda.

– No creo que lo sea -dije-. Me parece que la cosa es bastante más complicada. Quiero que lo dejes tranquilo.

– ¿En serio?

– En estos momentos está realmente jodido, Crabtree. -Bajé la voz y continué en un susurro-: Creo que planeaba suicidarse esta noche. O quizá no, no lo sé con certeza. En cualquier caso, está hecho un lío. Es un completo desastre. Y no creo que necesite que encima se le añada una buena dosis de confusión sexual a su cacao mental en este preciso momento.

– Al contrario -dijo Crabtree-. Puede ser la solución a todos sus problemas. Eh, Grady, ¿qué te pasa?

– Nada -dije-. ¿A qué te refieres?

– Me ha parecido que… no sé, que hacías una mueca de dolor.

– ¡Oh! -dije-. Es mi pie. Me está matando.

– ¿El pie? ¿Qué te pasa en el pie?

– Nada -respondí-. Es que… me he caído.

– Bueno, pareces alterado, ¿sabes?

Sus ojos habían perdido aquel brillo febril de conquistador, y, por primera vez en toda la noche, descubrí en ellos verdadera ternura. Nuestras sillas estaban pegadas, y apoyó su hombro contra el mío. Su mejilla todavía estaba impregnada del perfume de Tony. Apareció la camarera con mi copa de Dickel. Bebí un sorbo y sentí cómo el lento veneno se deslizaba hacia mi corazón.

– Me gusta cómo baila Hannah -comentó Crabtree, que seguía con la mirada a Hannah Green y Q.

La canción que sonaba en aquel momento era «Ride Your Pony», de Lee Dorsey. Uno de los muchos detalles que indicaban que el Hat era un superviviente de los antros de la época dorada de Pittsburgh era su gramola con teléfono. De hecho, no había gramola: era un teléfono, negro y pesado como una vieja plancha de vapor, que funcionaba con monedas, colocado sobre una columna en una esquina de la pista de baile. Y unido a él por medio de una cadenita mil veces rota y reparada habla un catálogo mecanografiado hacía un millón de años por algún obseso de los listados alfabéticos, muy sobado y pringado de grasa de la barbacoa, que incluía más de cinco mil canciones, agrupadas por géneros. El cliente elegía la canción, echaba las monedas y mantenía a gritos y bajo los efectos del alcohol una conversación con una vieja señora eslovena, oculta en algún lugar de Pittsburgh en un búnker subterráneo de vinilo negro. Unos minutos después se escuchaba la canción pedida. Según Sara, en el pasado había muchos bares que funcionaban con ese sistema, pero el Hat era uno de los pocos que seguían utilizándolo.

– En mi opinión, muestra una fuerte influencia faraónica en los movimientos de los codos. Y tal vez un ligero toque de Snoopy en los pies.

– ¿Cuánto rato llevan ella y Q. contoneándose? -pregunté.

– Yo diría que demasiado para Q. -respondió Crabtree meneando la cabeza-. Míralo.

– Ya veo -dije-. ¡Pobre desgraciado!

Traté de ignorar el rijoso hormigueo que me subía por la medula espinal mientras contemplaba a Hannah Green bailando.

– ¡Eh! -dijo Crabtree-. ¡Mira a ese tipo!

Señaló hacia una mesa situada al borde de la pista de baile.

– ¿Quién? ¡Caramba! -Sonreí-. ¡Parece que lleve el pelo esculpido!

Era un hombre pequeño, de pómulos delicados, que lucía un peinado asombroso y radiante, un alto copete que se elevaba como una descomunal ola de pelo sobre su cabeza. Sabía que muchos estilos de peinado de otras épocas sobrevivían en ciertos ambientes marginales de Pittsburgh. El tipo vestía, además, un enrevesado traje de terciopelo, con ribetes e incrustaciones dorados y carmesíes, y fumaba un largo y fino cigarro. Sus manos eran muy grandes en comparación con el resto del cuerpo, y en el lado derecho de su cara se distinguían unas marcas de un rosa intenso, vestigio de una antigua herida.

– Es un boxeador -dije-. Un peso mosca.

– Es un jockey -me refutó Crabtree-. Se llama…, uh, Curtís Hardapple.

– Curtis no -dije.

– Entonces Vernon. Vernon Hardapple. Las cicatrices son de…, de los cascos de un caballo. Se cayó durante una carrera y el caballo lo pisoteó.

– Es adicto a los calmantes.

– Lleva una placa incrustada en la cabeza.

– Le tuvieron que amputar un dedo del pie por culpa de la diabetes.

– Ya no puede mear de pie.

– Vive con su madre.

– Correcto. Tenía un hermano pequeño que era… entrenador.

– Mozo de cuadra.

– Y se llamaba Claudell. Era retrasado mental. Y la madre culpa a Vernon de su muerte.

– Porque…, porque… porque Vernon le permitió… que se ocupase de un semental agresivo… que le aplastó la cabeza. O…

– Lo asesinaron -dijo una voz somnolienta- cuando un gángster llamado Freddie el Narizotas intentó cargarse a su caballo favorito. Se interpuso y recibió la bala.

Ambos nos volvimos hacia James Leer, que abrió un ojo inyectado en sangre para mirarnos.

– Vernon, ése de allí, estaba metido en el fregado -añadió James.

– ¡Es magnífico! -dijo Crabtree al cabo de unos segundos. Vimos cómo el ojo de James volvía a cerrarse.

– Ha oído lo que estábamos diciendo -comenté, perplejo.