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Crabtree, que daba cuenta de su sexta o séptima botella de cerveza, no parecía demasiado sorprendido por eso. Bebí algunos sorbos más de mi veneno. Al cabo de unos minutos el silencio se hizo insoportable.

– ¡Pobre Vernon Hardapple! -dijo Crabtree meneando apesadumbrado la cabeza. Después sonrió y añadió-: Siempre resultan ser unos desgraciados.

– Todas las historias narran el fracaso de alguien -sentencié, citando al escritor vaquero de pelo cano en cuya clase nos habíamos conocido veinte años atrás.

– ¡Eh, profe! -dijo Hannah Green, que se dirigía hacia nosotros sobre sus puntiagudas botas rojas-. ¡Ven a bailar conmigo!

Bailamos al ritmo de «Shake a Tail Feather», «Sex Machine» y algún tema cantado por la voz áspera de Joe Tex cuyo título no recuerdo. Bailé con Hannah hasta que la banda del local volvió a salir a escena. Mientras preparaban sus instrumentos, regresé a nuestra mesa y le pedí a Crabtree que me diese otra dosis de codeína y un par de pastillas de lo que fuera que tuviese a mano. Necesitaba algo para el tobillo y también para mi amor propio. Porque me había sentido ridículo meneándome como un picassiano minotauro herido persiguiendo obcecadamente a una angelical jovencita. Crabtree había conseguido reanimar a James Leer, al menos momentáneamente, y ambos estaban enfrascados con el viejo Q. en una, al parecer, intrincada discusión acerca de la función o significado de la cacatúa en Ciudadano Kane. Crabtree no era cinéfilo, ni mucho menos, pero tenía muy buena memoria para los argumentos y su retorcida imaginación hacía que encontrase muchos puntos de interés, o eso, al menos, era lo que quería que James Leer pensase, en la obra de Orson Welles, quien, por cierto, padecía, como yo, problemas de sobrepeso. Bajo la fría e ineludible mirada de Q., o de su Doppelgänger, Crabtree me ofreció un puñado de bolitas azuladas, pequeñas lunas rosadas, pececitos plateados y pentágonos blancos que parecían platos en miniatura.

– Joder, la palma de tu mano parece una bandeja de caramelos! -dije-. Voy a probar uno de estos blancos.

Me lo tragué con ayuda del contenido de un vaso que había sobre la mesa, delante de Crabtree; apestaba a diversos compuestos químicos y me pareció que podía ser tequila de mala calidad. Y acto seguido regresé a la pista y bailé durante una hora más al ritmo de lo que el canoso Carl Franklin llamaba el estilizado rythm & blues del mejor grupo de Pittsburgh, los Double Down, hasta que dejé de sentir el tobillo y perdí mayormente el sentido del ridículo. Hannah se subió las mangas y se desabrochó los dos botones superiores de su blusa de franela, dejando al descubierto el raído cuello de una camiseta de canalé y un medallón con filigranas que colgaba de una cadenita de plata.

Mientras bailaba, Hannah mantenía los ojos cerrados y describía solitarios círculos entrelazados, de modo que en ciertos momentos tenía la sensación de que no bailaba conmigo, sino que me utilizaba como fulcro, como eje sobre el que realizar sus particulares giros de tiovivo. Y con razón, pensé; desde luego, de estar en su pellejo, lo último que hubiese deseado es que alguien pudiera pensar que había elegido como pareja de baile a una elefantiásica máquina como yo, repleta de tubos aspiradores y engranajes, con una anodina esfera analógica por cara; a un tipo que parecía un viejo Galaxie 500 abollado y chupagasolina. Pero de repente abrió los ojos y me regaló una de sus amplias sonrisas de chica de Utah y me tendió las manos para que la hiciese girar unos instantes. Cuando nuestras miradas se encontraban, me sentía obligado a hablar, mayormente para expresar mis dudas sobre mis aptitudes como bailarín, y cuando los Double Down hicieron una nueva pausa, suspiré aliviado y me dispuse a volver a nuestra mesa. Pero ella me agarró de la muñeca, me arrastró hacia el mágico teléfono negro y eligió tres canciones.

– «Just My Imagination» -le pidió a la operadora, sin consultar el mugriento listado-. «When a Man Loves a Woman». Perfecto. Y «Get It While You Can».

– ¡Huy, huy! -dije-. ¡En qué lío me he metido!

– Calla -replicó Hannah, y me rodeó el cuello con los brazos.

– Mañana me voy a arrepentir de esto -comenté.

– Es encantador -dijo-. Todo el mundo debería relajarse bailando.

Varias parejas más se nos unieron en la pista y nos mezclamos entre ellas. Jamás había sido capaz de comprender con exactitud en qué consistía lo de bailar lento, así que, tal como llevaba haciendo desde mis años en el instituto, me limité a aplastarme contra Hannah, respirando inoportunamente contra su oreja y balanceándome de un pie a otro como alguien que espera un autobús. Sentía el sudor que se enfriaba sobre sus antebrazos y me llegaba un aroma a manzana de su cabello. En cierto momento, en mitad del tema de Percy Sledge, la combinación de sustancias que había ingerido a lo largo de la noche alcanzó un cierto equilibrio y durante unos instantes olvidé todo lo malo que me había sucedido a lo largo del día debido a mi necedad y mala conducta, y todas las buenas razones que tenía para dejar en paz a la pobre Hannah Green. Me sentía feliz. Planté un beso en el cabello pajizo y con aroma de manzana de Hannah. Sentía que algo empezaba a despertar bajo mis calzoncillos. Creo que lancé un suspiro, y que, a pesar del burbujeo y el ardor que fluían en esos momentos por los ventrículos de mi corazón, debió de sonar tremendamente triste.

– He releído El pirómano -me dijo, supongo que para animarme-. Es realmente magnífica.

Se refería a mi segunda novela, La novia del pirómano, una desoladora historia de amor y locura que escribí en la última época de mi permanencia en el condenado búnker de mi segundo matrimonio, con una meteoróloga de San Francisco a la que llamaré simplemente Eva B. Era una novela breve, cuya gestación resultó tortuosa y de la cual yo mismo no tenía muy buena opinión, a pesar de que contenía una interesante descripción del incendio de una casa en la que varias parejas estaban metiéndose mano y una espléndida escena amatoria de un par de páginas en la que el lector se sentía como si penetrara en el recto de la protagonista.

– ¡Es tan jodidamente trágica, y, al mismo tiempo, tan hermosa, Grady! Me encanta cómo escribes. Es una prosa muy natural, sencillísima. Me da la impresión de que es como si todas tus frases existieran desde siempre, suspendidas en el más allá estilístico, o donde sea, esperando a que las fueras a recoger.

– Gracias por el cumplido -dije.

– Y me encanta la dedicatoria, Grady.

– Me alegro.

– Pero no soy la dulce muchachita inocente por la que me tomas.

– Espero que eso no sea cierto -dije, y en ese momento desvié la mirada hacia los ahumados baldosines de la pared y vi el reflejo de una especie de yeti gordo, cojeante, con gafas y ojeras, de cabello lacio, envejecido, cargado de espaldas y de movimientos torpes, que estrujaba entre sus brazos a una desvalida y angelical muchacha de tal manera que era imposible saber si ella le ayudaba a mantenerse en pie o si, por el contrario, él la tenía prisionera. Dejé de bailar y me aparté de Hannah Green, y en ese momento Janis Joplin dejó de urgimos a no volver la espalda al amor cuando finalizó el último de los temas que había pedido Hannah. Permanecimos en la pista mirándonos, solos tras la súbita desaparición de las restantes parejas, y, de pronto, cuando en mi organismo se rompió el equilibrio de las pastillas y el whisky, me sentí irremediablemente hecho polvo.

– Bueno, ¿qué vas a hacer? -me preguntó Hannah al tiempo que me daba una palmadita en el estómago.

Mi respuesta, un murmullo apenas audible, hizo referencia a bailar con ella toda la noche.

– Con respecto a Emily -dijo en un tono que traslucía cierta impaciencia-. Yo… me temo que no estará en casa cuando vuelvas.