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– ¿Crabtree?

– ¿Tripp?

– ¿Sí, Crabtree?

– Hazme el favor de irte a tomar por el culo.

– Eso haré -dije.

– Éste es el camino de regreso a la universidad, ¿no? -preguntó Q. cuando pasamos junto al Electric Banana.

– En efecto -dije, impresionado de que fuese capaz de reconocerlo en la oscuridad y borracho, después de haber pasado por allí una sola vez.

– Bueno, no sé si… Es que no me alojo en la universidad, Grady.

– ¿No?

– No, me alojo en casa de los Gaskell.

– ¿En serio? -Por unos instantes la suela de mi zapato dejó de pisar el pedal del acelerador; el coche siguió avanzando varios cientos de metros con el impulso que llevaba y después fue perdiendo velocidad hasta casi detenerse-. Bueno, por aquí también vamos bien para llegar a su casa -dije, después de recuperarme de la impresión.

Volví a pisar el acelerador y enfilamos Point Breeze.

– Me pregunto qué les habrá pasado -dijo Q. cuando tomamos la calle en la que estaba su casa. Cuanto más nos aproximábamos, menos ganas tenía de seguir adelante. Avanzamos muy lentamente junto a la verja de temibles púas de hierro-. No han aparecido por el bar.

Finalmente, no me quedó más remedio que girar y enfilar el camino de gravilla que conducía a la casa de los Gaskell. Por la noche, Sara y Walter metían los coches en el garaje, y el camino tenía un aire desolado y la casa parecía abandonada. Entre las ramas de los árboles había un par de focos, uno a cada lado del estrecho porche de la entrada, que iluminaban la fachada, los alféizares, las contraventanas y las buhardillas, proyectando extrañas sombras. La intensa luz de aquellos focos parecía destinada, más que a iluminar la casa de los Gaskell, a señalar su presencia, como sugiriendo a quienes pasasen ante ella que tenía un tétrico pasado o que estaba condenada a una inminente destrucción. Entre las ramas de los dos viejos manzanos del jardín delantero se oía silbar el húmedo viento nocturno, que llenaba el aire de pétalos blancos que flotaban como copos de nieve. Al cabo de unos instantes, me percaté de que en una de las ventanas del piso superior se veía una débil luz, y cuando alcé la mirada vislumbré una silueta moviéndose tras la persiana. Era la ventana del dormitorio de Sara y Walter, así que todavía estaban despiertos. Podía entrar con Q. y hablarles de lo que llevaba en el maletero del coche.

– Hasta mañana -se despidió Q. mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad. Giró la manija y empujó la portezuela con la puntera del zapato. Con la precaución que enseña la experiencia, se tomó su tiempo para tantear el suelo antes de ponerse en pie.

– Ten cuidado -le dijo Crabtree, que se levantó del asiento trasero y se apeó del coche antes de que Q. le cerrase la portezuela en las narices. Estrechó la mano de Q., le ayudó a mantener el equilibrio y después se sentó junto a mí.

– Espero con impaciencia tu charla de mañana, Terry -dijo Q.

Rebuscó durante unos instantes en sus bolsillos, con una mueca de determinación en el rostro. Llevaba la camisa por fuera del pantalón, los largos mechones de cabello con los que se cubría la calva le caían desordenadamente y en el curso de la velada había perdido una de las patillas de las gafas. Cuando por fin encontró la llave que le debía de haber dado Sara, parecía tan feliz -tan satisfecho consigo mismo-, que tuve que desviar la mirada. No volví a mirar la casa hasta que hubo entrado.

– En este momento su querido Doppelgänger debe de sentirse feliz por cómo ha ido todo -comenté mientras nos alejábamos. Crabtree permaneció en silencio-. ¿Qué? -inquirí-. Vamos, colega. No me hagas esto. Di algo. ¿Qué pasa?

– ¿No lo sabes?

– Estás cabreado conmigo porque no te he dejado montártelo con el pobre James Leer.

– Desde luego, eso no era asunto tuyo.

– Te estás volviendo goloso, tío -le dije-. ¿Por esta noche no tenías suficiente con la señorita Sloviak?

Crabtree se limitó a insistir en su anterior petición de que me fuera a tomar por el culo. No tenía nada más que añadir.

– De acuerdo. Escucha, lo siento -le dije, pero las disculpas no sirvieron de nada. Hice alguna que otra tentativa poco entusiasta y lo dejé correr; seguimos en completo silencio. Empezaron a rondarme la cabeza un montón de imágenes sensibleras: el cuenco de comida vacío de Doctor Dee, su hueso de plástico y su correa, ya inservible, colgada de un clavo torcido en la despensa. Sin saber muy bien cómo, diez minutos después me encontré en el aparcamiento para el personal del auditorio, y allí detuve el coche.

– Espérame aquí -le dije a Crabtree-. Volveré enseguida.

– ¿Adónde quieres que vaya? -dijo con sorna.

Era mi noche de suerte. Al rodear el edificio hacia la puerta principal, vi que el conserje seguía allí, poniendo a punto el auditorio para el apretado programa de apasionantes actividades del festival literario que iba a tener lugar al día siguiente. Era un chaval alto, cargado de espaldas y de cabello lanudo, ataviado con un mono azul, y pasaba la aspiradora por la moqueta del vestíbulo con un aire de ensimismada diligencia, como un repartidor de periódicos arrastrando un carrito repleto de diarios. Cuando golpeé el cristal con los nudillos pareció reconocerme, y me pregunté si no habría sido alumno mío.

– Traxler -se presentó, después de dejarme entrar-. Sam. Le tuve de profesor en mi primer año. Después dejé los estudios.

– Espero que no fuese por mi culpa -bromeé.

– No -dijo Sam Traxler. No pensaba que se fuera a tomar en serio mi comentario. Me hubiera gustado acordarme de él-. De todos modos, ahora estoy en un grupo de rock. Ya hemos conseguido algunas actuaciones. Y empezamos a ganar algún dinero.

– Sam, ¿ya has limpiado ahí dentro? -dije señalando las puertas del auditorio con el pulgar.

– Sí. ¿Perdió la mochila, profesor Tripp?

La había guardado en el armario de servicio, en el suelo, entre un cubo de fregar de zinc y una funda de guitarra de cuero negro cubierta de pegatinas.

– Me ha parecido que dentro había un manuscrito -comentó.

– Así es. Muchas gracias.

Tomé la mochila y me dirigí hacia la puerta.

– De nada -dijo, y me acompañó. Sin duda, mi presencia allí era para él una bienvenida distracción en medio del monótono trabajo-. Oiga, ¿es cierto eso que se dice de que Errol Flynn solía embadurnarse la polla de coca para… bueno, para mejorar sus prestaciones sexuales?

– ¡Por Dios, Traxler! -protesté-. ¿Cómo coño quieres que lo sepa?

– Bueno… -dijo. Parecía un poco azorado-. Está usted leyendo su biografía, ¿no? -añadió señalando la mochila-. Está envuelta en un jersey o algo parecido.

– ¡Oh, sí! -dije-. ¡Claro, es cierto! Solía ponerse en la polla toda clase de cosas. Pimentón, limaduras de hierro, picadillo de cordero…

– ¡Vaya tarado! -exclamó Sam mientras me abría la puerta-. Bueno, cuídese, profesor.

– Hasta otra, Sam -me despedí-. Oye, por cierto, ¿cómo se llama tu grupo? Así os…, uh…, os podré seguir la pista.

– No tenemos nombre -dijo-. Se nos ocurrieron tantos, que no fuimos capaces de decidirnos por ninguno. Pollas Narcotizadas, Escoria Amargada, Los Cubitos… No nos poníamos de acuerdo. La gente nos conoce como… no sé… Sam y sus Colegas, o La Banda de Greg, o alguna otra cosa por el estilo.

– Ingenioso -dije, ya en la puerta. Mientras hablábamos, había estado jugueteando con el cierre de la mochila de James, que de pronto se abrió. Su pesado contenido me golpeó en la rodilla. El manuscrito de James Leer, de un grosor de unos cinco centímetros, estaba sujeto con una goma.

– ¿Es la nueva? -preguntó Sam.