Asentí. No había una página a modo de cubierta, ni aparecía en ninguna parte el nombre del autor: tan sólo las palabras EL DESFILE DEL AMOR figuraban en la parte superior de la primera hoja, seguidas del numeral 1, y un poco más abajo empezaba el texto:
El viernes por la tarde su padre le dio cien arrugados billetes de un dólar y le dijo que se comprase una americana para el baile de homenaje a los antiguos alumnos.
Dos personajes, una coyuntura, el eco de una larga trayectoria vital de pobreza y privaciones en el fajo de gastados billetes y, por encima de todo, una insólita voz humana que relata una historia. Resultaba difícil superar la riqueza de esa primera frase. Hubiera preferido, quizá, que el chaval hiciese una pausa y emplease una coma, pero al menos no era la mera acumulación de fragmentos dispersos típica de él. De hecho, uno de sus relatos empezaba así: «Arruinada. La cena. Completamente.» Pero en la novela parecía haber renunciado a ese estilo. La segunda frase decía:
Tomó el autobús hasta Wilkes-Barre y se gastó el dinero en una magnífica pistola cromada.
– ¿Es buena? -preguntó Sam. -No lo sé -dije-. Probablemente.
Volví a meter el manuscrito en la mochila, junto a un tosco paquete -la biografía de Errol Flynn, supuse- envuelto precipitadamente en suave ropa negra. Había algo familiar en su tacto. Levanté una de las puntas y apareció un trozo de armiño amarillento al tiempo que me llegaba un leve olor a corcho. De pronto, el mundo pareció decidirse a respirar hondo; empezó a llover, y las gotas desdibujaron la tinta del manuscrito de James Leer y salpicaron la chaqueta de satén que llevó Marilyn Monroe el día que ella y el hombre de aspecto triste que ya era su marido se montaron en su De Soto para afrontar su destino como matrimonio.
– Esta chaqueta no es mía -le dije a Sam Traxler.
– Ya me lo figuraba -me contestó.
Cuando salí del auditorio, comprendí que mi buena suerte se había acabado. El coche y Crabtree habían desaparecido del aparcamiento para el personal.
Había unos tres kilómetros entre el campus y mi casa, en Denniston. Las calles entre uno y otro punto eran anchas y rectas, bordeadas por arces, castaños y robles plantados al término de la Primera Guerra Mundial. Las casas junto a las que pasaba estaban a oscuras, con los coches aparcados en los caminos de acceso con el esmero con el que se coloca una figurita sobre la repisa de la chimenea. En algunas calles caminaba cojeando por el centro, y permanecí un largo minuto en medio de un cruce desierto, mientras los semáforos iban cambiando de color y el viento mecía las señales de tráfico que colgaban de cables. Caminé durante horas bajo una impía llovizna. Cuanto más caminaba y más sobrio me iba sintiendo, más me dolía el tobillo. Deseé con un ímpetu digno de auténtico fervor religioso haber llevado encima mi bolsita de marihuana. No había ni una brizna en la mochila de James Leer. Un hecho nada sorprendente que, sin embargo, comprobé meticulosamente varias veces. Tan sólo contenía, aparte de los tres objetos que ya me eran familiares, una pluma Cross de oro con una dedicatoria grabada: DE TUS PADRES QUE TE QUIEREN, medio cilindro de caramelos de menta, veinte centavos y una postal autografiada de Frances Farmer. Detrás reconocí la letra redondeada de Hannah Green. Cuando coroné la última colina antes de llegar a casa, sentí el eco de una vibración melancólica, como el traqueteo de un tren que se aleja. Era el campanil Mellon, que daba las tres en punto.
Mi coche no estaba en el camino de acceso a la casa. Tuve la sensación de que nunca había visto aquel camino tan vacío. Vivía en una casa bonita y grande, con la fachada cubierta de hiedra, cuadrangular y espaciosa como un banco, construida en 1915 según el estilo llamado «de las Praderas». Tenía tres porches con columnas, ventanas con cristales emplomados y poyos, armarios, librerías, un pequeño despacho bajo la escalera, recibidor y dormitorios suficientes para una familia de cinco miembros. La despensa era más amplia que algunos de los apartamentos en los que había vivido y, desde luego, estaba mejor aprovisionada. El revestimiento y las paredes se habían repintado en delicados tonos cera y cáscara de huevo. Los parterres que rodeaban el camino de acceso, llenos de rosas, azafranes y narcisos, estaban a oscuras. Subí cansinamente los cinco escalones del porche delantero y entré en casa. Había un olor como de cereales que provenía de un jarrón de fresias colocado sobre la mesilla del recibidor. Encendí la luz y me vi confrontado a los rostros de peleteros, merceros, impresores y pedicuros ya fallecidos que colgaban en marcos de madera de la pared bajo las escaleras, junto con sus esposas, hijos y nietos, dos tíos de profusa barba, un cocker spaniel muerto muchos años atrás llamado Shlumper y nueve miembros de un club social sionista. Al abrir el armario del recibidor, para colgar la chaqueta mojada, me llegó una vaharada de Cristalle. Permanecí allí de pie durante unos instantes, oliendo los abrigos de Emily. En la cocina, la nevera se puso a zumbar. Acerqué la nariz al grueso abrigo de lana, al chaquetón azul marino y al ajado abrigo negro que había llevado durante el invierno de nuestro noviazgo, ocho años atrás. En aquella época ella vivía en un apartamento en la calle Beacon, cerca del parque, y me vino a la memoria que una noche, al acompañarla a casa, pasamos por el puente Panther Hollow; nos detuvimos en medio y la aplasté contra la helada barandilla para besarla. Recuerdo el tacto de la lana entre mis dedos, tersa y áspera como la piel de su cuello, y cómo, al desabrocharle los botones de madera, del abrigo emanó una turbadora ráfaga de sus olores corporales, como si me hubiese sumergido bajo las sábanas de su cama.
Por primera vez fui consciente de que había expulsado a Emily Warshaw de mi vida.
Era algo que llevaba mucho tiempo intentando hacer, aunque no intencionadamente, lo juro, ni con satisfacción alguna, sino del modo automático y metódico con que un chiquillo se toquetea un diente flojo hasta que se le cae. Lo cierto es que sin hacer referencia a Doppelgängers y a los síntomas del mal de la medianoche resulta difícil explicar por qué exactamente; pero, desde luego, una innata capacidad para exteriorizar mis instintos auto-destructivos tiene algo que ver con ello. No sólo no pertenecería jamás a un club que me aceptase como socio, sino que, en caso de ser aceptado, entraría en la pista de squash con zapatos de calle y prendería fuego a las cortinas de la sala de baile.
Lo de Emily y yo no fue amor a primera vista. Nos conocimos a través de una amiga suya cuyo marido daba un curso de novela inglesa del siglo XIX en mi departamento y presidía una partida de póquer semanal que frecuenté en los solitarios días de mi primera época en Pittsburgh. A primera vista, Emily me pareció fría y reservada, aunque también guapa; por su parte, me veía como un tipo fanfarrón, exagerado, alcohólico y pesado. Ambos estábamos en lo cierto, desde luego. Nos encontramos varias veces por casualidad, sin más resultado que alguna incómoda conversación. Hasta que un día oí que había perdido su trabajo -fotografiar barras de metal y hornos de fundición para una agencia de publicidad cuyos principales clientes pertenecían a la industria del acero- y, a través de mi dickensiano amigo, la puse en contacto con un conocido mío, un publicista de la agencia Richards, Reed. Le gustó su trabajo, y la contrató. Emily me invitó a cenar para darme las gracias. Después me invitó a su casa. Al cabo de un año éramos marido y mujer. En aquella época ya no creía en el amor a primera vista. En mis dos primeros matrimonios había jugado esa carta y había perdido, así que parecía razonable no insistir en esa apuesta.
Creo que decidí casarme con Emily Warshaw movido por la absurda ilusión de poder follar a placer y por el manido deseo de todo huérfano de encontrar un hogar. El peculiar clan Warshaw, producto de un largo y meticuloso programa de adopciones en ultramar, con sus combinaciones de judíos y coreanos, intelectuales, aspirantes a astronauta y vividores, sin lazo sanguíneo alguno, parecía ofrecerme la mejor oportunidad de inscribir mi trayectoria de meteorito errante en la esfera armilar de una familia. Era un motivo, aunque no muy loable, para casarse, pero desde entonces he comprendido que los esfuerzos de un marido y una mujer por permanecer unidos, un fugitivo chaleur y el anhelo de tener un hogar no son mejores garantías de éxito que el azulado fogonazo de un rayo divino. Para mí, el matrimonio ha resultado ser, como la mayoría de las restantes empresas desastrosas de mi vida, poco más que una especie de protección contra una posible escasez de material sobre el que escribir en épocas venideras.