Entré en mi estudio y me encontré a James Leer dormido en el largo sofá verde, metido en un saco de dormir con la cremallera abierta, tapado hasta la barbilla. Era un saco pasado de moda, con un estampado con patos, cazadores y perros, que había pertenecido al padre de Emily. Lo distinguí porque la lámpara del escritorio estaba encendida. Supuse que Hannah la había dejado así por si James se despertaba en mitad de la noche sin saber dónde estaba. Su cabeza reposaba en la punta del sofá más próxima a la mesa, pero Hannah había girado la lámpara de manera que la luz no le diese directamente en los ojos. Me pregunté si me estaría esperando en el sótano, acostada en su estrecha cama, bajo un retrato de Georgia O'Keeffe realizado por Stieglitz, apoyada sobre un codo, esperanzadamente atenta a los delatores crujidos del techo. Durante un instante me imaginé bajando a verla. Después eché un vistazo a mi escritorio. Descubrí que Hannah había girado la lámpara de manera que iluminaba directamente el compacto bloque blanco de diez kilos, la alta pila, la impenetrable torre que formaba el manuscrito de Chicos prodigiosos. De pronto me sentí muy fatigado. Dejé la mochila de James en el suelo, junto al sofá, y apagué la luz. En un último y absurdo acceso de esperanza, crucé el vestíbulo y fui hasta la habitación de invitados para comprobar si Terry Crabtree estaba allí. Acto seguido arrastré mi cuerpo escaleras arriba y me metí en la primera habitación vacía que encontré.
Cuando me desperté el sábado por la mañana en nuestra gran cama estilo imperio, el cielo todavía estaba oscuro y se velan las estrellas. Faltaba un poco para las seis. El tobillo me seguía doliendo, ahora de manera más sorda y febril. El improvisado vendaje se había deshecho, y en las sábanas se veía una mancha de sangre seca que parecía el mapa del Japón. Permanecí echado un momento, durante el cual traté de controlar los desordenados movimientos cansados en mi estómago por la resaca y me agarré al colchón y a los restos del naufragio de lo que acababa de soñar. Había olvidado la mayor parte de los detalles, pero todavía podía recordar su tema centraclass="underline" el oscuro, misterioso y atrayente reino oculto entre los muslos de Hannah Green. Gemí, hice rechinar los dientes y respiré profundamente como en un ejercicio de yoga. Tras unos desesperados minutos, abandoné y corrí, desnudo y con la vista nublada, al lavabo para vomitar.
Hacía mucho de mi última resaca alcohólica, y me percaté de que habla perdido soltura: en lugar de someterme tranquilamente, luchaba contra ella, y después de la vomitona me quedé tendido durante un rato en el suelo junto al retrete, como un adolescente avergonzado, sintiéndome inútil y solo. Me levanté. Me puse las gafas, los mocasines y mi albornoz favorito, lo cual me hizo sentirme un poco mejor. Como la mayoría de las prendas por las que sentía especial debilidad, aquel albornoz había pertenecido a otra persona antes que a mí. Lo había encontrado hacía varios años colgado en el armario del piso superior de una casa junto a la playa en Gearhart, Oregon, que Eva B. y yo alquilamos un verano a una familia de Portland que se apellidaba Knopflmacher. Era una prenda enorme, de felpa blanca, con los codos gastados y bordados de color rosa y rojo en forma de geranios en los bolsillos. Estaba convencido de que había sido de la señora Knopflmacher. Desde entonces me era imposible escribir sin llevarlo puesto. Para mi satisfacción, encontré en uno de los bolsillos medio canuto y una caja de cerillas. Fui hasta la ventana del dormitorio que miraba hacia el este y, mientras me fumaba el porro hasta la última partícula de ceniza, contemplé el cielo a la espera de la primera luz del alba.
Pasados algunos minutos, me sentí mucho mejor, así que bajé a recoger el periódico. Al salir al porche, vi las elegantes aletas del Galaxie, que asomaban detrás del seto que separaba el camino de acceso de la casa. Así que Crabtree había sido capaz de encontrar el camino de regreso y estaba allí sano y salvo. Oí sus ronquidos, provenientes de la habitación de invitados. Crabtree tenía el tabique desviado, pero le aterraba la idea de pasar por el quirófano para solucionar el problema; su leonino ronquido era famoso. Alcanzaba una intensidad capaz de hacer vibrar el vaso de agua sobre la mesilla de noche, de arruinar sus relaciones amorosas, de provocar violentos enfrentamientos con los vecinos en moteles baratos. Alcanzaba una intensidad capaz de destruir bacterias y disolver la mugre acumulada durante siglos sobre la fachada de una catedral. Cuando volví a entrar en casa -el periódico todavía no había llegado-, seguí los ronquidos desde el recibidor hasta la habitación de Crabtree y permanecí unos instantes con el oído pegado a la puerta, escuchando el trabajo de sus pulmones. Después fui a la cocina y preparé café.
Mientras se hacía, me bebí un gran vaso de zumo de naranja, al que añadí dos cucharadas de miel, confiando en que una subida del nivel de azúcar en la sangre, junto con una dosis masiva de cafeína, eliminara los últimos síntomas de mi resaca. Marihuana contra las náuseas y la flojedad, vitamina C para aumentar las defensas, azúcar para reactivar la circulación, cafeína para despejar la bruma moral; estaba empezando a recordar los hábitos del alcohólico y del que vive desordenadamente. Cuando el café estuvo listo, lo vertí en un termo y me lo llevé a mi estudio, en la parte trasera de la casa. James Leer seguía echado en el sofá, vuelto de costado, con la cabeza sobre sus manos unidas como si rezase, igual que alguien que fingiese dormir. El saco se había escurrido parcialmente hasta el suelo y pude ver que se había acostado desnudo. El traje, la camisa y la corbata estaban sobre el reposapiés de mi viejo sillón Eames, y coronaban la pila de ropa unos calzoncillos blancos pulcramente doblados. Me pregunté si lo habría desnudado Hannah o habría sido capaz de hacerlo por sí mismo. Tenía el aspecto encogido de toda persona alta al dormir; hecho un ovillo, sus rodillas, codos y muñecas parecían demasiado grandes. Su piel era pálida y pecosa. Apenas tenía vello, y su pequeña picha circuncidada era casi tan blanquecina como el resto del cuerpo. Blanca como la de un niño, pensé, y se me ocurrió que tal vez, con el paso del tiempo, los genitales de una persona emergieran de los burbujeantes cálices del amor manchados para siempre, como las manos de un tintorero. Sentí lástima de James cuando vi su pene. Con suma delicadeza, cubrí su cuerpo con el saco de dormir.
– Gracias -dijo, sin despertarse.
– De nada -respondí, y llevé el termo de café a mi escritorio.
Eran las seis y cuarto. Empecé a trabajar. Tenía que dar con un final para Chicos prodigiosos antes del día siguiente por la tarde, por si al final decidía permitir que Crabtree le echase un vistazo. Bebí un sorbo de café y me di una palmadita de ánimo en la mejilla izquierda. Por enésima vez consulté la sinopsis argumentaclass="underline" nueve páginas a un espacio, muy sobadas y con manchas de café, que había redactado una ufana mañana de abril cinco años atrás. Leí más o menos hasta la mitad de la cuarta página; quedaban otras cinco, en las que se sucedían un envenenamiento accidental, un accidente automovilístico, el incendio de una casa, los nacimientos de tres niños, la aparición de un caballo de trote prodigioso llamado Infiel, un robo, un arresto, un juicio y una ejecución en la silla eléctrica, una boda, dos funerales, una huida a campo traviesa, dos bailes, una seducción en un refugio antiatómico, una cacería de ciervos y otra docena de escenas que todavía tenía que escribir, según las pulcras notas de la maldita sinopsis. En ellas se trazaban los destinos de nueve personajes principales que durante el último mes había intentado comprimir en una cincuentena de extrañas páginas de prosa tensa y brillante. Releí con desdén las autocomplacientes y pomposas anotaciones que había escrito por aquel entonces: «Tómate tu tiempo, esta escena tiene que resultar muy, pero que muy buena», y la peor de todas: «Este pasaje debe poder leerse como una inacabable autopista lingüística de cinco mil kilómetros.» ¡Cómo detestaba al gilipollas que había escrito eso!