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Una vez más, y con la satisfacción habitual, acaricié la idea de echarlo todo a rodar. Si me quitaba de encima aquel abultado monstruo, podría acometer El domador de serpientes, o la historia del astronauta fracasado que vive su decadencia en Disney World, o la de los dos equipos de béisbol condenados a un funesto destino, el azul y el gris, que juegan un partido la víspera de Chancelorsville, [12] o El rey de los nadadores en estilo libre, o cualquiera de la restante docena de novelas imaginarias que me habían revoloteado por la cabeza como colibríes mientras me esforzaba en limpiar el criadero de avestruces en que se había convertido Chicos prodigiosos, sacando paladas y más paladas de porquería. Y acto seguido me dejé llevar por la también recurrente, aunque no tan placentera, idea de contarle todo eso a Crabtree, de confesarle que necesitaría varios años más para acabar Chicos prodigiosos y esperar su clemencia. Entonces recordé a Joe Fahey y, como siempre sucedía, metí una hoja en blanco en la máquina de escribir.

Trabajé cuatro horas, tecleando sin parar, pendido del delgado hilo que me unía a la húmeda y malsana cavidad infestada de gusanos que contenía un final que ya había intentado utilizar en tres ocasiones. Este final me obligaría a volver sobre las dos mil páginas precedentes para minimizar la presencia de uno de los personajes principales y eliminar completamente a otro, pero pensé que, de los cinco finales fallidos que había ensayado durante el último mes, probablemente era el más logrado. Mientras trabajaba, me contaba mentiras. Los escritores, a diferencia de la mayoría de la gente, cuentan sus mejores mentiras cuando están solos. Este final, me dije, es perfecto; de hecho, era el final hacia el que la novela se deslizaba de manera natural. La visita de Crabtree, bien mirado, era una especie de accidente creativo, un regalo divino, un martillo que abría todas las ventanas que en mi imaginación permanecían cerradas. Acabaría la novela al día siguiente, se la entregaría a Crabtree y así salvaría las carreras de ambos.

De vez en cuando, levantaba los ojos de mi zumbante máquina eléctrica, con su olor a polvo recalentado y cables requemados -había intentado pasarme al ordenador, pero odiaba la manera como transformaba la escritura en una especie de dibujo animado que contemplabas cómodamente sentado- para mirar a James Leer, que se retorcía sumido en sus para mí inimaginables sueños.

El ruido del tecleo no lo despertaba, o al menos no le molestaba lo suficiente para hacerle levantarse del sofá y trasladarse a una zona más silenciosa de la casa.

Entonces, mientras metía a la familia Wonder en un bimotor Piper que, de camino al funeral rockero de Lowell Wonder en Nueva York, se daría de morros con el impasible monte Weathertop -ésa era la clase de mierda de avestruz que tenía que limpiar a paladas-, oí un susurro, como de pompas de jabón al estallar, y ante mis ojos aparecieron cientos de estrellitas.

– James! -grité.

Cogí el manuscrito de Chicos prodigiosos como si me agarrase a una balaustrada para no caer de bruces por un infinito tramo de escaleras. Cuando a los pocos segundos recobré el conocimiento, estaba echado en el suelo y James Leer me contemplaba con el ceño fruncido, envuelto en el saco de dormir como un indio de una película de serie B en una piel de búfalo.

– Estoy bien -dije-. Sólo he perdido el equilibrio.

– Te he estirado en el suelo -comentó James-. Temía que… no sé, que te tragases la lengua, o algo por el estilo. ¿Todavía estás borracho?

Me incorporé y me apoyé en el codo mientras contemplaba cómo el último meteorito amarillento pasaba sobre mi cráneo.

– ¡Claro que no! -protesté.

James Leer asintió. De pronto tembló un poco y tiró del saco de dormir para colocárselo mejor sobre los hombros. Dio un paso atrás que abruptamente se transformó en una torpe flexión y recuperó el equilibrio apoyándose contra el respaldo de mi sillón.

– Pues yo sí -admitió. En la sala empezó a sonar el teléfono. Era un modelo nuevo, con todas las prestaciones modernas (indicador de llamadas en espera, selector de mensajes grabados y demás), y aquel sonido no era exactamente un timbrazo, sino más bien una alarma, como la de un Porsche que intentaran robar en mitad de la noche-. ¿Quieres que conteste?

– Sí, gracias -dije, y con cuidado volví a apoyar la cabeza en el suelo. Estaba seguro de que era Sara, que llamaba para decir que no sólo su perro había desaparecido sino que además a Walter le habían robado una chaqueta negra de satén valorada en veinticinco mil dólares. Cerré los ojos, todavía bajo los efectos del ligero centelleo de fuegos artificiales visuales, y me pregunté si no tendría algún inquilino diabólico en el cerebro, una maligna araña que abría sus largas patas negras como varillas de un paraguas. Me pregunté cómo reaccionaría si mi médico me diagnosticase alguna enfermedad terrible que me enviaría al otro barrio en poco tiempo. ¿Me desentendería de mi trabajo para concentrarme en escribir mi nombre en el agua, ligando con travestís en los aviones, seduciendo a ambiguos muchachos vírgenes, recorriendo Pittsburgh en un convertible prestado a las cuatro de la mañana, buscando líos? Durante unos instantes me complació la idea de pensar que sí, pero inmediatamente comprendí que, con la muerte en mis entrañas, mi único deseo sería aovillarme en mi sofá con medio kilo de buena hierba afgana y dedicarme a liar un canuto tras otro mientras miraba en la tele la reposición de Los casos de Rockford, hasta que la chica del kimono negro viniese a buscarme.

– Es un tal Irv -me anunció James Leer con una sonrisa torcida, tras asomar la cabeza en el estudio. Supuse que todavía estaba lo suficientemente borracho para no tener resaca ni sentirse torpe y disperso-. Le he dicho que tendría que esperar un momento.

– Gracias -dije. Le tendí la mano y me ayudó a levantarme-. ¿Por qué no desayunas un poco? En el termo hay café.

Asintió, un poco ausente, como un chaval que no hace caso de los consejos de su madre, y se sentó en el sofá.

– Quizá dentro de un momento -dijo. Giró la cabeza hacia la estantería de la esquina, sobre la que había un pequeño televisor con vídeo incorporado-. ¿Funciona?

– Oh, sí -dije. Me resultaba un poco embarazoso tener un televisor en el estudio, aunque nunca lo miraba cuando se suponía que estaba trabajando-. Lo uso para ver partidos cuando Emily está trabajando o durmiendo.

– ¿Qué películas tienes?

– ¿Películas? No muchas. No soy cinéfilo, James. -Señalé el escaso surtido de vídeos apilados junto al televisor-. Creo que todavía tengo Nueve semanas y media por ahí. La grabé de una cadena por cable.

James hizo una mueca y refunfuñó:

– ¡Nueve semanas y media! ¡Dios mío!

– Lo siento -me disculpé. Me dirigí hacia el teléfono anudándome el cinturón de mi albornoz favorito.

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[12] Importante batalla que se libró en 1863, durante la guerra de Secesión, en esta ciudad de Virginia y se saldó con la victoria de las tropas confederadas. (N. del T.)