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– Por supuesto -dije, y me planté en medio de la puerta para bloquear la entrada-. ¿Qué se le ofrece?

– Anoche hubo un robo en casa de los Gaskell.

– Ajá.

– Son amigos suyos.

– Buenos amigos -le confirmé.

– Bueno, pues tengo entendido que hubo una especie de fiesta en su casa ayer noche. Y que usted fue uno de los últimos en marcharse.

– Creo que sí.

– Vale, muy bien. -El agente Pupcik parecía satisfecho de sí mismo. Las cosas empezaban a encajar-. ¿Y vio algo sospechoso? ¿Alguien merodeando, alguna cosa que le llamase la atención?

– Creo que no. -Miré hacia el cielo y me mordisqueé el labio. Quería evidenciar ante mi interlocutor que estaba meditando-. Definitivamente, no.

El agente Pupcik frunció el entrecejo, decepcionado.

– ¡Oh! -musitó.

– ¿Qué se han llevado?

– ¿Qué…? Oh, alguna pieza de la colección del doctor Gaskell.

– ¡Oh, no!

– Sí. ¡Maldita sea! -exclamó, saliéndose del guión-. Ese hombre tiene un material de primera. -Me mostré de acuerdo con él-. Quienquiera que lo hiciese sabía la combinación. -Se encogió de hombros-. Y, además, el perro ha desaparecido.

– Es realmente extraño.

– Sí que lo es. Pensamos que debió de dejarle salir de la casa. El ladrón, quiero decir. Es ciego y creemos que debe de haber vagado por las calles y tal vez lo haya atropellado un coche.

– ¿Al ladrón?

– No, al perro.

– Estaba bromeando -le aclaré.

Asintió, ladeó la cabeza y me lanzó una penetrante mirada de defensor del orden, como percatándose de que había estado aplicando conmigo la lección equivocada. Yo formaba parte del capítulo «Cómo tratar a los gilipollas».

– Bueno -dije-. Espero que los encuentren. A ambos. Buena suerte.

– Bien, gracias. -El agente Pupcik simuló una sonrisa-. Eso es todo. No le molesto más.

– Si me viene algo a la cabeza…

– Sí, exacto. Si recuerda algo, llámenos. A este número. -Metió la mano en el bolsillo de su camisa y me tendió una tarjeta. Empezó a volverse, pero se detuvo y me miró de nuevo-. Oh, por cierto, ese chico, Leer, James Leer.

– Es uno de mis alumnos.

– Eso tenía entendido. ¿No sabrá usted por casualidad cómo podría ponerme en contacto con él?

– Creo que vive con su tía, en Mount Lebanon -le expliqué-. Debo de tener su número de teléfono en mi despacho del campus. Si lo necesita…

Me miró atentamente durante unos segundos, tirando del lóbulo de su oreja derecha como intentando escuchar de nuevo todo lo que acababa de decirle.

– No hace falta -dijo por fin-. Puedo esperar hasta el lunes.

– Como usted diga.

Bajó por las escaleras del porche y se encaminó hacia su automóvil.

– Bonito coche -dijo señalando el Galaxie aparcado en el camino. En su rostro apareció una extraña mueca, como de dolor, al mirar en esa dirección, y acto seguido meneó su enorme y angulosa cabeza-. Pobrecillo.

No tenía ni idea de qué estaba hablando. Era como si acabara de descubrir el cadáver de Doctor Dee en el maletero atravesando la plancha de acero con la mirada.

– Ajá -dije, y cerré la puerta-. Lo que usted diga.

Volví a la sala y observé a James. De pronto, se escuchó la música de un acordeón, procedente de la otra punta de la casa, y, acto seguido, una serie de ruidos, toses y reniegos de Crabtree en busca de su primer cigarrillo matutino. Súbitamente me vino a la cabeza la imagen de Irv Warshaw junto al teléfono en el recibidor de su casa de campo, pasando revista desesperadamente a todas las prestaciones de su reloj, y sentí un intenso anhelo de abrazarlo, aplastar su áspera mejilla contra la mía, sentarme y compartir con él, con Emily y con los demás miembros de la familia Warshaw el pan de la aflicción. Ni ellos eran mi familia ni aquélla era mi fiesta, pero era huérfano y ateo, y me conformaba con cualquier cosa que se me ofreciera.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó James.

Volvió a sonar el absurdo timbrazo del teléfono. Me acerqué lentamente, cojeando, y lo descolgué.

– Soy yo -dijo Sara-. ¡Oh, Grady, me alegro de encontrarte! De repente, todo son desgracias.

– ¿Puedes esperar un momento, cariño? -le pedí. Colgué, fui a mi estudio y apagué el televisor.

– ¿Qué te parece si nos largamos? -le propuse a James Leer.

Le presté una camisa de franela y unos tejanos, y me puse mis viejas camperas. Saqué mi chaleco de pesca del fondo del armario; en uno de sus nueve bolsillos había un poco de hierba que me fumé con gran satisfacción. Después metí en una bolsa de tela de la compra un termo lleno de café, una botella de Coca-Cola, un paquete de pasas, cuatro huevos duros, un plátano y media pizza pepperoni envuelta en papel de aluminio que encontré al fondo del frigorífico. Decidí meter también un paquete de salchichas de frankfurt, supongo que por si nuestra expedición incluía algún fuego de campamento, un bote de pimientos picantes y una banderilla envuelta en papel parafinado que le debía de haber sobrado a Emily de alguna bolsa de comida preparada. Metí en los bolsillos del chaleco varios bolígrafos, papel de liar, un encendedor, un cuaderno de papel pautado, una navaja del ejército suizo, mapas de Idaho y de México del Automóvil Club y otros objetos potencialmente útiles que encontré en el cajón junto al teléfono de la cocina. Y del armario del vestíbulo tomé una vieja manta india y una linterna. Volvía a estar sumergido en el familiar estado producido por la marihuana, a medio camino entre la felicidad absoluta y el miedo cerval, y el corazón me latía con fuerza. Tenía la impresión de que James y yo partíamos a la pesca del salmón en algún centelleante río de Idaho, o de que nos largábamos a Tampico con la poli en los talones.

– Hasta luego -dije al abandonar mi desordenada casa en manos de los espíritus que la habitaban.

Prácticamente no había dejado de llover desde febrero, pero el día del erev pesach brillaba por fin el sol. El cielo era de un azul tan intenso, que sentía que repiqueteaba en mis oídos como una campana. Del césped y de los largos macizos de flores, todavía tristones, que rodeaban el camino de acceso emergía un ligero vapor. Las camelias lucían abultados capullos rosas, perlados de gotas de lluvia. Me pareció percibir un temprano indicio de ese agridulce olor a gas que invade Pittsburgh en verano, un olor a un tiempo industrial y primitivo, mezcla de agua de río y dióxido de sulfuro, de neumático quemado y piel de zorro. Palpé la navaja del ejército suizo que llevaba en el bolsillo y contemplé la mañana con un temblor de entusiasmo, producto de la cafeína, que me recorrió la espina dorsal y me llegó hasta la punta de los dedos. Bajamos por el camino de acceso y al llegar junto a mi coche descubrí una especie de cráter en el capó, un desmesurado asterisco formado por pliegues y arrugas. ¡Pobrecillo!

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó James, y pasó el dedo por el irregular reborde de la abolladura. Una larga escama de pintura desprendida se le enredó en el dedo como si de un pedazo de cinta verde se tratase-. ¡Oh, vaya!

– ¡Mierda! -dije-. ¡No me lo puedo creer!

Lo había olvidado por completo. Cerré los ojos. Apareció una sombra danzando en el haz de luz moteado por la lluvia, dio un brinco y se precipitó hacia el parabrisas. Se oyó un rumor sordo, como de timbales.

– Aterrizó de culo -dijo James.

– Exacto -le confirmé-. ¿Cómo lo sabes?

James Leer me miró y volvió a contemplar el capó del Galaxie.

– La abolladura tiene forma de culo -dijo, se encogió de hombros y metió su mochila en el coche.

Al hacer marcha atrás, faltó poco para que me cargase definitivamente el Galaxie de Happy Blackmore. Al salir de casa me había percatado de la presencia de una furgoneta de reparto blanca que avanzaba lentamente por la calle Denniston mientras su conductor iba comprobando la numeración de las casas, pero no me molesté en volver a mirar antes de descender hacia la calle al menos a treinta por hora; al hacer marcha atrás debía apretar el acelerador, porque si no el coche tenía tendencia a calarse. En el último segundo vi en el retrovisor una mancha blanca, el dibujo de un par de boxeadores y el letrero. Pisé el freno. El conductor de la camioneta frenó en seco y después arrancó bruscamente.