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– ¡Dios mío! -dije-. El día empieza bien.

– ¿Por qué no bajas la capota? -sugirió James-. Quizá verías mejor.

Ruborizado, seguí su consejo.

– Siempre me olvido de que se puede bajar -me excusé.

Al salir de la ciudad paramos en el supermercado Giant Eagle, en Murray, y James, después de husmear entre mis provisiones, compró un par de litros de zumo de naranja, un paquete de donuts con azúcar candi y un ejemplar del Entertainment Weekly que incluía un artículo sobre la familia Fonda y cuya portada ocupaba una gran fotografía del apuesto Henry en una escena de una película que James identificó sin pestañear como Corazones indomables.

– Era un dios -sentenció con solemnidad mientras me mostraba la revista.

– No estaba mal -dije.

En la sección de floristería compré una docena de rosas y, con sumo cuidado, envolví los tallos en toallitas de papel humedecidas que tomé de los lavabos para que no se marchitasen durante el viaje. En la pared del lavabo de caballeros había una máquina expendedora de condones; eché cincuenta centavos y elegí un modelo llamado Luv-O-Pus que prometía envolver a mi pareja en ondulantes tentáculos de placer. Al llegar a la caja tuvimos que hacer una larga cola, y, para pasar el rato, se me ocurrió enseñarle a James el Luv-O-Pus, pero finalmente decidí no hacerlo; temí que un artículo de esa clase pudiera asustarlo. Mientras esperábamos para pagar, se bebió toda la botella de zumo de naranja. Al tragar, su ostentosa nuez subía y bajaba rítmicamente.

– Estaba sediento -dijo después de secarse la boca con el dorso de la mano-. No sé lo que me pasa.

– ¡Joder, James, que tienes resaca! -le expliqué, riendo.

Reflexionó un instante y asintió.

– Te hace sentirte triste -comentó.

Mientras enfilábamos la calle Bigelow mantuve la vista apartada del arruinado capó del coche y traté de evitar pensar en los daños y en lo que éstos parecían expresar acerca del modo como conducía mi vida. Llevábamos la capota bajada y escuchaba el siseo de las ruedas sobre el asfalto, el golpeteo del viento contra el parabrisas y la música de Stan Getz que surgía débilmente de los altavoces y se perdía en el aire detrás de nosotros como una hilera de nacaradas pompas de jabón. Ante mí tenía el inamovible contorno de un culo, a modo de distintivo.

– Pensaba que íbamos a hablar con la rectora -dijo James, sin mucho entusiasmo, mientras nos alejábamos cada vez más de Point Breeze.

– A eso íbamos, en efecto -dije.

Eché un vistazo a las flores que había dejado sobre el asiento. Un gesto galante, pensé, era el primer recurso de quien se sabe culpable. ¿Qué me hacía pensar que Emily se alegraría de ver mi ojerosa cara y mi ramo de inodoras rosas de supermercado? En cualquier caso, ante el recordatorio de James, el tropel de sentimientos de culpabilidad que dan vueltas perpetuamente en el pecho de todo porrata se posaron de pronto sobre el tejado de la casa de Sara. ¿Estaba realmente colado por ella? ¿Iba a marcharme de la ciudad con el cadáver de su perro en el maletero?

– Bueno, sí, ¿sabes?, quizá no sea la mejor idea, James. Tal vez deberíamos dar media vuelta.

James no dijo nada. Estaba apoyado contra la portezuela, envuelto en su mugriento abrigo, con las rodillas levantadas, los hombros encogidos y dos litros de zumo de naranja moviéndose en sus tripas. Agarraba un todavía intacto donut cubierto de azúcar candi como si se tratase del único lastre que lo mantenía clavado al asiento del coche y al globo terráqueo que había a nuestros pies. Estaba hecho un desastre. Cada vez que pasábamos por un bache la cabeza se le movía como la aguja de un sensor. Yo seguía bajando por Bigelow, pero iba reduciendo la velocidad a medida que nos aproximábamos a la carretera, pensando alternativamente en Sara y en Emily y sus padres, hasta que llegué a un punto de indecisión absoluta o colapso, y me encontré ante un semáforo en rojo.

– ¡Míralos! -dijo James-. ¡Parecen clonados!

Los miembros de una joven y agraciada familia cruzaban la calle por delante del coche: unos esbeltos y rubios padres con ropa caqui y a cuadros, rodeados de un disciplinado séquito de guapos y rubios hijos clónicos. Dos de los niños llevaban relucientes bolsas con peces de colores. El sol iluminaba las puntas de sus lacios cabellos. Iban todos cogidos de las manos. Parecían un anuncio de alguna marca de laxante suave o de los adventistas del séptimo día. La madre llevaba en brazos un bebé rubito y el padre fumaba una pipa de brezo. Al pasar ante nosotros, todos echaron un vistazo al cráter del capó y después nos miraron a James y a mí con infinita lástima.

– El semáforo está verde -dijo James.

Yo estaba contemplando al bebé. Tenía la cara aplastada contra el seno izquierdo de su madre y agitaba las manos con un gesto grandilocuente. Doblaba y estiraba los deditos de una manera extraña, como si se tratase de los expresivos dedos de un bodhisattva de piedra. Por un instante me pareció sentir su peso en forma de un dolor en la cara interior de mi codo.

– Ya podemos seguir, profesor.

El tipo del coche que teníamos detrás empezó a dar bocinazos. Cuando la familia subió a la acera, antes de que desapareciera de nuestra vista, vislumbré el rostro del bebé por encima del hombro de su madre. Tenía una sonrisa extrañamente perversa -como si se le hubiera paralizado el músculo de la mejilla- y un pequeño parche negro en el ojo izquierdo. Eso me gustó. Me pregunté cómo reaccionaría si tuviese un bebé con aire de pirata.

– ¿Profesor?

Di media vuelta en el cruce y fuimos de nuevo en dirección a Point Breeze.

Al llegar a casa de los Gaskell eché un vistazo a James. El viento le había tirado el engominado cabello hacia atrás y el flequillo hacia arriba, lo cual le daba un aire de personaje de dibujos animados que acaba de recibir una noticia impactante. Vi que pestañeaba. El donut le resbaló de los dedos. Su sorprendida cabeza se inclinó hacia atrás y quedó apoyada entre el reposacabezas y la ventanilla. Pensé que simulaba haber quedado inconsciente para evitar tener que dar la cara ante la rectora Gaskell, pero no podía afearle su actitud. Después de todo, le había prometido -aunque tenía mis dudas acerca de que me hubiese creído- que me encargaría de todo.

– Muy bien -le dije mientras salía del coche-. Espera aquí.

No hubo respuesta cuando golpeé con los nudillos en la puerta principal, así que probé a girar la manija. Estaba abierta.

– ¿Sara? -Entré-. ¿Walter?

En la cocina había café caliente. Encima de la mesa vi el bolso de Sara, un paquete de Merits y una edición de bolsillo de una de las novelas de Q., abierta, encima de un encendedor Bic rosa. Sara estaba en casa, estupendo. Volví al recibidor y subí por las escaleras.

– ¿Sara? ¡Soy Grady! ¿Hola?

Temiendo que en cualquier momento un enfurecido Walter Gaskell saliese de algún rincón oscuro y saltase sobre mí balanceando uno de los viejos bates de béisbol del gran Joe DiMaggio, asomé la cabeza en el estudio de Sara, en el cuarto de invitados y en las restantes habitaciones del piso superior, y finalmente fui hasta la puerta del dormitorio principal, en el que hacía muy poco había hecho una imprudente incursión que desaconsejaba volver a visitarlo tan pronto. La puerta estaba entreabierta y, un poco asustado, le di un suave puntapié. Se abrió con un delator crujido.