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– ¿Sara?

La cama estaba enterrada bajo un manto de nieve virgen formado por la colcha de plumón y las sábanas. En la mesilla de noche un reloj hacía tictac. Sobre la alfombra había dos pares de zapatillas alineadas, unas a cuadros, las otras azul lavanda. La puerta forrada de corcho del armario mágico de Walter, abierta de par en par, mostraba que estaba completamente vacío; sin duda, la colección había sido trasladada a un lugar más seguro. Evitando mirar hacia el lugar donde Doctor Dee se había encontrado con su destino, contuve la respiración y con un pequeño salto, como si estuviese pasando por encima del cadáver de un husky, entré en el dormitorio. Un par de amplios ventanales daban al camino de acceso a la casa, y desde allí podía ver a James Leer en el Galaxie, con la cabeza inclinada hacia un lado, los ojos cerrados y la boca entreabierta. Parecía realmente dormido. Atravesé la habitación y fui hasta las ventanas de la pared opuesta para echar un vistazo al jardín trasero, al pequeño huerto de Sara, situado detrás de los semienterrados raíles del trenecito, sobre los cuales la noche pasada James había aplastado el cañón de la pistola contra su sien, y, todavía más lejos, al hermoso invernadero importado de Francia hacia tres años. Al cabo de un rato distinguí una sombra que se agachaba y se reincorporaba detrás de los empañados paneles de cristal.

Al salir del dormitorio, aguanté la respiración y eché un vistazo a la alfombra junto a la puerta. Había un pequeño agujero redondo con el borde quemado, como si alguien hubiese tirado una colilla, y, a su alrededor, varias manchas parduscas semejantes a gotas de salsa sobre una camisa. Parte del agujero y, sin duda, varias de las manchas de salsa habían sido recortados de la alfombra beréber dejando a la vista un triángulo isósceles del suelo verde claro que había debajo. Toqué una de las oscuras manchas con la puntera del zapato y bajé al jardín para saludar a Sara y adelantarle lo que el técnico del laboratorio de la policía le iba a decir.

El huerto de Sara era bastante pequeño, de unos diez por cinco metros, aproximadamente, y estaba rodeado por una valla baja de estacas blancas y tela metálica. Había ocho o nueve cuadros repletos de un rico humus negro, separados por irregulares hileras de ladrillos semihundidos en la tierra. Entre los cuadros había caminitos empedrados con ladrillos dispuestos en forma de espiga sobre un lecho de grava fina. Un tío de Sara, uno de los hermanos de su padre, había recogido los ladrillos tras la demolición de Forbes Field. Los cuadros se habían desbrozado y arado en otoño. Las parras que crecían junto a las altas espalderas tenían un aspecto raquítico, los aspersores estaban protegidos con plástico para evitar que se helasen y los rosales que crecían a ambos lados del caminito central habían sido podados a conciencia. Del manzano todavía colgaban unas pocas manzanas secas, y me pareció ver en una esquina los restos ennegrecidos de una calabaza. Aunque sabía que Sara ya había plantado varias cosas aquella primavera, el huerto tenía un aspecto vacío y muerto.

Avancé por el caminito de ladrillos hacia el invernadero, tragando saliva, aclarándome la garganta y con el corazón palpitándome con fuerza contra el esternón. Tenía la certeza de que cuando saliese del invernadero, después de decirle a Sara lo que había ido a contarle, no volvería a poner los pies allí. El invernadero era un pequeño palacio de cristal, de cinco o seis metros de altura y moteado de rocío. Tenía forma de cruz griega y en el centro se alzaba un tejado en punta, a cuatro aguas, como la aguja de un campanario de cristal. El armazón era de metal y madera, pintado de verde oscuro. Las cristaleras estaban empañadas, pero podía distinguir una docena de sombras verdosas en el interior.

Golpeé suavemente la puerta, que vibró.

– ¿Sara? Soy Grady.

Le oí decir algo que al cabo de unos instantes identifiqué como una lacónica invitación a entrar.

Así lo hice, acompañado por una corriente de aire frío, como si el invernadero me aspirase. El suelo era de grava, que crujía y retumbaba hasta el alto techo de cristal a cada paso que daba. El ambiente era tan cálido que enseguida empecé a sudar, y estaba tan cargado de olores que resultaba casi hediondo. Distinguí los de la tierra abonada, las fresias, la albahaca, el agua de lluvia, la madera podrida, las mangueras, el musgo e incluso cierto tufillo a cloro semejante al de las piscinas cubiertas. Un millar de plantas se extendían por las cuatro secciones del invernadero, colocadas sobre tarimas bajas, en ordenadas hileras que combinaban las más diversas variedades, desde cactos y diminutas rosas en macetas hasta cajas llenas de minúsculas semillas o enormes gardenias en una urna mexicana. Al fondo había varias luces de neón que lanzaban su amplio espectro de rayos sobre diversas macetas con zinnias, alisos, flox y un cajón con una planta de guisantes de olor que Sara había colocado de forma que trepase por los parteluces de una puertaventana sin cristales rescatada de algún contenedor de basuras. En el centro del invernadero había una palmera de unos dos metros de alto plantada en una maceta de terracota del tamaño de un Volkswagen Escarabajo y junto a ella un deteriorado sofá púrpura coronado por un racimo de uvas esculpido en el respaldo.

– ¡No me puedo creer que colgaras y me dejaras con la palabra en la boca, cabrón!

Sara se acercó desde la zona de los cactos, con aspecto de no estar totalmente descontenta de verme. Llevaba unas botas de jardinero enormes, negras como estufas de carbón, desgastadas y sucias, con puntera reforzada, ideales para dar buenas patadas en el culo, y un viejo sobretodo de cuero raído, de una tonalidad indeterminada, entre el verde oliva y el ante. Estaba arrugado, estropeado y lleno de manchas de barro; tenía las presillas para el cinturón, pero de éste no había ni rastro, y el cuello de piel parecía cariñosamente mordisqueado por un perro. Sara lo había heredado de su padre. De uno de los bolsillos asomaba un grueso libro en rústica, supongo que por si de repente sentía ganas de leer. Bajo el sobretodo llevaba un mono azul. Recogía su cabello con un pañuelo a cuadros negros y verdes, y mientras se me acercaba se quitó unos guantes de tela.

– Oh, vaya -dije-. Te has quitado los guantes.

– Te odio -dijo, y me rodeó con sus brazos.

– Y yo a ti.

Permanecimos abrazados un rato, escuchando el cansino zumbido de los ventiladores, el tictac de los calefactores y la incesante respiración de las plantas.

– ¿Y Walter? -pregunté.

– Está allí -respondió, e hizo un vago gesto con la cabeza en dirección al campus-. Pero tiene la moral por los suelos. Ayer noche entraron a robarnos, Grady. Se llevaron su chaqueta, la de Marilyn. Y Dee ha desaparecido.

– Eso he oído.

Dio un paso atrás.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Oh. -Bajé las manos y las mantuve pegadas a los muslos, vacías y fláccidas-. Esta mañana me ha hecho una visita un agente de policía.

– ¿Confesaste?

Forcé una carcajada.

– En efecto -dije-. Por eso he venido a verte.

– ¿Para confesar? -Me arreó un moderado golpe en pleno estómago y se sentó en el sofá púrpura. Me dejé caer pesadamente junto a ella-. Grady, chico malo. -Me abofeteó suavemente en ambas mejillas con los guantes. Chico malo. Grady-. Tus huellas dactilares han aparecido por todas partes.

– ¿Sí? -Se me hizo un nudo en la garganta-. Se han dado prisa.

– Estoy bromeando. ¡Eh!, es una broma.

– Ah -dije.

– ¿No crees que estoy bromeando, Grady?

– Sí, por supuesto.

– ¿Adónde se supone que vas? -me preguntó, tras repasarme de arriba abajo-. Parece que vayas de camping.

– Voy a Kinship.

– ¿A Kinship? ¿A ver a Emily? -Metió la mano en el bolsillo del pecho de su mono para buscar un cigarrillo, pero la sacó vacía y la bajó hasta el regazo. Se había prohibido fumar en el invernadero-. ¿Por qué? ¿Te ha llamado?