– Su padre.
– Su padre.
– Me ha invitado a su seder. Hoy es la primera noche de la pascua judía.
– En efecto. Ya veo.
– Sara.
– Está bien. No, de verdad, es un bonito detalle. Debes ir.
– Cariño…
– No, hablo en serio. Son tu familia. Son como una familia para ti. Me lo has comentado muchas veces.
– No se trata de eso -dije-. Quiero decir que no… uh… todavía no he decidido nada. No voy allí para… ya sabes, reconciliarme con Emily.
– ¿No?
– No.
– ¿Vas allí para no reconciliarte con ella?
– Bueno…, sí, más o menos. No lo sé.
– Pues me gustaría que te aclarases, Grady.
– Lo sé.
– Ahora. Quiero que tomes una decisión. -Volvió a rebuscar de nuevo en el vacío bolsillo del pecho-. Lo siento, no pretendo presionarte, pero necesito saberlo. Si vas a pasar unos días con Emily y su familia, cosa que creo que deberías hacer y que me parece una decisión loable, quiero saberlo. Si tienes planeado ir a Kinship y contarle a Emily lo nuestro y lo del bebé, también quiero saberlo. Y si tienes planeado dejar a Emily por mí, aunque es evidente que no puedo aconsejarte que tomes esa decisión, porque puedes imaginarte todas las complicaciones que va a suponer para mí en último término, también quiero saberlo.
– Sí -dije.
– ¿Sí, qué? -preguntó Sara.
Me humedecí los labios y dije:
– Quiero seguir contigo.
No estaba nada seguro de que fuera realmente eso lo que quería ni de las consecuencias de semejante decisión, pero como acto seguido pretendía explicarle una historia sobre una matanza canina, un robo con abuso de confianza y el contenido del maletero de mi coche, pensé que era la mejor manera de empezar con buen pie.
– Sara…
– ¡Oh, Grady! -me interrumpió, y me besó. Caímos de lado y quedamos tumbados en el sofá púrpura. Me abrazó con fuerza-. Empecé a plantar el jardín en la misma época en que me enamoré de ti -comentó con voz cantarina, casi infantil, echada junto a mí-. Fue en abril. Aquí no había nada, sólo tierra sin cultivar y hierba seca. Y me encontraba en una situación similar. Hasta que un día vine al jardín a buscar una flor o alguna otra cosa para acompañar una nota que te quería hacer llegar.
Hizo una pausa, y me percaté de que esperaba que recordase algo. Me dio un impaciente golpecito en el hombro.
– ¡Sólo había plantas de azafrán! -recordé.
– Salí al jardín y había azafrán por todas partes. Todavía no sé de dónde salió o quién lo plantó. Te pedí que me acompañases con el coche a esa tienda de alquiler de material de jardinería en South Side. Fue nuestra segunda cita.
– Era el primer día de la temporada de béisbol.
– Te encantó que me dedicase al jardín porque te dejé escuchar el partido. Alquilé el motocultor y aré todo el jardín. Y después me trajeron el estiércol de caballo. La tierra humeó durante una semana. Después coloqué la valla, preparé los cuadros y planté espinacas, brócoli y judías.
– Lo recuerdo -dije.
– ¿Vas a hablarle a Emily de nosotros? -dijo con la misma voz soñadora. Me cogió la mano derecha y la colocó sobre la suave colina de su vientre-. ¿De esto?
Estaba tendido junto a ella, contemplando la maraña de hierros entretejidos del techo. Me di cuenta de que Sara se había ido aproximando cada vez más a la estruendosa y brumosa catarata de la maternidad, sintiéndose sola y a la deriva en una frágil canoa, pero que ahora estaba segura de que me encontraba justo detrás de ella, en la popa, remando como un loco. Traté de aclarar mis sentimientos al respecto, una actividad no muy diferente de buscar una rata muerta en los recovecos bajo el suelo de una casa. Me horrorizó descubrir, tras cinco años de exposición a los inestables isótopos de mi amor, la cantidad de esperanzas que Sara Gaskell seguía depositando en mí, la cantidad de fe que yo todavía podía hacer añicos. ¿Cómo decirle las cosas terribles que le tenía que decir? Tu perro está muerto. Tienes que abortar.
– Se lo comentaré a Emily -dije. Y unos instantes después aparté la mano de su vientre, la besé en la mejilla y me puse en pie de un salto-. Será mejor que me marche. He dejado a James Leer en el coche.
– ¿James Leer? ¿Y se puede saber qué hace en el coche? ¿Le pasa algo?
– Está perfectamente -respondí-. Está durmiendo una mona de campeonato, eso es todo. Le he dicho que tardaría sólo unos minutos. No sabía que…
– ¿Lo vas a llevar contigo? ¿A Kinship?
– En efecto -admití-. Me parece que no le interesa demasiado el festival literario, y creo que voy a agradecer su compañía.
– Sobre todo a la vuelta, ¿no? -dijo Sara.
– Sí, exacto -respondí.
Le di un beso de despedida y dejé que la corriente de aire me expulsara del invernadero.
Cuando llegué al coche, James entreabrió parsimoniosamente un ojo y me miró, como temeroso de exponer algo más que aquella húmeda ranura inyectada en sangre a los peligros de la vigilia.
– ¿Y bien? -musitó cuando subí al coche-. ¿Se lo has dicho?
– ¿Decirle qué? -pregunté.
James asintió y volvió a bajar el párpado. Me apoyé contra el respaldo del asiento y ajusté el retrovisor exterior, que al principio se resistió y de pronto se desprendió por completo. Lo lancé al asiento trasero, junto a las rosas. Encendí el machacado motor del Galaxie, metí la marcha atrás y salimos disparados hacia la calle, reculando sin poder mirar por el retrovisor, a sesenta por hora.
Tenía intención de dejar dormir a James durante todo el viaje hasta Kinship si lo necesitaba para recuperarse, pero a los diez minutos de salir de Pittsburgh pasé sin proponérmelo sobre un profundo bache, y la consiguiente sacudida hizo que soltase un grito sofocado, se incorporase en el asiento y mirase a su alrededor.
– Lo siento -dijo, con unos ojos como platos. Parecía muy sincero, como suele serlo la gente antes de despertarse del todo.
– No pasa nada -respondí-. Eh, todavía tienes un donut en el regazo.
Lo miró y asintió.
– ¿Dónde estamos? ¿Cuánto rato llevo dormido?
– No mucho. Todavía estamos en las afueras.
Inexplicablemente, la respuesta pareció preocuparle. Miró por su ventanilla y después por la mía los bosquecillos cuidados con esmero, las altas vallas, las chimeneas seudoinglesas que asomaban entre los árboles. Después estiró el cuello y miró hacia atrás. Me pregunté si no seguiría dormido y soñando. Pero de pronto pareció despertarse definitivamente y se puso a llevar el ritmo de la música de la radio con el pie y con las puntas de los dedos sobre el salpicadero. Ajustó el retrovisor exterior de su lado, jugueteó nerviosamente con el tirador de la portezuela, subió la ventanilla y la volvió a bajar. Cogió el donut de su regazo y se lo llevó a los labios, pero no lo mordió y lo volvió a depositar sobre el círculo blanquecino que le había dejado en el abrigo. Por lo que había visto hasta el momento, James Leer no era una persona nerviosa, así que supuse que, simplemente, trataba de no pensar en que se encontraba mal.
– ¿Te encuentras bien? -le pregunté.
– Sí, perfectamente. -Pareció sobresaltarse, como si le hubiese pillado dándole vueltas a pensamientos impuros-. ¿Por qué lo preguntas?
– Pareces un poco nervioso -dije.
– No -contestó, y negó con la cabeza con un aire de inocencia que hacía que pareciese absurdo acusarlo de nerviosismo, ahora o en cualquier otro momento de su vida. Cogió de nuevo el dónut, lo contempló unos instantes y lo volvió a dejar-. Me siento magníficamente bien. Me siento, no sé… Normal.
– Me alegra oírlo -dije.
Me pregunté si lo que ocurría no sería que empezaba a aclararse, a caer en la cuenta de que después de haber participado la noche pasada en actividades tan diversas como ser arrastrado fuera de un auditorio atestado en pleno ataque de risa tonta, cometer un robo de campanillas y ser masturbado en un lugar público, ahora iba a pasar la pascua nada menos que con la familia de la mujer recién separada de su disoluto profesor, a bordo de un abollado Ford Galaxie en cuyo maletero reposaba el cadáver de un perro al que se había cargado.