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– En la nariz -dijo, mientras le daba a James un gorrito negro y a mí uno azul marino y escrutaba nuestros rostros con ojos de ingeniero-, en la boca, en las orejas… Fue horrible. Tomad, James, Grady.

– Gracias -dijo James. Examinó su gorrito con una expresión mezcla de duda y respeto, como si Irv le hubiese entregado una tortita milagrosa en la que, según alguna leyenda, hubiese aparecido el rostro de un santo.

– Phillip y Marie Warshaw -leyó Philly en el interior del gorrito dorado-. 11 de mayo de 1988. -Ladeó la cabeza y levantó la vista hacia el techo-. Creo que estuve presente. ¿No fue en esa ocasión cuando el padre del novio y el tío de la novia se enzarzaron en una discusión sobre Arnold Shoneberger y se pusieron a gritar de tal manera que todos los bebés empezaron a llorar? Sí, creo que fue entonces.

Dominando, no sin esfuerzo, el impulso de corregir el error de pronunciación de Philly, Irv apoyó el mentón en una de sus manos y no dijo nada. Toda su vida se había preocupado por ganarse una reputación de hombre mesurado y razonable, y sabía que le dolía recordar que su devoción por el compositor le había hecho quedar como un tipo capaz de discutir acaloradamente con sus parientes políticos en plena boda.

– Bat mitzvah de… Osnat… Gleberman -leí, no sin dificultad, en el interior de mi pequeño gorro antes de ponérmelo-. 17 de febrero de 1979.

– ¿Osnat Gleberman? -preguntó Philly-. ¿Quién demonios es?

– Ni idea -dijo Irv, y se encogió de hombros-. Debe de ser alguna amiga tuya.

– ¡Eh, mirad esto! -dijo James mostrándonos el forro de su gorrito negro-. En el mío pone: «Funeraria Dawidov».

– ¡Oh, toma! -le propuso Irv tendiéndole la caja de zapatos-. Coge otro.

– No, gracias -dijo James, y se colocó el gorrito negro en la coronilla.

– Nunca he tenido ninguna amiga llamada Osnat -replicó Philly, indignado. Tal como había hecho yo, pronunció ese nombre como si rimara con el pequeño insecto [22] que arruinó el bar mitzvah de Andy Abraham en Buffalo.

– Creo que se pronuncia Osmak -le corrigió Irv levantando con pedantería un dedo, y los tres rompimos a reír de nuevo-. ¡Chist! -Se enderezó en la silla y apuntó con su dedo levantado hacia el techo-. Ahí viene.

Había un ligero e involuntario tono de advertencia en su voz, como si anunciase la llegada de un notorio alborotador, de un niño cascarrabias o de una mujer con muy mal genio.

Nos callamos y seguimos atentamente los leves crujidos del techo, producidos por decididos pasos que cruzaban la habitación que había sobre nuestras cabezas, bajaban uno a uno los peldaños de la desvencijada escalera y finalmente emergían en la sala en la forma de Emily Warshaw. Y, hablando de formas, tal como habría añadido Julius Henry Marx, [23] aquéllas no estaban nada mal. Mi esposa era una mujer delgada y fina, aunque de caderas prominentes, con un cabello siempre suave al tacto y un rostro que, según solía decir Crabtree, citando una frase que había leído, era todo cortantes aristas y dramáticos ángulos. Iba maquillada con pintalabios y sombra de ojos, y vestía unos tejanos negros, un jersey de cuello de cisne negro y una rebeca también negra. Cuando me vio ni se paró en seco, ni salió corriendo, ni sufrió un derrame cerebral, ni nada por el estilo. Tuvo sólo un momentáneo acceso de timidez, durante el cual desvió la mirada hacia James y le dedicó una amable sonrisa nada espontánea. Después se dirigió directamente hacia la silla vacía que había junto a la mía y, para mi sorpresa, tomó asiento.

– ¿Cómo estás? -preguntó, en voz tan baja que sólo yo pude oírla. Emily tenía una voz débil, en ocasiones incluso inaudible, pero al mismo tiempo profunda y masculina, propia de un hombre que en un local lleno de gente hablase por teléfono con su amante. En las raras ocasiones en que se dejaba arrastrar por la emoción, su voz subía de tono y se quebraba como la de un adolescente. Sostuvo mi mirada durante unos instantes, con expresión tierna y sorprendentemente satisfecha, y después se volvió, con un ademán casi coqueto, como si fuésemos un par de extraños a los que la anfitriona hubiese decidido sentar juntos. Sospeché que, al menos por el momento, Deborah había sabido guardar mi secreto. Me tocarla a mi arruinar la velada.

– Me alegro de verte -le dije, con una voz que emergió de mi garganta con cierto temblor adolescente. Al volver a ver a Emily sentí un intenso deseo de besarla, o al menos de acariciarle la mano, pero estaba sentada con aire grave, con las manos cruzadas y la mirada baja; encerrada en sí misma, distante, absorta en sus pensamientos. Me llegaba el olor de los polvos de talco con los que se había frotado la nuca y el del champú aromatizado con clavo que utilizaba para lavarse su negro y brillante cabello. Sentí que un campo magnético de energía sexual invadía los quince centímetros que separaban su muslo izquierdo de mi muslo derecho-. Te presento a James Leer, un alumno de mis clases de escritura creativa.

Emily se apartó un mechón de pelo que le caía sobre los ojos -que eran largos y estrechos, como un par de trazos inclinados; en Corea a los ojos como ésos los llaman ojales- y saludó a James con un gesto de la cabeza. Detestaba estrechar la mano.

– El cinéfilo -dijo-. He oído hablar de ti.

– También yo de usted -replicó James.

Por un momento pensé que Emily le preguntaría por Buster Keaton, que era uno de sus ídolos, pero no lo hizo. Se acomodó en la silla, con los hombros echados hacia adelante y la expresión que ponía cuando se moría por un cigarrillo. Durante varios segundos todo el mundo se quedó callado; la llegada de Emily a una fiesta o a una cena solía provocar, dado el profundo y absorbente magnetismo de su silencio, esas interrupciones en la conversación.

– Y Deb, ¿baja de una vez? -preguntó finalmente Irv.

– En un minuto -respondió Emily, y en su pequeña boca aparecieron una ligera sonrisa y una simulada mueca de desagrado-. Si es que baja.

– ¿Cuál es el problema?

Emily meneó la cabeza. Por un momento, pensé que no diría ni una palabra más.

– Siempre está alterada por una cosa o por otra -dijo, y se encogió de hombros.

Mientras hablaba, se escucharon nuevos crujidos procedentes del techo y después un sonoro y sincopado repiqueteo en la escalera, como si una bola de croquet y un pomelo estuviesen echando una carrera para ver quien llegaba antes abajo.

– Mirad eso -dijo Philly, impresionado, cuando Deborah hizo su aparición en la sala.

– ¿Te has puesto eso para el seder? -protestó Irv.

Deborah ignoró el comentario, se sentó junto a su hermano y esperó, con el mentón bien alto y un aire de infinita paciencia, a que todos nos percatásemos de que se había quitado el desafortunado vestido púrpura, las medias y los zapatos, y habla bajado a cenar descalza y ataviada sólo con un albornoz. Era, desde luego, un bonito albornoz, aunque -todos estuvimos de acuerdo en eso- algo pesado, de color chillón y con un motivo de espigas, como si la materia prima hubiese sido una manta pasada de moda comprada en una parada de mercadillo.

– Es de Alvin -nos informó, haciendo una exagerada mueca de dolor al pronunciar el nombre de su más reciente ex marido-. He pensado que, como esta noche no va a estar entre nosotros, al menos lo represente su albornoz.

– Es todo un detalle -dijo Philly.

– Hola a todos -saludó Marie, que había salido por fin de la cocina, con las mejillas hinchadas y su fina melena rubia suelta. Llevaba un plato de plata con un montoncito de matzohs, y otro más grande con un montón más voluminoso. Cuando rodeó la mesa se percató de que Emily y yo estábamos sentados el uno junto al otro en actitud aparentemente amistosa y de que su otra cuñada había optado por una sorprendente indumentaria, pero no dijo nada y se limitó a esbozar una sonrisa algo cansina dirigida a Irv. Dejó el plato grande de matzohs entre Emily y Deborah, y el más pequeño ante Irv. Mientras hacía esto último, le puso una mano sobre la mejilla y le dio un amable beso en la amplia frente. Después tomó asiento junto a él. Ya sólo quedaba vacía la silla situada frente a Irv.

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[22] «Mosquito», en inglés, es gnat. (N. del T.)

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[23] Verdadero nombre de Groucho Marx. (N. del T.)