– ¿Me toca leer? -pregunté.
– Si no te importa… -dijo Irv secamente. Parecía molesto. Paseé la mirada por la mesa y contemplé a mi mujer y a su familia. «Ya vuelve a ir colocado», pensaban todos, según se deducía de la expresión de sus rostros. Entonces del estómago de Irv surgió un largo e indignado gruñido de cocodrilo y todo el mundo se rió-. Será mejor que nos demos prisa.
Así que Irv nos guió rápidamente a través de las diez plagas de Egipto y la ingestión de diversos bocadillos de matzoh. Se sirvió y bendijo una segunda copa de vino y de nuevo James se bebió el contenido íntegro -a excepción de las diez gotas que vertió a la salud de los desgraciados egipcios- de un trago y soltó un grito sofocado, como un marinero feliz.
– ¡Tomad un huevo! -dijo Irving-. ¡Tomad un huevo!
Por fin había llegado la hora de comer. Mientras los demás nos pusimos a cascar los huevos duros, Irene, Marie y Emily empezaron a servir el primer plato. Era gefilte, una especie de albondiguillas de pescado hervido, pan rallado y huevo cocidas en caldo de pescado. Estaban amazacotadas, viscosas y frías. Desde luego, no era mi comida favorita. James realizó cautelosos experimentos con el tenedor y la punta de un dedo sobre la informe masa grisácea de su plato, sin hacer caso de las exhortaciones a hincarle el diente de Irv.
– Es lucio -le explicó Irv, como si fuese una información infalible para abrirle el apetito.
– ¿Lucio?
– Son peces que viven en el fondo de ríos y lagos -le explicó Philly-. Dios sabe lo que comen.
Disimuladamente, James camufló el gefilte que le quedaba bajo unos rábanos y apartó el plato. Vio llegar con sumo agrado el oloroso cuenco amarillo con la sopa de bolas de matzoh.
– ¿Qué simboliza todo esto? -preguntó James mientras hundía la cuchara en la sopa.
– ¿Qué? -dijo Irv.
– Esta sopa. El pescado -aclaró James-. Los huevos. ¿Por qué se supone que debemos comer tal cantidad de pequeñas bolas blancas?
– Es lo que comía Moisés -le explicó Philly.
– Es posible que se trate de algún símbolo relacionado con la fertilidad -matizó Irv.
– Que, en el caso de esta familia, es obvio que no funciona -dijo Deborah. Me miró y volvió la cabeza-. Al menos para algunos.
– Deb, por favor -dijo Emily, que interpretó, erróneamente, el comentario de su hermana como una referencia a nuestras fallidas tentativas de concebir un hijo, fracaso que, según me constaba, la familia Warshaw atribuía al efecto que sobre la calidad de mi esperma tenía mi prolongada adicción a la marihuana. «Si lo supierais», pensé, pero pronto se enterarían-. Te lo ruego, no…
– ¿No qué?
– Nada de todo esto simboliza nada, ¿vale? -dijo Philly señalando los platos y boles que Irene y Marie traían-. Todo esto no es más que…, bueno, ya sabes, comida. Una cena.
La cena consistía en pierna de cordero asada, con la piel crujiente, sazonada con romero y servida con patatas nuevas asadas en la cazuela con la grasa de la propia carne. Según se nos dijo, este plato, así como la sopa de bolas de matzoh y una enorme ensalada verde adornada con pimiento amarillo y cebolla roja, eran obra de Irene. Marie, por su parte, se había encargado de una cazuela de batatas guisadas con cebollas y ciruelas pasas, un plato de calabacín con salsa de tomate y eneldo, y los dos montones de sabrosos buñuelos de matzoh colocados uno a cada lado de la mesa, duros por fuera y jugosos por dentro, llamados bagelach. Sin embargo, por desgracia, la afirmación de Philly de que el menú no tenía nada de simbólico no era del todo cierta, porque incluía también la contribución de Emily, un kugel o púding de patata. Se había pasado toda la mañana preparándolo, según nos informó Irene en tono admonitorio. Cuando nos llevamos los primeros bocados a la boca, Emily frunció el ceño y nos miró muy tensa.
– ¡Mmm! -dije-. ¡Estupendo!
– ¡Delicioso! -comentó Irene.
Todos los demás se mostraron de acuerdo, aunque masticaban sin decidirse a tragar.
Finalmente, Emily probó un bocado. Se las arregló para mostrar una valerosa sonrisa. Después bajó la cabeza y se tapó la cara con las manos. Una de las cosas que más le desagradaba de sí misma era su ineptitud para la cocina. Era una cocinera impaciente, precipitada, descuidada y que se distraía fácilmente. La mayoría de sus intentos llegaban a la mesa crudos por dentro, con algunos ingredientes de menos y una disculpa de la mortificada chef. Creo que ella veía en eso una parábola de su vida: en su juventud soñaba con escribir apasionantes novelas y relatos, pero había acabado redactando eslóganes para la salchicha más grande del mundo. Y tenía la impresión de que se había olvidado de alguna cosa o de que había retirado algo del fuego demasiado pronto.
– Este sabor me recuerda algo -comentó Deborah, con cara de esfinge-. Algo que probé en la escuela. ¡Oh, ya sé! -Asintió-. Barro de modelar.
– ¡Te odio! -le dijo Emily a su hermana-. ¡Vete a la mierda!
– Perdón -se disculpó Deborah, y fijó la vista en el plato.
– Cariñito -le dije a Emily mientras alargaba el brazo para acariciarla por primera vez en toda la noche. Puse una mano sobre su mentón, le pasé la otra por el cabello y admiré por enésima vez los sorprendentes ángulos de su cara, que ahora mantenía inclinada, mirando hacia el suelo. Emily era una mujer reflexiva, apasionada y compleja, que sabía escuchar, mostraba un encantador sentido del absurdo y tenía un corazón leal, pero lo que de verdad hizo que me enamorase de ella era su rostro. No me importa lo que piensen de mí: la gente se casa por motivos más absurdos que éste. Pero como sucede con todas las caras hermosas, la de Emily te hacía creer que era mejor persona de lo que resultaba ser en realidad. Le permitía pasar por estoica cuando simplemente estaba petrificada, por misteriosa y reservada cuando en realidad lo que sucedía era que su inseguridad patológica le llevaba a comprar regalos para los demás cuando era ella quien celebraba su cumpleaños. Su conversación estaba sembrada de disculpas y lamentaciones, y, a pesar de su talento, era incapaz de encadenar veinticinco párrafos para construir un relato-. En mi opinión sabe muy bien, de verdad.
Tomó mi mano y me apretó los dedos en señal de gratitud.
– Gracias -dijo.
Deborah pareció ligeramente disgustada.
– ¡Vaya par! -exclamó meneando ia cabeza con aire cansino-. ¡Mierda, tío!
Evidentemente, su actitud obedecía a algo más que al mero despliegue de su talento natural para la grosería, pero sólo yo era consciente de ello. Con mis comentarios de antes sobre su vestido había herido sus sentimientos, y eso explicaba en parte su cabreo, sin duda, pero, por otro lado, era obvio que mi confesión acerca de Sara la había llenado de una irritación que todavía no sabía sobre quién descargar. Eso, unido a su sentimiento de lealtad fraternal, que, aunque se enredaba sobre sí mismo de modo tan complejo como una cinta de Moebius, era muy intenso, la había llevado a decir que el kugel de Emily sabía a barro de modelar.
– Bueno, Grady -dijo Irene en un decidido aunque imprudente intento de cambiar de tema-, ¿cómo va tu libro? Emily nos ha dicho que ibas a verte con tu editor este fin de semana.
– En efecto -confirmé.
– ¿Y se ha presentado? -preguntó Emily con voz jovial, levantando la cara y mostrando una esforzada sonrisa-. ¿Qué tal está Terry?