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– En plena espiral de descontrol -respondí-. Como siempre.

– ¿Qué ha dicho del libro?

– Que le quiere echar un vistazo.

– ¿Y se lo vas a dejar? ¿Lo has terminado?

Dudé unos instantes y paseé la mirada por la mesa. Todo el mundo esperaba expectante mi respuesta. No los culpo por ello. Llevaba muchísimo tiempo asegurando de manera vaga y confiada que estaba a punto de terminarlo. Probablemente, el que lograse acabarlo supondría para ellos una sensación de alivio casi física. Debían de verme como un manirás absolutamente incompetente que llevaba varios años en el tejado de su casa tratando de retirar un viejo y nudoso tronco que, al ser partido por un rayo, había caído sobre ella, el cual en cada reunión, en cada discusión para tratar de asuntos familiares, en cada tentativa de sentarse juntos y planear el futuro, hacía acto de presencia con el lejano pero incesante gimoteo de su sierra.

– Ya lo tengo prácticamente acabado -dije, con una sonrisa que, al menos moralmente, era prima carnal de la desdentada, deshonesta y vagamente estúpida sonrisa del poco de fiar y borracho Everett Tripp-. Estará listo dentro de un par de semanas.

Hubo un breve silencio, como el que podría haber seguido al anuncio por parte de un hombre con cáncer terminal de que se había comprado una entrada para la final del campeonato nacional de béisbol, el próximo otoño.

Deborah dejó escapar una risa amarga y exclamó:

– ¡Oh, estupendo!

El tenedor de Emily tintineó contra su plato.

– Te ruego que pares de una vez, Deborah -dijo.

– ¿Que pare el qué, Em?

Emily empezó a decir algo, recordó la presencia de James, lo miró y se calló. Cogió el tenedor y le dio vueltas entre los dedos de su mano izquierda, una y otra vez, como si tratase de descubrir en él alguna marca. No iba con su carácter empezar una pelea durante la cena, y me sentí aliviado (aunque, en el fondo, decepcionado) cuando vi que se tranquilizaba. No quería ni pensar en qué sorprendentes revelaciones podía hacer Deborah si se sentía directamente retada. Pero cuando se calentaban los ánimos, siempre se podía contar con la sorprendente capacidad de autocontrol de Emily. Durante nuestros ocho años de vida en común tuvimos una única pelea: algo relacionado con kirsch y una fondue de queso. Lo que Emily odiaba por encima de todas las cosas era llamar la atención o montar escenas de cualquier clase; así había sobrevivido a su infancia como única niña judía con ojos achinados de Squirrel Hill.

– Te ruego que dejes en paz a Grady -dijo finalmente con una susurrante y oscura voz de Casanova, en un intento de darle un aire de broma al comentario-. Sólo por esta noche.

Deborah permaneció sentada, reflexionando.

– Estás loca, Em -dijo.

– ¡Deborah! -intervino Irv-. ¡Ya está bien!

– ¿Estoy loca? ¡Mírate al espejo!

– ¿Qué has dicho?

– ¡Que te mires al espejo! -repitió Emily. Agarró el tenedor con más fuerza, hasta que los nudillos se le pusieron blancos, y pensé que Deborah podía acabar recibiendo mucho más de lo que se imaginaba. De pronto recordé que la milagrosa noche de la fondue de queso Emily me había amenazado con un tenedor de postre-. Mírate: sentada ahí, con un albornoz. Y ni siquiera te has peinado.

– Deborah, Emily, ¡basta! -exclamó Irene tras dejar sobre la mesa su tenedor-. Dejad de pelearos inmediatamente. -Elevó las comisuras de los labios simulando una sonrisa y miró a James-. ¿Es que no os dais cuenta de la impresión que le estáis causando a nuestro invitado?

Emily obedeció. Con un gesto de alivio relajó la presión de su mano sobre el tenedor y desapareció la tensión de sus hombros. Me quedé amarga y absurdamente decepcionado al ver con cuánta docilidad obedecía.

– Lo siento -se disculpó. Sonrió a James-. Lo siento, James.

James asintió, pero parecía más perplejo que feliz por las disculpas. Bebió con avidez un largo trago del tinto de California que tomábamos con la cena, como si tuviera la garganta seca. Durante unos instantes, Deborah siguió acariciándose su despeinada melena negra. De pronto se levantó y se ciñó estrechamente el albornoz.

– ¡Tú siempre pidiendo perdón! -le espetó a Emily, con las mejillas temblándole de lástima y desprecio. Su silla, una de las ocho de elegante madera de abedul escandinavo, permaneció unos instantes en precario equilibrio sobre las patas traseras y después cayó al suelo con gran estruendo. Deborah se volvió con brusquedad, en un vano intento de atraparla, y el cinturón del albornoz golpeó su copa de vino y la volcó-. ¡Estoy harta de la pascua! -dijo, aunque el comentario era a todas luces superfluo. Volvió a abrir la boca, y cerré los ojos y me preparé para lo que pudiera decir.

Cuando oí cerrarse de golpe la puerta de la cocina, abrí los ojos y vi que Deborah había desaparecido. Marie tampoco estaba en la sala, pero al cabo de un momento volvió a entrar desde la cocina con un paño húmedo con el que limpió la mancha de color púrpura del mantel. Le pidió secamente a Philly que recogiera la silla, y éste se inclinó y la levantó. Irv, empleando su estrategia habitual ante lo que denominaba las crisis histéricas de Deborah, se concentró en su plato y se dedicó a atacar con determinación un grande y espeso pedazo de kugel. James estaba ocupado en la lectura de la etiqueta de la botella de vino, con una expresión preocupada, como si acabase de percatarse de que lo que había estado bebiendo desde el principio de la velada era vino y estuviese buscando en la etiqueta si ponía cuánto se podía beber. Miré a Emily, que clavaba los ojos en su madre, que, ante mi sorpresa, tenía los ojos fijos en mí. Me pregunté, presa del pánico durante unos instantes, si Deborah se habría ido de la lengua no con Emily, sino con su madre. Pero entonces caí en lo que estaba pensando Irene. El mismo optimismo que la impulsaba a creer que Emily y yo tal vez podíamos seguir juntos la llevaba a no perder las esperanzas de que el extraño comportamiento de Deborah estuviese motivado por elementos externos. Estaba pensando que Deborah se había colocado con la hierba que yo le había proporcionado.

– ¡Vaya con Deborah! -dije la mar de sonriente y meneando la cabeza con un gesto meticulosamente calculado. Oí un frufrú contra mi oreja y vi aparecer una brillante mancha azul sobre mi plato. Mi gorrito acababa de caer en la ensalada.

Emily se puso en pie.

– Vuelvo enseguida -dijo con determinación. Entró en la cocina y salió por la puerta trasera, y unos segundos después llegaron hasta nosotros los cambiantes tonos de las voces de ambas desde el anegado jardín. Seis personas permanecíamos sentadas a la mesa contemplando los pedazos de matzoh esparcidos sobre el mantel como páginas arrancadas de los libros de plegarias. Marie, Irene e Irv hicieron varios esforzados e inútiles intentos de iniciar y mantener una discusión acerca de un documental sobre unos judíos que pretendían reconstruir el Templo de Jerusalén, que habían visto la noche pasada en la cadena PBS. Era cuanto se podía hacer para seguir comiendo y vencer la exasperante tentación de tratar de escuchar la conversación del jardín. Yo, evidentemente, no lo logré. No oía claramente de qué hablaban las dos hermanas, pero lo cierto es que no lo necesitaba. Podía imaginarme el diálogo palabra por palabra.

-¿Y qué me dices de esa granja en Suecia en la que crían terneras especiales de piel roja? [30] -preguntó Marie.

– Me resulta difícil imaginarme que nuestros queridos amigos Ken y Janet Abramowitz de Teaneck puedan reunir cinco mil dólares para sacrificar su propia ternera roja en Jerusalén -comentó Irene.

– Creo que será mejor que recuperemos el dinero que dejamos en depósito -dijo Irv.

En ese momento Emily entró corriendo en la casa y atravesó con un inusual estruendo la cocina y la sala. Fue directa al armario del recibidor, tomó el largo abrigo de cuero con el cual se había marchado de Pittsburgh el día antes por la mañana y, después de detenerse un instante para lanzarme una desolada mirada con los ojos humedecidos por las lágrimas, volvió a salir. Durante unos veinte segundos nadie se movió y todas las miradas se concentraron sobre mí hasta que, con sigilosos pasos, reapareció Deborah mascando chicle con aire satisfecho.

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[30] La ternera roja sin tacha y que no ha estado bajo el yugo (Núm., 19) es sacrificada para purificar al pueblo. (N. del T.)