– ¿Dónde está tu hermana? -preguntó Irv.
– Ha ido a dar una vuelta en coche -respondió Deborah con un ligero encogimiento de hombros.
– ¿Le pasa algo?
– No, está perfectamente.
Desde el exterior llegó el carraspeo del motor del viejo Bug de Emily y después el ruido de la gravilla al arrancar el coche. Pensé que ojalá no tuviese ningún percance, conduciendo en estado de shock, con aquellos faros de escasa potencia, por caminos rurales sin iluminación. De todas formas, sus escapadas en coche cuando se enfadaba no eran algo inusual. La sosegaba conducir por las carreteras de los alrededores de Kinship, hasta Barkeyville, Nectarine y la frontera con Ohio en Shanon.
Deborah paseó larga y lentamente la mirada por la mesa en la que había naufragado la cena que se había iniciado con tanta alegría.
– ¡Vaya mierda de celebración! -sentenció. Pasó por detrás de mí. Me llegó una vaharada acre procedente del bolsillo de su albornoz, y me percaté de que lo que mascaba no era chicle.
Posó una mano sobre el hombro de James y le dijo:
– Venga, chaval. Vamos a tomar algo que nos quite el gusto de tanto matzoh.
Una vez recogida la mesa, los que seguíamos al pie del cañón nos reunimos y afrontamos rápidamente el final de las plegarias. Deborah había desaparecido escaleras arriba -supuse que a esperar que los hongos hicieran su efecto-, y Emily no había regresado. Irv leyó precipitadamente la acción de gracias, murmurando fatigosamente los versículos en hebreo y deteniéndose una y otra vez para frotarse los ojos. Después llegó el momento de abrir la puerta al profeta Elias y, a petición de Irv, James se levantó de su silla y fue dando traspiés hasta la cocina para franquearle el paso al esperado fantasma, para quien se había preparado una copa de vino que le esperaba en el centro de la mesa. Yo sabía que años atrás la tradición familiar otorgaba a Sam Warshaw el privilegio de abrir la puerta mágica.
– No -dijo Irv con voz un poco ronca-. La puerta delantera.
James se volvió, miró a Irv, asintió lentamente y se dirigió hacia la puerta delantera. Tuvo que empujarla con el hombro para desbloquearla, y al abrirla los goznes produjeron un misterioso crujido, muy adecuado para el momento. Entró una corriente de aire frío que hizo temblar la llama de las velas. Miré a Irv, que escrutaba el vacío a su alrededor como si percibiese algún movimiento. Yo sabía que si Elias se presentaba para beberse su copa de vino, eso significaría que el Mesías estaba en camino y la noche sería como el día, y que las colinas saltarían como carneros y los padres se reunirían con sus hijos ahogados.
James volvió a sentarse pesadamente y nos dedicó una sonrisa ebria.
– Gracias, hijo -le dijo Irv.
– Eh, Irv -intervine, pensando que ya era hora de hacer la quinta pregunta, la que nunca se hacía-. ¿Cómo es que el bueno de Yahvé permitió que los judíos vagaran por el desierto de esa manera durante cuarenta años? ¿Cómo es que no…, bueno…, no les mostró el camino correcto? Hubiesen podido llegado a su destino en un mes.
– No estaban preparados para entrar en la Tierra Prometida -dijo Marie-. Hicieron falta cuarenta años para que dejasen de pensar como esclavos.
– Ésa podría ser una explicación -admitió Irv, que escrutaba a James con una mirada sombría y profunda-. O tal vez, simplemente, se extraviaron.
Cuando Irv pronunció la palabra «extraviaron», súbitamente James se inclinó hacia atrás en la silla, con otra copa de Manischewitz en la mano, y cerró los ojos. La copa se le escurrió de la mano y golpeó ruidosamente el canto de la mesa.
– ¡Joder! -exclamó Philly, impresionado-. ¡Se ha desmayado!
– James! -dijo Irene, que rodeó la mesa a toda velocidad hasta llegar junto a él-. ¡Despierta! -Su tono era severo, con esa frialdad y brusquedad propias de una madre que se teme lo peor. James parpadeó y le sonrió-. Vamos, cariño, sube y estírate en la cama.
Irene ayudó a James a levantarse y lo acompañó arriba, entre crujidos de los escalones. Justo antes de desaparecer de nuestro campo de visión, Irene se volvió y me miró con severidad. ¿Qué clase de profesor era? Evité su mirada. Marie se levantó y corrió hacia la cocina en busca de otro trapo húmedo.
Al cabo de diez minutos reapareció Irene, con una chaqueta negra de satén con cuello blanco de piel. Le iba pequeña.
– Mirad lo que me ha dado James -dijo-. La llevaba en su mochila. -Pasó la mano por el cuello de piel-. Es armiño.
– ¿Ya se encuentra mejor? -preguntó Philly.
Irene negó con la cabeza y dijo:
– Acabo de telefonear a su madre. -Me lanzó una mirada perpleja, como si no pudiera entender por qué le había contado aquella sarta de mentiras sobre el pobre chico que estaba arriba, estirado en la vieja cama de Sam Warshaw-. No estaban en casa, pero la criada me ha dado otro número al que podía llamar. Era de un club de campo, San no sé qué. Estaban en una fiesta. Llegarán en un par de horas.
– ¿En un par de horas? -dije tratando de conectar las palabras «madre» y «club de campo» con los datos que tenía sobre James Leer-. ¿Viniendo desde Carvel?
– ¿Qué es eso de Carvel? -preguntó Irene.
– El chico es de un pueblecito llamado Carvel, cerca de Scranton.
– Yo he llamado a un teléfono de Pittsburgh -dijo Irene-. Empezaba por 412.
– Un momento -terció Irv. Se levantó y sacó de la estantería que había debajo de la escalera un viejo ejemplar del Atlas de carreteras Rand McNally. Se humedeció la punta de los dedos y se aplastó un mechón de pelo revoltoso. Parecía feliz de haber reconducido el asunto hacia el siempre sensato terreno de los libros de referencia. Repasamos el índice tres veces, pero, por supuesto, allí no aparecía ningún lugar llamado Carvel.
Estaba sentado detrás del volante del Galaxie 500 de Happy Blackmore, contemplando el cielo. Me había liado un porro del tamaño de un pepinillo, de un pequeño frankfurt para canapé, de la picha de un spaniel, y me disponía a fumármelo apurándolo hasta la última calada. Intentaba localizar la séptima estrella de la constelación de las Pléyades, pensaba en Sara y trataba de no pensar en Hannah. El jardín estaba tan silencioso que oía los crujidos del esqueleto de la casa y los ronquidos de las vacas en el establo. Muy de tarde en tarde se oía pasar un coche por la carretera de Youngstown, un sonido de neumáticos y de motor breve como un suspiro. Las ventanas de la planta baja de la casa estaban a oscuras, pero en el piso de arriba las luces seguían encendidas en todas las habitaciones excepto la que ocupaba James Leer. Emily seguía sin volver, pero había llamado desde una cabina para decirle a su madre que no la esperáramos levantados. Pasé un par de horas ante el televisor con Philly, viendo a Edward G. Robinson paseándose en sandalias por la faraónica Menfis, [31] y después me dejé reclutar para una aburrida partida de scrabble con Irv e Irene. Finalmente todo el mundo optó por acostarse, hartos de esperar a que aparecieran los padres de James; ya llevaban casi dos horas de retraso.
No podía evitar pensar en cómo reaccionaría Hannah cuando se enterase de que James nos había tocado la fibra sensible y se había ganado nuestra simpatía con una falsa biografía. Ella lo conocía mucho mejor que yo, lo cual significaba, pensé, que en realidad no lo conocía en absoluto. Todavía me costaba borrar mi concepción de James Leer como un chico de clase trabajadora de un pueblo del noroeste de Pensilvania, dominado por la aflicción tras la muerte de su madre. Pero supuse que ésa debía de ser, simplemente, la situación del protagonista de su Desfile del amor. ¿Cuánto de lo que me había contado de sí mismo acabaría formando parte del perfil del personaje de su novela?