Miré hacia la ventana sin luz y pensé en la creencia común de que las personas que padecen insomnio agudo a menudo tienen cierta dificultad para discernir claramente entre los sueños y la vigilia, por experimentar en su vida real la extraña pesadez de las pesadillas. Quizá el mal de la medianoche producía esa misma sensación. Al cabo de cierto tiempo, uno era incapaz de distinguir entre el mundo de ficción y el real; se confundía a sí mismo con sus personajes, y los azarosos avatares de la propia vida se entretejían con las maquinaciones de una trama novelística. De ser así, pensé que James Leer era el caso más grave con el que me habla topado; pero entonces recordé a otro fabulador solitario, hundido en su mecedora, con la pistola en la mano, balanceándose lentamente, una y otra vez. Quizá también Albert Vetch había acabado creyéndose el protagonista de uno de sus propios relatos. Sus solitarios arqueólogos y bibliófilos de pueblo eran más proclives a acabar sus días pegándose un tiro que en las fauces babeantes de algún monstruo lleno de tentáculos que su irracional sed de conocimiento les hubiese llevado a liberar, devorados por esas sonrisas tan oscuras y vacías como la fría negrura del espacio interestelar.
El porro se me había apagado. Lo encendí de nuevo con el encendedor del coche. Ahora me daba cuenta de que, no obstante todas sus criaturas surgidas de la nada cósmica -con sus cuencas sin ojos y sus gigantescas y aterradoras fauces-, los relatos de August Van Zorn trataban en el fondo del horror al vacío: el vacío de un par de zapatillas de mujer abandonadas en el fondo de un armario, de un folio en blanco, de una botella de bourbon apurada hasta la última gota en el alféizar de una ventana a las cinco y media de la madrugada. Tal vez Albert Vetch, al igual que su personaje Eric Waldensee al enfrentarse a las habitaciones y los pasillos desiertos en La casa de la calle Polfax, apoyó una pistola contra su sien porque al final descubrió que había demasiados silbantes agujeros negros en su habitación del Hotel McClelland. Ése era el auténtico Doppelgänger del escritor, pensé, y no alguna especie de personificación de la perversidad que te vigilaba desde las sombras y se presentaba periódicamente vestida con tu ropa y llevando en el bolsillo las llaves de tu casa para destrozar tu vida. No, era más bien el prototípico protagonista -Roderick Usher, Eric Waldensee, Francis Macomber, Dick Diver [32]- de las obras de un escritor; al principio, los avatares de aquél reflejaban aspectos de la personalidad de éste, pero acababa por determinar el mismísimo curso de la vida de su creador.
Pensé en mis propios personajes, en aquel heterogéneo grupo de azorados y desacreditados románticos sin suerte: Danny Fixx, que al final de Tierras bajas se mete con su canoa en la oscuridad de una cueva en Nuevo México para esconder el cadáver de Big Dog Slaney; Winthrop Pease, el protagonista de La novia del pirómano, que sufre un ataque al corazón mientras cava un hoyo en el jardín trasero de su casa para enterrar los chamuscados restos del esmoquin que llevaba cuando prendió su último gran incendio, y Jack Haworth, el héroe de El mundo subterráneo, que se dedica a gobernar y engrandecer su pequeño imperio del sótano, con su tren en miniatura y sus pulcros y ordenados pueblecitos bautizados con los nombres de sus hijos y sus esposas, mientras en el pueblo que hay en la superficie, en la casa que hay sobre su cabeza, su familia y su propia vida se vienen abajo. No me había percatado antes, pero en mi obra había una permanente invocación a lo subterráneo (un tema clásico de la literatura de terror), un recurso al entierro y el ocultamiento en las profundidades de la tierra como leitmotiv. De hecho, tenía previsto un episodio similar en Chicos prodigiosos, en el que Lowell Wonder, después de dejarse seducir por Valerie Sweet, forzaba la entrada del refugio antiatómico de su antiguo instituto y permanecía escondido allí durante tres semanas. Cuando decidía salir -muerto de hambre, muy pálido y medio ciego-, se enteraba de que su padre, el viejo Culloden, había fallecido. Al parecer, mis personajes siempre trataban de huir de sus terribles errores de juicio refugiándose en cuevas, bodegas y sótanos, o de ocultarlos -de deshacerse de ellos- enterrándolos. «¡Claro, lo mejor es enterrarlo!», pensé. Respiré profundamente, me aseguré de que no había nadie rondando por allí y tiré la colilla de porro. Bajé del coche, fui hasta el maletero y lo abrí.
La luz del maletero llevaba años fundida, pero gracias a la luna llena era fácil distinguir lo que había en su interior. Me quedé parado un momento contemplando el cadáver y la funda de la tuba, amigablemente pegados uno al otro. Me dije que no era correcto dejar a Doctor Dee tirado allí dentro. Una de sus orejas colgaba retorcida formando un conmovedor ángulo con su cráneo, y el pobre animal empezaba a descomponerse. En el porche trasero de la casa, una a cada lado -las recordaba perfectamente- había dos palas, excedentes del ejército, recubiertas de una mohosa capa de mugre. Un par de veranos atrás, Irv y yo cavamos con ellas un agujero en el jardín delantero para colocar un largo poste de abedul que sostenía un refugio para pájaros. Era una magnífica pieza de artesanía, en forma de palacio ruso, con cúpulas bulbosas de diferentes colores, pero, por desgracia, la cola, basada en esmalte para uñas resistente a las inclemencias meteorológicas que Irv había inventado para pegar las piezas, se disolvió al llegar el invierno y la nieve quedó sembrada de multicolores pedazos de madera. Miré las lápidas desperdigadas entre la hierba bajo el castaño de Indias. Después volví a echarle un vistazo al cadáver de Doctor Dee. Sus dementes ojos sin vida parecían mirarme fijamente de nuevo. Me encogí de hombros.
– Enseguida te saco de ahí -dije, y cerré el maletero.
Di la vuelta a la casa hasta la parte trasera, encontré las palas justo donde recordaba que estaban y llevé una hasta el jardín delantero, arrastrándola por la hierba anegada. Las lápidas, iluminadas por la luna, proyectaban en el suelo sombras de contornos irregulares. Hundí la pala en la tierra y empecé a cavar en un espacio libre entre las tumbas de Earmuffs y Whiskers, un conejillo de Indias de larga pelambrera, si no recordaba mal. Mientras cavaba, debido al colocón y al miedo, me pareció oír voces indignadas procedentes del interior de mi cabeza o de algún rincón de la granja. Cada vez que sacaba una palada de tierra hacía ruido, y estaba convencido de que en cualquier momento saldría alguien de la casa y me preguntaría qué demonios estaba haciendo, y tendría que explicarle que me disponía a enterrar a otro perro en el jardín.
Al cabo de diez minutos mi carrera como personaje de uno de mis libros estaba acabada. No tenía fuerzas para seguir cavando. Me apoyé contra el castaño de Indias y traté de recuperar el aliento mientras contemplaba un hoyo que, según mis cálculos, era suficientemente profundo, todo lo más, para meter en él a un chihuahua grande. Mi jodido Doppelgänger no estaba para aquellos trotes, pensé. Suspiré, y mi suspiro tuvo su eco en la carretera comarcal. Me volví a tiempo de ver una larga y pálida estela de luz que topaba con la hilera de olmos. Un coche se acercaba a considerable velocidad a la casa, golpeando las ramas y traqueteando ruidosamente cada vez que encontraba un bache. Miré hacia la casa. En el antiguo dormitorio de Sam Warshaw se había encendido una luz y se veía una silueta en la ventana. James Leer contemplaba cómo se acercaba por el camino el coche de sus padres.