Era un modelo reciente de Mercedes. El motor hacía un ruido peculiar; se diría que utilizaba soda como carburante. A la luz de la luna parecía delicado, grisáceo y majestuoso como un sombrero de fieltro. Se detuvo detrás de mi coche y permaneció un minuto con el motor en marcha y los faros encendidos, como si sus ocupantes estuviesen pasando por unos momentos de duda, fuese ésta de orden geográfico o moral. Después el conductor hizo marcha atrás, giró bruscamente hacia la izquierda, dio media vuelta y dejó el coche orientado hacia la carretera antes de apagar el motor; supuse que era por si tenían que huir precipitadamente. Del lado del conductor emergió un largo zapato negro y puntiagudo, que emitía destellos a la luz de la luna de pascua. Estaba unido mediante un calcetín oscuro y varios centímetros de blancuzca pantorrilla a un hombre vestido con un traje de etiqueta y un fular blanco de esmoquin que en un primer momento tomé por un chal para las plegarias. No era tan alto como James, pero era de porte desgarbado y sus hombros parecían anudados el uno contra el otro por lo encorvado que iba. Me saludó alzando la pálida y sombría palma de la mano y después ayudó a salir a la mujer que lo acompañaba. También era alta y, además, gruesa, una mujerona envuelta en el blanco luminoso de la piel de algún animal muerto, que se tambaleaba por el camino de acceso a la casa sobre unos altísimos tacones. Se acercaron hacia mí, sonriendo como si hubiesen pasado a visitar a unos viejos amigos. Una de las manos del hombre reposaba sobre la cintura de la mujer en un gesto de bailarín de cha-cha-cha. Con sus trajes oscuros y sus estolas de un blanco radiante, parecían figurantes de un anuncio de una marca francesa de mostaza, o la pareja que se coloca encima de una tarta de bodas, o un par de elegantes fantasmas que murieron en el choque de dos limusinas mientras se dirigían a un baile de etiqueta.
– ¡Hola! Soy Fred Leer -me saludó el hombre cuando llegó a los escalones en los que yo los esperaba. Había dejado la pala clavada en la hierba del cementerio de mascotas, junto a la tumba inacabada, y me había dirigido a la escalera del porche como si fuese el lugar donde siempre se recibía a los visitantes. Así que allí estaba yo, Grady, el jovial posadero, sonriendo, con las manos detrás de la espalda-. Ella es mi mujer, Amanda.
– Grady Tripp. -Le tendí la mano y él me dio un largo y fuerte apretón. Era un apretón de vendedor, automatizado por la práctica-. El profesor de James. ¿Cómo están ustedes?
– Muy desconcertados -respondió la señora Leer. Me siguieron por el porche hasta la puerta principal, y esperaron con paciencia mientras manoseaba torpemente las llaves. Hacía años que no había tenido que vérmelas con una cerradura en aquella casa-. Les pedimos disculpas por el comportamiento de James.
– No es necesario -dije-. No ha hecho nada malo.
Entré en la sala, encendí la luz y descubrí que ambos tenían al menos quince años más que el magnate de cabellos plateados y la canosa ex animadora que había visto venir hacia mí a ritmo de foxtrot por el prado iluminado por la luna de mi imaginación. De acuerdo, iban vestidos como para el baile de gala de un crucero, pero sus mejillas estaban hechas un desastre, el blanco de sus ojos era de un tono más bien amarillento y ambos tenían la cabellera de un gris metálico, aunque él lucía un pelo crespo muy corto, al estilo marinero, y ella un peinado a lo garçon. Calculé que Fred andaría por los sesenta y cinco y Amanda tal vez fuera un par de años más joven. James debía de ser, por tanto, una incorporación de última hora al núcleo familiar.
– ¡Vaya! Es una casa encantadora -dijo Amanda Leer. Entró en la sala caminando con precaución. Sus tacones eran excesivamente altos para ella, teniendo en cuenta su talla y su edad. Los zapatos eran negros, de piel de becerro, con un lazo negro de cuero en la punta y aspecto de caros. El vestido, también negro, era de manga larga, con tres volantes, discreto, pero no exactamente de señora mayor. Se había hecho la manicura, llevaba los labios pintados y olía a Chanel Número 5-. ¡Oh, es una casa adorable!
– Sí, señor Grady, su hogar es una preciosidad -añadió su marido.
Eché un vistazo a la sala. Todo el mobiliario había vuelto al desorden habitual. No había ni una sola silla que guardase cierta simetría con otra, y apenas quedaba espacio para que una persona de mi corpulencia pudiera desplazarse desde las escaleras hasta la chimenea. De las paredes de nudosa madera de pino, en lugar de los grabados de cacerías de patos, paisajes idílicos o láminas amarillentas de catálogos antiguos de material agrícola que uno habría esperado encontrar, colgaba un revoltijo de reproducciones de Helen Frankenthaler [33] y Marc Chagall, vistas aéreas de Pittsburgh y Jerusalén, retratos de ceremonias de bar mitzvah y de graduación de las chicas Warshaw, un póster de Diane Arbus, [34] una fotografía enmarcada de Irv con varios fornidos y sonrientes miembros de la familia Mellon [35] en lo alto del campanil, y un par de lamentables imitaciones de Miró que Deborah había pintado en la escuela. Había también una escultura israelí, consistente en una maraña de alambre de espino, que ocupaba buena parte de una mesita baja. El tablero del scrabble seguía sobre la mesa de centro, abandonado a mitad de partida, y ofrecía, como si de la mesa de un espiritista se tratase, un enigmático mensaje formado por las palabras ÚVULA y JERINGA. En un par de vasos que alguien había dejado junto al televisor seguían derritiéndose varios cubitos de hielo.
– Es de mis suegros -les expliqué-. Sólo estoy de visita.
– Su suegra parecía tan amable y preocupada cuando he hablado con ella… -dijo Amanda Leer.
– Bueno, querían conocerles -les aseguré-. Pero estaban muy cansados. Hoy ha sido un día muy especial.
– Bueno, verá… -dijo Fred Leer-. La verdad es que nos hemos retrasado. -Se levantó la manga del elegante traje de etiqueta para consultar su reloj, que reconocí al instante. Era el Hamilton de oro, con una cara alargada de estilo modernista dibujada en la esfera, que James llevaba en ocasiones en clase y al que se ponía a dar cuerda ruidosamente cuando los demás alumnos criticaban sus escritos-. ¡Oh, Dios mío, nos hemos retrasado dos horas!
– No podíamos marcharnos precipitadamente -explicó Amanda-. Hoy es el cumpleaños de Fred y dábamos una fiesta en el club de golf. Llevábamos un año preparándola. Ha sido una fiesta encantadora.
– ¿Y qué club de golf es ése? ¿Dónde viven ustedes?
Pero ya me imaginaba dónde vivían. Eran una pareja de ricos cabrones.
– El Saint Andrew's -respondió Fred-. Vivimos en Sewickley Heights.
Así que aquellos místicos relámpagos que iluminaban los amenazadores cielos de los relatos de James Leer, aquel catolicismo eslavo basado en la culpa y el infierno, eran también puro camelo.
– Bueno -dijo Amanda Leer, de cuyos labios había desaparecido la sonrisa presbiteriana-, ¿dónde está James?
– Arriba -dije-. Duerme. No creo que se haya enterado de que están aquí. Voy a avisarle.
– ¡Oh, no! -dijo ella-. Iré yo.
– Bueno, tal vez sería mejor que yo me encargara de eso. -Por la agresividad de su tono se diría que pretendía sacar a James de la cama tirándole de la oreja y arrastrarlo por el mismo sistema escaleras abajo hasta el coche. Me pregunté si realmente había sido una buena idea avisar a sus padres. James no era un chiquillo. Los jóvenes de su edad tenían todo el derecho a emborracharse y caerse en redondo. Es más, me habría atrevido a decir que más que un derecho era casi una obligación-. En el piso de arriba hay un montón de puertas, y quizá despierte usted a la persona equivocada, ¡ja, ja, ja!