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– Oh, es cierto, tiene usted razón, señor Grady -aceptó, y volvió a aparecer la sonrisa-. Esperaremos aquí.

– Siento causarle tantos problemas -dijo Fred, y meneó la cabeza-. Me gustaría saber qué demonios le pasa a nuestro James, se lo aseguro.

– Yo sé qué le pasa -intervino Amanda en tono sombrío, pero no especificó qué era-. ¡Vaya si lo sé!

– De una cosa no me cabe duda: le encanta el cine -dije para cambiar de conversación.

– No me tire de la lengua -refunfuñó Amanda.

– No lo haga -intervino el padre de James-, por favor.

Trató de darle al comentario un tono festivo, pero su voz dejaba entrever que se trataba de una amable súplica.

– Enseguida vuelvo -dije-. Y, por cierto, feliz cumpleaños.

– Gracias, señor Grady -dijo Fred.

James no estaba en la cama, sino en el rellano del piso de arriba, con el largo abrigo negro puesto. Me miró como si fuese el carcelero que iba a conducirlo a la horca.

– No quiero ir con ellos -me dijo.

– Escucha, James… -Hablaba en voz baja. Por debajo de todas las puertas se filtraba luz, y no quería que la multitud se arremolinara a nuestro alrededor. Conduje a James al lavabo y pasé el pestillo-. Bueno, James -le dije-. Escucha, colega, creo que debes irte a casa.

– ¡Pero si estoy perfectamente! -se quejó-. ¡Me lo paso la mar de bien!

– Yo diría que te lo pasas demasiado bien. Es evidente que no soy la compañía más adecuada para ti. ¿Me escuchas, James?

Evitaba mirarme. Le puse una mano en el hombro.

– James -dije. Sentí que estaba rompiendo alguna promesa trascendental que le había hecho en algún momento durante las últimas veinticuatro horas, pero me era imposible recordar de qué podía tratarse-. Últimamente, ¿sabes…?, últimamente me pasan cosas muy raras. Estoy… Estoy hecho un lío. Bueno, un poco confundido. Yo… Escucha: ya me siento suficientemente culpable, ¿vale?, para tener que sentirme todavía más culpable si te pasa algo malo. Vamos, hablo en serio. Vete a casa.

– Ésa no es mi casa -dijo fríamente.

– ¿Ah, no? -pregunté-. Entonces, ¿cuál es? ¿La de Carvel? -Retiré la mano de su hombro-. ¿O acaso vives en Sylvania?

Fijó la vista en sus desgastados zapatos de estilo inglés. Hasta nosotros llegaban los murmullos de los dos ancianos que esperaban en el piso de abajo.

– ¿Por qué me contaste todas esas historias, James? -pregunté.

– No lo sé -respondió-. Lo siento. De verdad. Por favor, no me obligues a irme con ellos.

– James, son tus padres.

– No, no lo son -dijo levantando la vista y abriendo unos ojos como platos-. Son mis abuelos. Mis padres están muertos.

– ¿Tus abuelos? -Bajé la tapa del retrete y me senté. El tobillo me palpitaba por el esfuerzo de cavar la tumba de Doctor Dee, y el vendaje de Irv se había deshecho al chapotear en el inundado jardín trasero-. No te creo.

– Te lo juro. Mi padre tenía un avión. Solíamos viajar en él a Quebec. Mi padre había nacido allí. De verdad. Teníamos una casa en los montes Laurentians. Un día que viajaban hacia allí sin mí, se estrellaron. ¡Te lo juro! ¡Salió en el periódico!

Lo miré. Lloraba, y en su pálido rostro se marcaba levemente el mapa de sus venas. Su tono era de absoluta sinceridad.

– Salió en el periódico -repetí, y me froté los ojos para tratar de despejarme y aclarar mis ideas.

– Era vicepresidente de la empresa Dravo. En serio, era amigo de Caliguiri y gente así. Mi madre pertenecía a la alta sociedad, ¿vale? Su apellido de soltera era Guggenheim.

– Sí que lo recuerdo -afirmé. En efecto, había salido en el periódico-. Hace cinco o seis años.

Asintió y dijo:

– El avión se estrelló en las afueras de Scranton.

No pude resistirlo y pregunté:

– ¿Cerca de Carvel?

James se encogió de hombros y pareció sentirse incómodo.

– Supongo que sí -dijo-. Por favor, no me obligues a irme con ellos, ¿de acuerdo? -Se había percatado de que dudaba-. Baja y diles que no has conseguido despertarme. Por favor. Así se irán. En realidad, no les importo en absoluto.

– James, les importas mucho -dije, aunque lo cierto es que parecían mucho más preocupados por la impresión que me habían causado que por el bienestar de su hijo. O de su nieto, si es que era cierto lo que me acababa de contar James.

– Me tratan como a un bicho raro -me aseguró-. ¡Me obligan a dormir en el sótano de mi propia casa! Es mi casa, profesor Tripp. Mis padres me la dejaron en herencia.

– Pero ¿por qué iban a decir que son tus padres si no lo son, James? No tiene pies ni cabeza.

– ¿Han dicho eso? -preguntó. Parecía realmente sorprendido.

Entorné los ojos, me mordí el labio y traté de reconstruir la conversación en la sala.

– Creo que sí -dije-. Pero, si he de serte sincero, no estoy del todo seguro.

– Será una nueva mentira. Joder, son tan retorcidos! No sé por qué le di a la señora Warshaw su número de teléfono. Debía de estar borracho. -Se puso a temblar, a pesar del calor casi sofocante que hacía en el lavabo-. Son tan fríos.

Me enderecé y escruté su pálido, desdibujado, apuesto y joven rostro, intentando creerle.

– Vamos, James -dije-. Ese hombre es tu padre, está clarísimo. Eres clavado a él.

Parpadeó y apartó la mirada. Al cabo de unos instantes respiró profundamente, tragó saliva y metió las manos en los bolsillos del desastrado abrigo. Me miró directamente a los ojos y, en tono ronco y tembloroso, me dijo:

– Eso tiene una explicación.

Pensé en ello un par de segundos.

– Sal de aquí -le ordené finalmente.

– Por eso me odia ella. Por eso me obliga a dormir en el sótano. -Bajó la voz hasta el susurro-. ¡En ese sótano húmedo y cubierto de salitre!

– En ese sótano húmedo y cubierto de salitre -repetí. De repente, me di cuenta de la descarada cita de Poe y comprendí que me engañaba de nuevo, por lo que añadí-: Entre ratas y barricas de amontillado.

– ¡Te lo juro! -dijo, pero se había excedido, y lo sabía. Apartó de nuevo la mirada. Las dos personas que esperaban abajo tenían que ser por fuerza sus padres; tal vez Amanda no me hubiese dicho que era la madre de James, pero sin duda sí se identificó como tal cuando habló por teléfono con Irene. Me puse en pie y meneé la cabeza.

– Ya basta, James -dije-. No quiero oír ni una palabra más.

Lo agarré por el codo y lo conduje fuera del lavabo. Se dejó arrastrar sin rechistar. Lo llevé hasta la sala y lo dejé a cargo de los Leer.

– ¡Mira qué facha tienes! -le dijo Amanda mientras bajábamos por las escaleras-. ¡Debería darte vergüenza!

– Vámonos de aquí -pidió James.

– ¿Qué has hecho, James? -Amanda lo repasó de arriba abajo, horrorizada-. Este abrigo lo había tirado a la basura.

– Lo recuperé -dijo, y se encogió de hombros.

Amanda se volvió hacia mí y, realmente preocupada por primera vez, preguntó:

– Supongo que no se presenta así en clase, ¿verdad, profesor Tripp?

– No, jamás -respondí-. Es la primera vez que lo veo con este abrigo.

– Vamos, Jimmy -intervino Fred, que agarró a James por el delgado brazo-. No molestemos más a esta buena gente. Buenas noches, señor Grady.

– Buenas noches. Encantado de haberlos conocido -dije-. Cuiden de él -añadí, e inmediatamente me arrepentí de haberlo dicho.

– No se preocupe por eso -dijo Amanda Leer-. Cuidaremos de él, se lo aseguro.

– ¡Suéltame! -protestó James, e intentó librarse de la mano del anciano, pero éste lo agarraba con humillante firmeza. Mientras lo arrastraban afuera, James se volvió y me miró, con la boca torcida en una mueca sarcástica y la mirada llena de reproches.