Dejé el manuscrito en la mesilla de noche. Pensé que quizá no era la persona más indicada para juzgar con imparcialidad el trabajo de James Leer. Sabía que en el fondo sentía celos del chico: de su talento, a pesar de que yo también lo tenía, y de su juventud y energía, a pesar de que era absurdo por mi parte lamentarme de haberlas perdido; pero, por encima de todo, sentía celos de algo tan tonto como el hecho de que hubiese terminado su libro. A pesar de todos los defectos que quizá tuviera, podía sentirse orgulloso de haberlo conseguido. La reacción dinámica que se produce por la combinación de ostracismo e imaginación, así como los problemas de convivencia en una familia desestructurada, eran temas muy bien tratados, y la escena en el autobús con una todavía desconocida Marilyn, aunque no resultaba del todo convincente, estaba escrita con el entusiasmo de un auténtico fan y era una grata sorpresa. Y había otra escena anterior que no me había podido quitar de la cabeza durante la lectura y que todavía me inquietaba. Tomé de nuevo el manuscrito y lo abrí por la página 52, en la que el narrador rememoraba con suma crudeza el día de agosto de 1928 en que el viejo Ham Eager violó a la esposa de su recién casado hijo.
Así pues, el viejo la agarró por el cuello como si fuese una paloma. Le aplastó la cara contra el polvoriento y amarillento colchón de su cama. Ella no podía respirar. Él había estado recogiendo moras al borde de la carretera y todavía tenía los dedos manchados.
El narrador proseguía su relato en el mismo tono desapasionado y comentaba que nueve meses después nació John Eager. Al leer ese pasaje por primera vez se me erizó el vello de la nuca, y al releerlo ya no me sentí tan seguro de que hacía un rato James Leer me hubiese mentido, a pesar de que no ignoraba que los mentirosos más hábiles siguen haciéndolo a la perfección mucho tiempo después de haber sido descubiertos. No creía que Fred Leer fuese al mismo tiempo el padre y el abuelo de James, pero aun así no pude evitar una súbita punzada de culpabilidad en el pecho por haber permitido que aquel par de elegantes espectros se lo llevasen. Volví a dejar el manuscrito, me puse en pie y empecé a dar vueltas por la habitación, pensando en James Leer.
¿Por qué El desfile del amor? Como de costumbre, James parecía haber elegido ese título más por lo bien que sonaba que por la conexión que pudiese tener con la trama o los personajes de la historia. Había una especie de simpático guiño en la elección de títulos por parte de James, como si escribiendo libros titulados La diligencia o Avaricia esperase convertirse no en un simple escritor, sino en todo un estudio cinematográfico; quería construir, en el solar vacío que era su vida, una ciudad rebosante de figurinistas, ingenieros de sonido, guerreros griegos, bucaneros e indios kickapoo, una ciudad en la que pudiera ejercer de productor y director, guionista, foquista y maquillador, figurante destinado al estrellato y actriz principal en la cima de su carrera. He conocido a montones de cinéfilos en mi vida, desde gentes que soñaban con ser travestís e idolatraban los rostros de las grandes divas, hasta nostálgicos compulsivos que se metían en una película como quien se mete en una máquina del tiempo o en una botella de whisky y programa un viaje sin regreso. Y, en mayor o menor grado, esa obsesión estaba relacionada, como cualquier otra, con una sensación de vacío existencial. Pensé que en el caso de James lo que debía de fascinarle eran las cambiantes personalidades de los actores y actrices: las biografías oficiales de las oficinas de prensa; los seudónimos artísticos; los papeles que interpretaban, saltando continuamente de un personaje a otro. Y había influido sobremanera en él, según se desprendía de la lectura de su novela, la atmósfera de comunidad que emanaba de la vida en las pequeñas ciudades de provincias cuyas excelencias cantaban muchas de las películas del Hollywood de los años dorados.
Sin embargo, era lo bastante inteligente para percatarse de que esa atmósfera era una pura ilusión -cuya ambivalencia quedaba reflejada en El desfile del amor-, y lo bastante depresivo para que le fascinase el reverso del medallón hollywoodiense, representado por la aspirante a estrella que aparece en un rincón en la escena de la fiesta de Cautivos del mal y después se toma noventa y dos nembutales y se precipita al vacío desde la terraza de su casa, por la desolación del guionista incluido en la lista negra durante la caza de brujas, por la triste patología de la verdadera vida sexual de un mítico galán de la pantalla o por el trágico destino de Sal Mineo, Jayne Mansfield o Thelma Todd. Y me dije que el acto culminante de su particular pasión cinéfila había sido tatuarse el nombre de Frank Capra en una mano. A Capra siempre se le ha considerado un director sentimentaloide, pero el mundo que aparece en sus películas está lleno de sombras -recuerden que sólo la vida de un hombre separaba Bedford Falls de la chillona pesadilla de Pottersville-, en las que a menudo acecha el espectro de la ruina, el suicidio y la vergüenza. Apesadumbrado por el fallecimiento del director que había dotado de un aura romántica a la América de las pequeñas ciudades de provincias, James decidió grabarse su nombre en su propia carne con una aguja.
Me senté en la cama, crucé los brazos y al cabo de un momento me puse en pie de nuevo. Tomé del estante Lem Walker, cirujano del espacio y leí un pasaje en el que se relataba la ceremonia de graduación en la Academia de Medicina de Altair IV, mientras en el cielo estallaba una tormenta de positrones. Abrí los cajones del viejo escritorio de Sam y comprobé que no había nada, excepto un caramelo Pez y un centavo de 1964. Traté de borrar de mi mente la sensación de que, de todas las personas cuya confianza había traicionado a lo largo de mi vida, James Leer era probablemente la menos capaz de soportarlo.
– Muy bien -dije en voz alta mientras contemplaba con remordimiento la mochila de James al tiempo que deseaba con toda mi alma egoísta y marchita como una pasa tumbarme en la cama de Sam Warshaw, fumarme un canuto y leer el episodio de la epidemia de «fiebres cetusianas» entre los «pueblos de las colmenas» de Betelgeuse V de las aventuras de Lem Walker. Pero mi negro y mezquino corazón estaba prisionero en el asiento posterior de un Mercedes gris que había emprendido un largo y silencioso viaje de regreso a Pittsburgh-. Creo que eso es lo que debo hacer.
Cogí el manuscrito y la mochila y bajé por las escaleras. En el último peldaño perdí el equilibrio y me torcí el tobillo sano. Fui hasta la cocina dando saltos y descolgué el teléfono. Marqué el número de mi casa. Respondió Hannah. Le expliqué dónde estaba.
– Te echamos de menos -dijo ella casi gritando. Al fondo se oía a Wilson Pickett, los elefantes de Aníbal, un tiroteo, gritos de mujeres histéricas y unos ruidos que podían ser de una partida de dados.