Puse manos a la obra y reconstruí el relato lo mejor que pude. Reduje los elementos sobrenaturales y transformé el tema de la indescriptible Cosa venida del más allá en una extraña psicosis de mi protagonista, que habla en primera persona; magnifiqué el tema del incesto y le añadí un poco más de erotismo. Me pasé unas seis horas escribiendo febrilmente hasta terminar el relato. Una vez listo, tuve que salir corriendo para ir a clase, y llegué al aula con cinco minutos de retraso. El profesor estaba leyendo el relato de Crabtree en voz alta, su método predilecto para «sumergirnos» en la obra. No tardé en percatarme de que lo que estaba escuchando no era un refrito confuso y torpemente faulknerianizado de un oscuro cuento de terror de un escritor desconocido, sino el mismísimo Hermana de las tinieblas, con la transparente, magra y sosa prosa de August Van Zorn. La consternación que me produjo sentirme atrapado, a punto de ser puesto en evidencia y, sobre todo, superado en lo que consideraba mi ingenioso juego, sólo fue igualada por mi sorpresa al percatarme de que no era la única persona en la Tierra que había leído los relatos del pobre Albert Vetch. Pero fue en aquel momento, mortificado y presa de un pánico creciente a medida que el profesor iba pasando las páginas, cuando sentí el primer chispazo de la intensa, aunque no exenta de altibajos, amistad que me ha unido desde entonces a Terry Crabtree.
No abrí la boca durante el debate que siguió a la lectura del relato de Van Zorn; nadie pareció apreciarlo excesivamente -éramos demasiado serios para disfrutar de semejante catálogo de fantasmagóricas bufonadas, y demasiado jóvenes para captar el trasfondo de aflicción que emanaba de su estilo-, pero nadie se mojó y dio su sincera opinión. Yo era el que iba a pagar el pato. Le entregué mi relato al profesor, y éste empezó a leerlo, con su habitual tono plano y seco como las tierras de un rancho, monótono como un desierto. Jamás he sabido con certeza si fue debido a la tediosa manera de leer del profesor, a las laberínticas e indigestas frases sin signos de puntuación de mi pseudofaulkneriana prosa con las que tenía que lidiar o al rijoso final del cuento, absolutamente carente de misticismo y redactado en diez minutos tras cuarenta y seis horas sin dormir, pero lo cierto es que nadie se percató de que, en esencia, se trataba del mismo relato que había presentado Crabtree. Al terminar la lectura, el profesor me miró con una expresión a un tiempo triste y benevolente, como si estuviese viendo la magnífica carrera que me esperaba como vendedor de cables eléctricos. Los que habían sucumbido al sopor recuperaron la compostura y se inició un breve y poco animado debate, durante el cual el profesor concedió que mi prosa tenía un «innegable vigor». Diez minutos después bajaba por Bancroft Way de regreso a casa, azorado y decepcionado, pero sin dejarme vencer por el desaliento; a fin de cuentas, el relato no era del todo mío. Me sentía extrañamente halagado, casi entusiasmado, al pensar en el innegable vigor de mi prosa, en el torrente de historias capaces de estremecer al mundo que me venían a la cabeza pidiendo ser escritas y en el simple y feliz hecho de que mi falsificación había colado sin mayores problemas.
O casi. Al detenerme en la esquina de Dwight sentí una palmada en el hombro; me volví, y allí estaba Crabtree, con sus ojos brillantes y su bufanda roja de cachemir revoloteando agitada por el viento.
– August Van Zorn -dijo, y me tendió la mano.
– August Van Zorn -repetí, y nos dimos un apretón de manos-. ¡Es increíble!
– Carezco por completo de talento -admitió-. Y tú, ¿qué excusa tienes?
– La desesperación. ¿Has leído otros cuentos suyos?
– Un montón. Los devoradores de hombres, El caso de Edward Angell, La casa de la calle Polfax… Es estupendo. No puedo creer que hayas oído hablar de él.
– Oye -dije mientras pensaba para mis adentros que mi vinculación con Albert Vetch no se limitaba a haber oído hablar de él-, ¿te apetece tomar una cerveza?
– No bebo -respondió Crabtree-. Pero puedes invitarme a un café.
Me apetecía una cerveza, pero, desde luego, en las inmediaciones de la universidad era mucho más fácil conseguir un café, así que entramos en una cafetería, precisamente en una que había evitado durante las dos últimas semanas, ya que la frecuentaba la tierna y perspicaz estudiante de filosofía que me había rogado con suma dulzura que no siguiera malgastando mi clon. Un par de años después, se convirtió en mi esposa durante algún tiempo.
– Hay una mesa debajo de las escaleras, al fondo -dijo Crabtree-. Suelo sentarme allí. No me gusta que me vean.
– ¿Por qué?
– Prefiero seguir siendo un misterio para mis condiscípulos.
– Ya veo, pero entonces, ¿por qué hablas conmigo?
– Por Hermana de las tinieblas -respondió-. No me he dado cuenta hasta al cabo de varias páginas, ¿sabes? Ha sido con lo del ángulo de las entradas en la frente del protagonista, que «desequilibraba ligeramente el resto de su cara».
– Me habrá venido a la cabeza -admití-, porque lo he escrito sin consultar el original.
– Pues tienes una memoria enfermiza.
– Pero al menos tengo talento.
– Tal vez sí -dijo, y bizqueó para contemplar la llama de la cerilla que acababa de encender al tiempo que protegía con una mano el cigarrillo sin filtro que sostenía entre los labios. En aquella época fumaba Old Gold. Actualmente se ha pasado a otra marca, baja en alquitrán y de cajetilla azul claro; cigarrillos de mariquita, los llamo cuando quiero hacerle rabiar.
– Si no tienes talento, ¿cómo conseguiste que te admitieran en la asignatura? -le pregunté-. ¿No tuviste que presentar una muestra de tus textos?
– Antes sí que lo tenía -respondió mientras apagaba la cerilla sacudiendo despreocupadamente la mano-. Escribí un buen relato, uno solo. Pero eso no me preocupa. No pretendo convertirme en escritor. -Entonces se calló un momento, a la espera de que sus palabras hicieran mella. Me dio la impresión de que llevaba mucho tiempo esperando poder mantener aquella conversación. Me lo imaginé en su casa, lanzando sofisticados penachos de humo a su imagen en el espejo de su dormitorio, mientras se retocaba una y otra vez la bufanda de cachemir-. Me inscribí para aprender todo lo que pueda no sólo sobre la escritura, sino también sobre los escritores. -Se recostó en el asiento y empezó a desanudarse la bufanda-. Pretendo convertirme en el Max Perkins1 de nuestra generación.
Su expresión era seria y solemne, pero en su mirada seguía habiendo un ligero aire de mofa, como si me estuviese retando a admitir que no sabía quién era Maxwell Perkins. [5]
– ¿Ah, sí? -dije yo, decidido a responder a su pomposidad y arrogancia con idénticas armas. Había dedicado largas horas a impresionar a mi espejo con agudezas e intrépidas miradas de escritor. Tenía un jersey de pescador griego, y cuando me lo ponía me halagaba pensar que mi frente se parecía a la de Hemingway-. Bueno, pues yo pretendo ser el nuevo Bill Faulkner.
Sonrió y dijo:
– Pues te queda mucho más camino por recorrer que a mí.
– ¡Vete a la mierda! -repliqué, y le cogí un cigarrillo del bolsillo de la camisa.
Mientras nos bebíamos los cafés, le hablé de mí y de mi errabundeo de los últimos años, adornando el relato con impúdicas referencias a desmelenados aunque imprecisos escarceos sexuales. Noté que reaccionaba con cierta incomodidad cuando le hablaba de chicas y le pregunté si salía con alguna, pero ante su monosilábica respuesta, cambié rápidamente de tema. Le expliqué la historia de Albert Vetch, y al acabar, comprobé que le había emocionado.
[5] Maxwell Perkins (1884-1947), prestigioso editor estadounidense, que desarrolló su carrera en la editorial Charles Scribner & Sons y fue el descubridor y mentor de escritores como Francis Scott Fitzgerald, Hemingway y, sobre todo, Thomas Wolfe, con el que mantuvo una estrechísima relación editor-autor.