– Pues entonces no veo dónde está el problema.
James sonrió y dijo:
– No hay ningún problema. Dadme un minuto para vestirme.
– Un momento -intervine. Ambos se volvieron para mirarme-. Yo no lo veo nada claro.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Crabtree.
– James, debo decirte que tengo la sensación de que una vez más te has estado quedando conmigo.
– ¿Por qué? -Parecía nervioso-. ¿Ahora qué he hecho?
– Por lo que me explicaste, parecía que en cuanto llegarais a casa te iban a echar a un pozo repleto de alimañas -le espeté-. Y resulta que vives en un jodido palacio, colega.
James inclinó la cabeza y fijó la mirada en sus manos.
– James -intervino Crabtree-, ¿le dijiste a Grady que tus padres…?
– Son mis abuelos. -Levantó la vista y me lanzó una mirada desafiante-. De verdad.
– No lo pongo en duda. -Crabtree sonrió levemente-. ¿Le dijiste que al llegar a casa tus abuelos te echarían a un pozo repleto de alimañas?
– No, creo que no.
– Bueno. -Crabtree me dio un amigable puñetazo en el brazo, como diciendo: «¿Lo ves?»-. Ve a vestirte.
– De acuerdo. -Fue hasta la cama y recogió rápidamente la ropa que le había prestado por la mañana-. ¿Puedo…? ¿Puedo volver a ponérmela, profesor Tripp? -preguntó.
Lo miré y me encogí de hombros.
– Joder, si no hay otro remedio! -dije.
Se arredró y comprobé que lo había ofendido. Asintió lentamente y se quedó de pie durante un minuto, jugueteando nervioso con el cuello de mi camisa de franela. Después se volvió y se alejó arrastrando un poco los pies. Desapareció tras una de las dos puertas que había al fondo de la habitación. Al cabo de un instante olmos el aleteo del ventilador del cuarto de baño.
– ¡Qué modesto es! -comentó Crabtree con admiración, no sabría decir si auténtica o burlona.
– Ajá.
– Oh, vamos, Tripp. ¿Por qué estás tan cabreado con él?
– No lo sé -respondí-. En realidad, no creo estar cabreado con él. Es sólo toda esa mierda sobre que sus padres no son sus padres, ¿sabes? Quiero decir que ¿a qué viene todo ese rollo? -Meneé la cabeza-. Supongo que lo único que quiero es saber de una vez por todas cuál es la verdadera historia de este capullo.
– La verdad -dijo Crabtree. Se acercó a una pila de libros y tomó los tres de encima. Eran volúmenes de tapa dura, de un tono oscuro y sin adornos-. Eso siempre ha sido importantísimo para ti, ya lo sé.
Estiré el brazo derecho hacia él con el puño cerrado.
– Elige un dedo -le dije.
– Creo que deberías tomártelo con más calma con respecto a ese chico.
– ¿Sí? ¿Y por qué?
– Porque ayer te largaste y lo dejaste a oscuras sentado en el aula.
Bajé el puño y exclamé:
– ¡Oh!
No se me ocurrió una respuesta mejor. Contemplé con más detenimiento la colección de fetiches cinematográficos de James y descubrí que la decisión de grabarse el nombre del director fallecido en el dorso de la mano no habla sido un mero capricho de adolescente. El chico era un fanático de Capra. En la pared contra la que estaba colocado el escritorio se acumulaban en diversos estantes pilas de vídeos en cuyas carátulas se leían títulos como El secreto de vivir, Horizontes perdidos, etcétera, y montones de guiones encuadernados en plástico negro con algunos de los mismos títulos escritos en mayúsculas en los lomos. Y por encima de los estantes estaban colgados los carteles de quince o dieciséis películas de Capra -algunas me resultaban familiares, otras ostentaban títulos desconocidos para mí, como Dirigible o La locura del dólar-, además de docenas de fotografías de plató, la mayoría de las cuales me pareció que procedían de ¡Qué bello es vivir! y Juan Nadie. Esa pared era, por decirlo de algún modo, la capital del reino de la devoción cinematográfica de James, desde la cual su imperio se había ido extendiendo hacia arriba, por las gruesas vigas del techo, y hacia los lados, por las restantes paredes de la habitación, en las que se habían formado prósperas colonias consagradas a algunas de las grandes estrellas que trabajaron a las órdenes de Capra: Jimmy Stewart, Gary Cooper y Barbara Stanwyck, de las que había fotos enmarcadas, pósters y programas de mano de muchas de sus películas, tanto obras maestras como olvidados filmes menores, desde Annie Oakley a Ziegfeld Girl. En las esquinas más alejadas el imperio de la obsesión de James parecía desintegrarse en una vaga zona fronteriza de culto hollywoodiense, en la que se habían establecido unos pocos puestos avanzados en los que asomaban Henry Fonda, Grace Kelly o James Mason.
Después, abriéndome camino entre los candelabros y las pilas de libros y vídeos, me acerqué al enorme y negro barco naufragado que era su cama y comprobé que la pared posterior estaba cubierta por unas cuarenta fotografías en papel satinado de actores de cine cuyo nexo de unión entre ellos o relación con Frank Capra no fui capaz de dilucidar. Ahí estaban Charles Boyer, una exquisita mujer que me pareció que podía ser Margaret Sullavan, y, de nuevo, el rostro sonriente, mofletudo y bigotudo del personaje del reloj de James. Al igual que el de este individuo, los rostros de muchos de los actores de las fotografías me resultaban familiares, pero no podía identificarlos con precisión; algunos otros, en cambio, me eran completamente desconocidos. El centro estaba reservado a varias fotografías muy famosas de Marilyn Monroe -tumbada desnuda sobre terciopelo rojo, leyendo el Ulises, luchando contra la corriente de aire de la rejilla del metro que le levanta la falda-, y mientras las contemplaba creí descubrir cuál era el eje vertebrador de las fotos que colgaban de aquella pared. Deduje que se trataba de un imperio rival que se disponía a conquistar las paredes de la habitación de James: el advenedizo reino de los suicidas de Hollywood. Supuse que la chaqueta de satén habría pasado a formar parte de él.
– ¿Herman Bing se suicidó? -le pregunté a Crabtree, y señalé al tipo de los bigotes tiesos-. ¿Reconocerías a Herman Bing si vieras su fotografía?
– Mira esto -dijo Crabtree, haciendo caso omiso de mi pregunta. Y tomó varios libros con cada mano para mostrármelos-. Todos estos volúmenes son de bibliotecas públicas.
– ¿Y?
– Y deberían haber sido devueltos -me miró y enarcó las cejas en un gesto de complicidad- hace un par de años. Éste hace tres. -Tomó otro libro y le echó un vistazo al pequeño papel pegado en la solapa. Lanzó un silbido-. Este hace cinco. -Tomó otro-. Éste ni siquiera tiene anotada la fecha del préstamo.
– ¿Crees que los ha robado?
Crabtree se puso a revolver los libros, derrumbando torres y hundiendo bóvedas.
– Todos son de bibliotecas -aseguró mientras, acuclillado y dando pasos hacia atrás como un cangrejo, echaba un vistazo a los libros de la parte baja de la pared-. Todos, sin excepción.
– Ya estoy listo -dijo James, que reapareció con mis tejanos, que le iban enormes, y subiéndose las largas mangas de mi camisa de franela.
– Me da la impresión de que le van a caer a usted unas multas de campeonato, señor Leer -dijo Crabtree señalando los libros.
– ¡Oh! ¡Ah! Yo…, uh, bueno, yo nunca… -balbució James.
– Tranquilo -dijo Crabtree. Cerró bruscamente uno de los libros robados y me lo tendió-. Toma. -Se enderezó y cogió a James del brazo-. Larguémonos.
– Uh, hay un pequeño problema -dijo James, que se liberó de la mano de Crabtree-. La vieja baja aquí más o menos cada media hora para vigilarme, lo juro. -Echó un vistazo a las manecillas sobre el rostro de Herman Bing-. Probablemente vendrá dentro de unos cinco minutos.