– La vieja -repitió Crabtree, y me guiñó un ojo-. ¿Y por qué te vigila? ¿Qué teme que hagas?
– No lo sé -respondió James, sonrojándose-. Supongo que escaparme.
Miré a James y recordé su aparición en el jardín de los Gaskell con aquel oscilante brillo plateado en su mano. Después eché un vistazo al lomo del libro que Crabtree me había dado y descubrí con asombro que era un ejemplar reencuadernado de Las abominaciones de Plunkettsburg, de August Van Zorn, propiedad de la Biblioteca Pública de Sewickley. Según constaba en la etiqueta de control, había sido dejado en préstamo en tres ocasiones, la más reciente en septiembre de 1974. Cerré los ojos y traté de apartar de mi mente aquella prueba de la inutilidad del arte de Albert Vetch, de la inutilidad de cualquier manifestación del arte, del esfuerzo humano, de la vida humana en general. Sentí un súbito acceso de náuseas y el ya familiar zumbido que me perforaba el cráneo. Me pasé la mano por delante de la cara, como si tratase de ahuyentar una nube de avispas. Comprendí que podía escribir diez mil páginas más de brillante prosa y no por ello dejar de ser un minotauro ciego dando traspiés sin ton ni son, un ex chico prodigioso fracasado, adicto a la marihuana, con problemas de obesidad y un perro muerto en el maletero del coche.
– Necesitamos un señuelo -dijo Crabtree-, eso es lo que necesitamos. Hay que meter algo que haga bulto en tu cama para que parezca que estás durmiendo.
– Claro, un par de buenos jamones, por ejemplo -propuso James-. Utilizaron ese truco en La isla de los corsarios.
– No -dije, y abrí los ojos-. Un par de jamones no. -Ambos se quedaron mirándome-. ¿No tienes alguna lona o algo parecido por aquí? O una manta de reserva. Algo resistente.
James reflexionó unos instantes y con un movimiento brusco de la cabeza señaló las puertas al fondo de la habitación.
– Allí. La puerta de la izquierda. En el armario hay varias mantas. ¿Qué pretendes hacer?
– Voy a vaciar mi maletero -respondí.
Fui hasta la puerta contigua a la del lavabo, la abrí y entré en un cuarto oscuro que olía menos a rancio y a humedad que el aposento de James. Encendí la luz y descubrí que se trataba de una especie de informal sala de juegos, con paredes forradas de madera de abeto sin barnizar y una alfombra beréber. Había un bar y un viejo televisor Philco, al fondo, y, justo en el centro, una mesa de billar. En el bar no había nada, el televisor estaba desenchufado y ni rastro de tacos de billar. El armario que había mencionado James estaba junto a la puerta. Lo abrí y en uno de los estantes bajos encontré una pila de andrajosas colchas y mantas. Ninguna de ellas parecía suficientemente grande para lo que tenía pensado hacer, pero había una manta a rayas como la que Albert Vetch solía ponerse sobre el regazo para combatir los gélidos vientos que soplaban desde el vacío cósmico. Me la eché sobre un hombro y volví a la habitación de James. Él y Crabtree estaban sentados en la cama. La mano de Crabtree había desaparecido bajo la camisa de James -mi camisa- y se movía sobre el pecho del chico con un arrobamiento sosegado y metódico. James miraba hacia abajo y contemplaba a través de la abertura del cuello cómo Crabtree le metía mano. Cuando entré en la habitación, James me miró y me sonrió con una expresión soñolienta y vulnerable, como la de alguien sorprendido sin sus inseparables gafas.
– Estoy listo -dije en voz baja.
– Ajá -dijo Crabtree-. Nosotros también.
Abrí el maletero muy lentamente, para evitar que chirriase. La luz de la luna iluminó a Doctor Dee, Grossman y la tuba huérfana, cada uno durmiendo su particular sueño. Envolví a Doctor Dee con la manta, plegué las puntas bajo su pelvis y pecho, levanté el rígido cadáver y me lo coloqué sobre los brazos. Parecía que pesaba menos que la noche anterior, como si la materia de su cuerpo se fuese evaporando en forma de pestilentes gases.
– Tú serás la siguiente -le prometí a Grossman. En cuanto a la tuba, todavía no tenía decidido qué hacer con ella.
– ¿Te parece bien que te esperemos aquí? -preguntó Crabtree a través de la ventanilla abierta mientras yo rodeaba el coche. Oí el leve golpeteo de las píldoras en el frasquito que tenía en la mano.
– Lo prefiero -dije.
Miré a James, que estaba en el asiento trasero junto a Crabtree. Tenía los ojos vidriosos y la sonrisa petrificada de alguien que trata de sobrellevar un moderado malestar intestinal. Me di cuenta de que hacía un serio esfuerzo por no dejarse arrastrar por el pánico.
– Y tú, James, ¿estás de acuerdo con el plan? -le pregunté, e hice un gesto con la cabeza que abarcaba el cadáver de Doctor Dee que sostenía entre los brazos, el amplio y sombrío asiento trasero del coche, la mansión de los Leer, la luz de la luna, el desastre que se avecinaba.
Asintió y me advirtió:
– Si oyes un ruido raro, como de un ascensor, sal corriendo.
– ¿De qué es el ruido?
– De un ascensor.
– Vuelvo enseguida -dije.
Cargué con Doctor Dee por el camino de gravilla y rodeé la parte trasera de la casa hasta la habitación de James. Necesitaba una mano libre para girar el pomo, así que apoyé el cadáver del chucho contra la puerta, abrí y entré. Aguantando todo el peso de Doctor Dee con un solo brazo, retiré la colcha de la cama de James y tiré al perro sobre el colchón. Los muelles resonaron como campanas. Volví a colocar la colcha hasta cubrir la cabeza de Doctor Dee y dejé que asomase un mechón de pelo negro. Me daba cuenta de que era algo pueril, pero resultaba tan convincente, que no pude menos que sonreír.
Cuando volví a entrar en la sala de billar para dejar la manta, reparé en otro conjunto de fotografías colgadas en la pared, encima del televisor. Éstas, sin embargo, no eran de ninguna película. Eran viejas fotos de familia, la más reciente de las cuales mostraba a un inconfundible James de cinco años, con un disfraz de cowboy rojo y negro y blandiendo con gesto serio un par de revólveres cromados. En otra aparecía un hombre apuesto que me resultó completamente desconocido con un James bebé en brazos; al fondo los vagones de un tren atravesaban un paisaje invernal. En otra se veía a James con una minúscula pajarita roja sentado sobre el regazo de una Amanda Leer mucho más joven. El resto de las fotografías eran típicos retratos de estudio de la Europa y la América de antes de la guerra, con hombres engominados, mofletudos bebés con vestidos de volantes y mujeres de tonos sepia con ondulantes bucles. Probablemente no me habría fijado en ellas de no ser porque una era la copia exacta de una fotografía que colgaba de la pared del amplio recibidor de mi casa, en el que Emily había enmarcado y colgado su museo histórico personal.
En la fotografía aparecían nueve varones de semblante serio, entre la juventud y la mediana edad, ataviados con trajes negros y sentados en sillas de respaldo recto tras una lustrosa pancarta de terciopelo. Sabía que el hombre que ocupaba el centro del grupo, un individuo pequeño, pulcro y con un aire ligeramente enojado, era Isidore Warshaw, el abuelo de Emily, que había sido propietario de una confitería en Hill, no lejos de donde modernamente se erigía el Hit-Hat de Carl Franklin. CLUB SIONISTA DE PITTSBURGH, se leía en la pancarta, formando un arco sobre una estrella de David. Había una segunda inscripción, bordada bajo la estrella en brillantes carácteres hebreos. Me sorprendió tanto encontrar esa fotografía en casa de otra persona, que tardé un minuto en darme cuenta de que no era la que tenía en la mía, sino una copia idéntica. Reparé entonces en el tipo alto y delgado sentado con las piernas cruzadas en una esquina de la fotografía, que miraba hacia su derecha mientras todos los demás tenían la vista fija en la cámara; siempre había estado allí, así que debía haberlo visto miles de veces antes, sin fijarme en él. Era delgado, apuesto, de cabello oscuro, pero sus facciones parecían borrosas, distorsionadas, como si hubiese movido la cabeza en el instante en que el obturador de la cámara se abría y cerraba.