Oí un ruido, una especie de gemido semihumano, débil y afligido, como la llamada de un faro entre la niebla. Durante un extraño instante me pareció escuchar el sonido de mi propia voz, pero comprobé que el sonido provenía de las profundidades de la casa y hacía vibrar las vigas, el techo y el cristal de las fotografías enmarcadas que colgaban de la pared. Era el ascensor. Amanda Leer bajaba, tal vez para cerciorarse de que su hijo no había seguido los pasos de George Sanders y Herman Bing hacia la definitiva disolución.
Apagué la luz y me dirigí cojeando a la habitación de James. Cuando estaba a punto de apagar también la luz de esa habitación y largarme de la casa embrujada de los Leer, mi mirada se posó sobre la vieja Underwood manual que había en el escritorio, cuya negra masa estaba decorada, como un coche mortuorio pasado de moda, con una tira de hojas de acanto. Me acerqué y abrí el cajón en el que James había guardado lo que estaba escribiendo cuando llegamos. Consistía en diez u once versiones de un primer párrafo, cada una de las cuales tenía una frase más que la anterior. Todas estaban repletas de subrayados y retoques señalados con flechas. En la hoja de encima se leía algo semejante a esto:
ÁNGEL
Cuando fueron a celebrar la comida de pascua con la familia de él, ella llevaba gafas de sol y su famoso cabello rubio recogido en un pañuelo con un estampado de cerezas. En el taxi, camino del apartamento de los padres de él, se pelearon, pero hicieron las paces en el ascensor. El matrimonio de ella había fracasado, y el de él estaba a punto de hacerlo. Ella no estaba muy segura de que aquél fuese el mejor momento para conocer a la familia de él, y sabía que él tampoco lo tenía muy claro. Se hablan desafiado mutuamente a dar aquel paso, como niños que apuestan a ver quién es capaz de caminar por la barandilla de un puente. En la vida de ella, las cosas buenas a menudo acababan resultando ilusorias, y nunca sabía si a sus pies había una profunda corriente de agua o tan sólo una tela pintada de azul.
Él le explicó que en una noche como aquélla, en Egipto, hacía tres mil años, el Ángel de la Muerte había visitado las casas de los judíos. Y que en otra noche como aquélla, hacía diez años, su hermano se había suicidado, y le advirtió que en la mesa de la cocina habría una vela encendida en su memoria. Ella nunca había pensado en la muerte bajo la forma de un ángel, y la idea la fascinó. Sería un ángel con aspecto de obrero, con un delantal de cuero, las mangas subidas y los tendones y músculos marcados en los antebrazos. Seis años después, justo antes de suicidarse, recordaría
El lamento del ascensor se había agudizado hasta convertirse en un mecánico chirrido herrumbroso, como el sonido de una vieja bomba de agua, y se hacía más fuerte a cada segundo que pasaba. La casa se estremecía, suspiraba y bombeaba como un corazón. No disponía de mucho tiempo. Dejé el manuscrito donde lo había encontrado, cerré el cajón y me dirigí hacia la puerta. Cuando pasé junto a la cama, me fijé en el vaso vacío de la mesilla de noche, en el que ya había reparado antes, y descubrí que tenía pegada una etiqueta naranja con el precio, 79 centavos. ¡James había robado de la cocina de los Warshaw el vaso que había contenido la vela en memoria de Sam! Me acerqué a la mesilla y lo cogí. Descubrí que durante sus veinticuatro horas de vida una polilla había caído sobre la vela conmemorativa del yahrzeit y se había ahogado en la piscina de cera. Metí un dedo, saqué el cadáver de la polilla errante y lo deposité sobre la palma de mi mano. Era una polilla pequeña, anodina, de un color como de polvo, con las alas destrozadas.
– ¡Pobre bicho! -dije.
El ascensor aterrizó como un martillazo. Se escuchó el crujido de la caja y un chirrido de goznes. Me metí la polilla en el bolsillo de la camisa, apagué la luz y salí corriendo a la profunda, silenciosa y episcopaliana oscuridad, solemne y dulzona como la noche en un campo de golf.
Una vez alcanzada la seguridad del coche, encendí el motor y nos alejamos de la entrada y de su discreto par de piñas.
– James -dije cuando ya habíamos recorrido la mitad de la manzana y ganábamos velocidad. Miré por el retrovisor, casi esperando ver una fantasmagórica silueta en camisón gesticulando indignada junto a la verja de la mansión de los Leer. Pero no había nada, excepto la luz de la luna, los oscuros setos y un lejano y negro punto de fuga-. ¿Eres judío?
– Más o menos -respondió. Iba en el asiento trasero, con su mochila sobre el regazo y aspecto de estar totalmente despierto-. Quiero decir que si, pero mis abuelos… Digamos que… no sé… Creo que abjuraron.
– Siempre había creído que… Como el catolicismo ocupa un lugar tan importante en tus relatos…
– No, simplemente, me gustan los rollos católicos por lo retorcidos que pueden llegar a ser.
– Y esta noche estaba convencido de que eras episcopaliano. O al menos presbiteriano.
– De hecho, vamos a la iglesia presbiteriana -dijo James-. Bueno, ellos van. Por navidades. Mira, recuerdo que una vez fuimos a un restaurante de Mount Lebanon y pedí un cream soda. [41] Se pusieron a chillarme, diciendo que era demasiado judío. Al parecer, tomar un cream soda es lo único que he hecho que puede considerarse propio de un judío.
– Pues te libraste por los pelos -dijo Crabtree con solemnidad-. Antes de que te hubieras dado cuenta, te habrían atado las filacterias.
– Entonces, ¿qué opinas de la pascua? -le pregunté a James-. ¿Y del seder de los Warshaw?
– Fue interesante -respondió-. Y fueron muy amables.
– ¿Y estar con ellos te hizo sentirte judío? -quise saber, pues se me había ocurrido que tal vez fuese ésa la razón de que robase la vela extinguida de la cocina de los Warshaw.
– Pues no, la verdad. -Se puso cómodo, echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo estrellado a través del semitransparente dosel que formaban las ramas de los árboles-. Me hizo sentir que no era nada.
Añadió algo más, pero, como tenía la cabeza echada hacia atrás, la voz le salía ahogada de la laringe y el viento que pasaba por encima del coche se llevaba sus palabras.
– No he oído la última frase -le dije.
– He dicho: «Que no soy nada» -repitió.
Al llegar a mi casa nos encontramos la puerta abierta de par en par y todas las luces encendidas. De la sala llegaba la música del estéreo con el volumen bajo.
– ¿Hola? -llamé.
Entré en la sala. La alfombra estaba sembrada de patatas chips aplastadas y había casetes y fundas de discos esparcidas por todos lados. Un gigantesco cenicero con forma de mapa de Texas que alguien había dejado en precario equilibrio en el brazo de una mecedora había caído sobre el cojín del asiento y las colillas y la ceniza estaban desparramadas sobre la tela clara a rayas. Entré en el comedor, pasé a la cocina y eché un vistazo en el lavadero, en busca de supervivientes, mientras iba recogiendo latas de cerveza vacías y apagaba las luces a medida que salía de cada habitación.
– No hay nadie -dije al volver al recibidor, donde había dejado a Crabtree y James; pero también ellos se habían volatilizado. Fui en su busca por el pasillo, a ver si convencía a alguno de los dos para fumarse un canuto conmigo y después buscar en la programación televisiva nocturna algún buen publirreportaje o una película de Hércules. Pero no había dado ni dos pasos cuando oí que la puerta de la habitación que ocupaba Crabtree se cerraba suavemente.
– ¿Crabtree? -susurré, asustado.