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Hubo una pausa y, al cabo de un momento, asomó la cabeza al pasillo.

– ¿Sí? -dijo. Parecía un poco exasperado. Lo había pillado en el preciso instante en que se metía la servilleta por el cuello de la camisa y se relamía los incisivos-. ¿Qué pasa, Tripp?

Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta. No sabía qué decirle. Quería pedirle que pasáramos la noche en vela juntos, como en los viejos tiempos, sentados frente a frente, con un pack de nueve latas de Old Milwaukes, despotricando contra nuestros enemigos, fumando puros, especulando durante horas sobre el significado de cierta enigmática pregunta en la letra de «Any Major Dude». Quería decirle que no podía afrontar una noche más en mi cama sin nadie a mi lado. Quería preguntarle si había algo en mi vida que fuese auténtico, coherente y que tuviera visos de seguir existiendo incólume al día siguiente.

– Toma -le dije. Y de uno de los bolsillos de mi chaqueta saqué el fabuloso condón Lov-O-Pus que había comprado por la mañana en el supermercado Giant Eagle camino de Kinship. Se lo lancé y él lo atrapó con una mano-. Úsalo, por precaución.

– Gracias -dijo, y empezó a cerrar la puerta.

– ¡Crabtree!

Volvió a asomar la cabeza al pasillo.

– Y yo ¿qué hago?

Se encogió de hombros y me dijo:

– ¿Por qué no aprovechas para acabar tu libro? -Había en sus ojos un desagradable e inequívoco brillo, así que comprendí que había echado un vistazo al manuscrito de Chicos prodigiosos; no cabía la menor duda-. ¿No estás a punto de terminarlo?

– Sí, a punto.

– Pues venga -dijo-. ¿Por qué no le dedicas unas buenas horas y lo dejas listo de una vez?

Volvió a meterse en la habitación y cerró la puerta sin contemplaciones.

Fui de nuevo a la cocina, aplasté la oreja contra la puerta del sótano y escuché durante unos minutos, pero no oí otra cosa que la lenta y profunda respiración de la vieja casa. Sentía la fría madera contra la mejilla. El tobillo me palpitaba, y me percaté de que hacía un buen rato que había empezado a dolerme, pero no le di importancia hasta que el dolor resultó insoportable; me dije que tenía que coger el coche y llegarme al hospital de Shadyside para que le echasen un vistazo, pero en vez de eso me dirigí al caótico amasijo de botellas y vasos de cristal y plástico que había sobre la mesa de la cocina y me administré una elevada dosis de anestesia en forma de bourbon de Kentucky. Y me llevé un vaso de reserva a mi estudio. El manuscrito había desaparecido de su lugar habitual sobre el escritorio, y por un instante fui presa del pánico, hasta que recordé que Hannah se lo había llevado a su habitación para leerlo.

– ¡Eh!

Me volví. Había alguien sentado en mi sofá, mirando la televisión con el volumen apagado. Era uno de mis antiguos alumnos, el que había dejado de asistir a mis clases después de llegar a la conclusión de que no era más que un imitador barato de Faulkner sin nada relevante que enseñar. Estaba repantigado con una botella de cerveza entre las rodillas, que asomaban de sus tejanos rotos. Me sonreía como si fuésemos viejos amigos y llevase la noche entera esperando a que apareciese. Sobre su regazo reposaba un ejemplar abierto de El mundo subterráneo, pero no parecía prestarle especial atención. De hecho, me dio la impresión de que lo tenía colocado al revés.

– ¿Cómo estás? -saludé-. Tu nombre es Jim, ¿verdad?

– Jeff -me corrigió.

– Bienvenido -le dije con burlona solemnidad, para que se percatase de que, en mi opinión, era un caradura y no tenía ningún derecho a estar allí-. ¿Qué estás mirando?

– Las noticias -respondió-. Las noticias de Bulgaria.

La pantalla tenía el color muy subido, y la imagen se veía borrosa, rayada y punteada por la ionosfera. El presentador llevaba una americana deportiva color amarillo taxi y un peinado que parecía un grueso gorro de marta. Según la fecha que aparecía en una esquina de la pantalla, la emisión era de hacía varios días, pero pensé que daba igual, ya que se trataba de noticias de Bulgaria y no había sonido. Me senté y miré el programa con Jeff durante unos cinco minutos.

– Bueno -dije finalmente, y me puse en pie-. Buenas noches.

– Ciao -respondió Jeff sin molestarse en mirarme.

Bajé a la habitación de Hannah. Tenía las luces encendidas y estaba echada en la cama, rodeada de páginas desparramadas del manuscrito de Chicos prodigiosos. Se había quedado dormida. Llevaba un camisón blanco con encajes en la parte superior. Tenía los pies desnudos. Eran pies gruesos y amplios, vulgares, con largos dedos en forma de garfio. Me senté al borde de la cama y dejé caer la cabeza. Entonces vi la pequeña polilla que llevaba en el bolsillo. La cogí y estuve contemplándola un rato.

– ¿Qué tienes en la mano? -me preguntó Hannah.

Me sobresalté. Me miraba con los ojos entornados, todavía medio dormida. Abrí la mano y le mostré la polilla, embalsamada en una fina capa blanquecina de cera.

– Una polilla.

– Me he quedado dormida -dijo, con la voz pastosa por el sueño-. Estaba leyendo.

– Y te gusta, ¿no? -dije. No hubo respuesta-. ¿Hasta dónde has llegado?

Pero se le habían vuelto a cerrar los ojos. Consulté su despertador. Eran las cuatro treinta y dos de la madrugada. Recogí las hojas del manuscrito, las reuní y las dejé sobre la mesilla de noche. La ropa de cama se le había retorcido y enmarañado, así que la desplegué con una sacudida y dejé que cayera sobre ella como un paracaídas. Le tapé los pies, le di un beso en la mejilla y le deseé buenas noches. Después apagué la luz y subí a mi estudio. Jeff también se había quedado dormido, descalzo y estirado en el sofá. Apagué el televisor, me senté ante mi escritorio y me puse a trabajar.

A las nueve de la mañana, cuando yo seguía tecleando y Jeff durmiendo, vino el agente de policía para llevarse a James Leer.

Un pálido y sonrosado Terry Crabtree estaba sentado en el lecho, apoyado en un par de almohadas de pluma y un cojín, entre un caótico montón de ropa de cama, desnudo excepto por unos calzoncillos a rayas azules, con las piernas flexionadas. Su vello era mucho más rubio de lo que recordaba, y la luz matinal del domingo, que entraba por la ventana que tenía detrás, formaba una leve aureola dorada alrededor de sus muslos, sus pantorrillas y el dorso de sus manos. Sostenía el manuscrito de El desfile del amor con una mano, apoyado en equilibro sobre las rodillas, y con la otra acariciaba el cabello de su compañero de lecho. Era lo único visible de James Leer cuando entré en el dormitorio; el resto tan sólo se podía intuir entre el montón de mantas y sábanas retorcidas de las que emergía su pelo junto a la almohada, igual que el negro mechón de Doctor Dee que había quedado a la vista. Alrededor de la cama, por el suelo, había camisas y pantalones tirados de cualquier manera. Había cierto aroma otoñal en el ambiente que me recordó el olor de unos guantes de trabajo de cuero, del vestuario del instituto a final de curso, del interior de una vieja tienda de campaña. Me quedé en la puerta, con una mano en el pomo. Crabtree me miró y sonrió. Era una sonrisa amable, sin asomo de ironía. No le había visto sonreír así desde hacía años. Lamenté tener que borrársela.

– ¿Está despierto? -pregunté, aliviado por no haberlos interrumpido en plena exploración mutua de las respectivas superficies lunares o enfrascados en alguna otra de las actividades lúdicas favoritas de Crabtree, lo que hubiese obligado a James a recibir al agente Pupcik disfrazado de búho y subido al techo-. Tiene una visita.

Crabtree enarcó una ceja y estudió mi rostro, tratando de leer en él la identidad de la visita de James. Tras unos segundos de inútiles esfuerzos, se estiró sobre la cama y abrió el capullo en el que estaba envuelto James, dejando a la vista su cabeza, su vellosa nuca y parte de su pálida y suave espalda. James Leer yacía enroscado como un niño, con la cara vuelta hacia la ventana y completamente inmóvil. Crabtree frunció los labios, me miró y meneó la cabeza. James estaba profundamente dormido. La sonrisa de Crabtree era indulgente y casi dulce. Pensé que parecía enamorado. Era una idea demasiado turbadora para darle vueltas mucho rato, así que la borré de mi mente. Siempre había confiado, no sin cierta reconfortante satisfacción, en la inmutabilidad del sincero y despiadado desdén con que Terry Crabtree trataba todo amor romántico.