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– Me las regaló Sara por mi último cumpleaños -le expliqué, haciendo esfuerzos por no ruborizarme-. Creo que intentaba animarme.

– ¡Qué tierna! -comentó Crabtree, y se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camiseta-. Bueno, entonces está claro que Vernon se ha llevado su coche.

– Sin duda.

– ¿Qué hacemos?

– Sí, ¿qué hacemos?

– Tendremos que dar con él y con el coche, y conseguir que nos devuelva la chaqueta. -Asintió, dándose ánimos-. Yo me encargaré de hablar con él, soy capaz de enfrentarme a cualquiera.

– Lo sé, Terry, pero…

– Debemos hacerlo, Tripp. -Su expresión era ahora sorprendentemente grave-. Yo… no quiero…, no permitiré que… le pase nada malo a James. -Me miró con cierta timidez e inmediatamente me dio un puñetazo en un brazo-. ¿Qué coño estás mirando? ¡Vete al carajo!

– Nada -dije.

– Ese chico me gusta.

– Sí, supongo que a mí también -dije. Empezamos a subir por el camino de acceso a la casa-. Voy a preguntarle a Hannah si podemos tomar prestado su coche.

– Yo diría que esa chica dejarla que tomases prestado hasta su páncreas -comentó Crabtree.

Me miró de hito en hito. Era la primera vez que lo hacía en toda la mañana, y pensé que no parecía interesarle demasiado lo que veía. El viento soplaba ahora con más intensidad y empecé a temblar. De pronto, se me ocurrió que cuando Crabtree me observaba con aquella frialdad y aquel distanciamiento, en realidad no me veía a mí, a su viejo amigo, al que los hados habían concedido el acceso a las más estrafalarias promesas de la vida y todas las oportunidades de alcanzar la gloria: tan sólo veía al porrata que había escrito una novela monstruosa de dos mil páginas, hinchada, deslavazada y que nunca acababa de convertirse en una realidad tangible; una mistificación que a él le había costado decenas de miles de dólares y probablemente su carrera.

– ¿Eh? -recordó que tenía que preguntarme algo-. ¿Qué hay entre vosotros dos?

– Nada -respondí-. He puesto todo mi empeño en dejarla en paz.

– Sorprendente -sentenció Crabtree.

La puerta de casa estaba abierta, y oí las melancólicas notas de un acordeón procedentes del interior. Hannah se había levantado y estaba preparando el desayuno; de la cocina llegaba un estruendo de cacharros. De pronto me inquietó la idea de verla cara a cara, y me pregunté por qué. Al cabo de un instante me di cuenta de que lo que temía no era ver a Hannah, sino saber su opinión sobre Chicos prodigiosos. Tenía la premonición de que iba a ocurrir un desastre; mi libro llegaba por fin a los lectores, pero no como yo había imaginado, como una gran locomotora aerodinámica, con las luces centelleando, banderines tricolores y las ruedas de acero lanzando chispas. No, lo hacía por accidente, en el momento menos adecuado, como una pequeña camioneta sin frenos a la que han quitado las zapatas que la mantenían fija en el garaje y se desliza marcha atrás colina abajo.

– Crabtree -dije, y tiré de él para que se detuviera en el umbral-. Ni siquiera sabemos cuál es el verdadero nombre de Vernon. Lo de Vernon Hardapple… nos lo inventamos nosotros.

– ¡Oh, es cierto! -Crabtree pareció aturdirse. Vi que trataba de reunir todos los datos que poseíamos sobre el tipo de la cabellera tiesa como la cresta de un gallo y la horrible cicatriz purpúrea en pleno rostro-. ¿Sabes? -dijo al cabo de un rato-, si lo piensas bien, podría decirse que ese tipo es producto de nuestra imaginación.

– Sí, no me extraña que se cabrease con nosotros -dije.

Hannah Green y el inevitable Jeff estaban cascando huevos en un cuenco y sacando lonchas de bacon de un paquete de plástico. Del sótano subía una melancólica música argentina, y al entrar en la cocina nos encontramos a Jeff explicándole con aire doctoral a la escéptica Hannah que los orígenes del tango se encontraban en las peleas a navajazos provocadas por el amor homosexual latente, una teoría que, sin duda, había tomado de Jorge Luis Borges. Pensé que el tal Jeff era un personaje no exento de interés: demostraba ciertas aptitudes tratando de seducir a una chica mediante un plagio de Borges.

– Es decir, fíjate en cómo bailan… Es sodomía pura -le explicaba, desplegando todos sus encantos.

– Apártate -le dijo Hannah mientras sacaba del cuenco varios trozos de cáscara de huevo.

– Hablo en serio.

– Jeff -dijo Crabtree meneando la cabeza con aire tristón-. Jeff, tenemos que hablar.

– ¡Oh, hola! -dijo Hannah, y levantó la vista. Me saludó agitando la mano con gesto desmañado y extrañamente formal. Llevaba un largo camisón púrpura que le cubría las gastadas botas rojas. Su dedo índice estaba coronado por un elegante sombrero de cáscara de huevo. Tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas, y cuando hablaba su voz dejaba adivinar que había dormido estupendamente: sonaba fuerte y un poco apremiante, como la de alguien al que por fin le ha bajado la fiebre-. ¿Os apetecen unos huevos?

Negué con la cabeza y señalé con un dedo la puerta del sótano.

– ¿Puedo hablar contigo un momento, Hannah? -le pedí.

– ¿Eras tú el que roncaba, colega? -oí que Jeff le preguntaba a Crabtree mientras bajábamos las escaleras del sótano-. Parecías un jodido terremoto.

– ¿Qué sucede? -preguntó Hannah con aire preocupado.

Le conté que la policía se había llevado a James y que, aunque rescatarlo seria muy sencillo, para ello necesitaba tomar prestado su coche. Le expliqué la súbita desaparición de mi viejo automóvil con una vaga pero convenientemente ominosa referencia a Happy Blackmore. No, dije, meneando la cabeza con idéntica actitud vaga y ominosa, pero llena de serenidad, sería mejor que no nos acompañase. Era mejor que ella y Jeff fuesen al festival literario y en una hora, sin mayores problemas, James, Crabtree y yo nos uniríamos a ellos. Eso fue todo lo que le dije -era cuanto creía que necesitaba decirle-, pero, para mi sorpresa, no me dijo que cogiera las llaves del coche. Se cruzó de brazos, dio unos pasos hacia atrás y se sentó pesadamente en su cama. El manuscrito de Chicos prodigiosos estaba apilado sobre la mesilla de noche, inmaculado y pulcramente ordenado. Hannah lo contempló durante largos segundos y después volvió la cara para mirarme. Se mordisqueó el labio inferior.

– Grady -dijo. Respiró hondo y, sin precipitarse, me preguntó-: ¿No estarás, por casualidad, colocado?

No lo estaba, y así se lo juré. Mi reivindicación de mi inocencia me sonó completamente inverosímil. Y pude comprobar que ella tampoco me creía. Como suele suceder en estos casos, cuanto más le juraba que no estaba colocado, más falso sonaba.

– Vale, vale, tranquilo -dijo por fin-. En realidad, no es asunto mío. Ni siquiera debería haber…, quiero decir que normalmente…

Me sorprendió lo alterada que parecía.

– ¿Qué, Hannah? ¿Qué me quieres decir?

– A veces pienso que fumas demasiada mierda de ésa.

– Tal vez sí -acepté-. Sí, tienes razón. Pero ¿por qué? Me refiero a por qué me comentas esto ahora.

– No… No he querido…

Estiró el brazo para coger el manuscrito de Chicos prodigiosos. Con el peso se le torció la muñeca, y lo dejó caer sobre su regazo; al golpear contra sus rodillas resonó como si fuese una sandía. Echó un vistazo a la primera página, a aquellas frases iniciales que había reescrito al menos doscientas veces. Meneó la cabeza y pareció a punto de decir algo, pero cerró la boca de nuevo.

– Di lo que tengas que decir, Hannah. Adelante.

– Empieza muy bien, Grady. Espléndidamente. Las primeras doscientas páginas me han encantado. Bueno, ya te lo comenté anoche.

– Sí, me lo comentaste -dije, con el corazón en un puño.