Выбрать главу

– Pero después… No sé.

– ¿No sabes qué?

– Bueno, después empieza a… Sigue habiendo partes muy buenas, formidables, pero al cabo de un rato empieza a… No sé… Queda todo desperdigado.

– ¿Desperdigado?

– Bueno, desperdigado no es la palabra: colapsado por un exceso de material. Por ejemplo, el pasaje de las ruinas indias. Primero relatas la llegada de los indios, la construcción de las edificaciones, la muerte de los indios, el desmoronamiento al cabo de cientos de años de lo que construyeron y la desaparición de las ruinas al quedar cubiertas de tierra; después, en los años cincuenta, un científico lo encuentra y lo desentierra, y al cabo de un tiempo se suicida… La historia sigue y sigue durante unas cuarenta páginas y, no sé… -Se calló un momento, parpadeó y reflexionó sobre lo novedoso que resultaba criticar algo escrito por su profesor-. Realmente, muchos fragmentos de la novela no parecen tener nada que ver con tus personajes. La prosa es realmente buena, espléndida, pero… Esa historia sobre el cementerio de la ciudad, con todas las lápidas, las inscripciones y los huesos y cadáveres enterrados debajo. Y el pasaje sobre las diversas armas de fuego guardadas en la vitrina de la vieja casa de los protagonistas. Y las genealogías de sus caballos. Y…

Se dio cuenta de que estaba soltando una letanía y se calló.

– Grady -añadió, con un tono que sonaba algo más que ligeramente horrorizado-, hay en el libro capítulos enteros de treinta o cuarenta páginas en los que no interviene ni un solo personaje.

– Lo sé. -Lo sabía, pero nunca me lo habla planteado de aquella manera. De pronto me percaté de que había en Chicos prodigiosos montones de detalles en los que hasta entonces no me había parado a pensar. A cierto nivel crucial, ¡qué extraño resultaba!, no sabía de qué trataba en realidad la novela ni tenía la más remota idea de qué impresión podía producir en un lector. Incliné la cabeza-. ¡Dios mío!

– De verdad que lo siento, Grady. Pero no he podido evitar preguntarme…

– ¿Qué?

– Cómo sería el libro… si tú no… Si no estuvieses siempre colocado cuando escribes.

Fingí indignarme.

– No sería ni la mitad de bueno -le aseguré, y me pareció que sonaba más falso que nunca-. De eso estoy convencido.

Hannah asintió, pero evitó mi mirada y se le enrojecieron las puntas de las orejas. Sentía vergüenza ajena.

– Espera a terminar de leerlo -le dije-. Ya verás cómo cambias de opinión.

De nuevo optó por no responder, pero en esta ocasión tuvo fuerzas para sostener mi mirada, y su expresión era la de una mujer que, tras descubrir en el último momento que su prometido es un impostor y todo lo que ha dicho acerca de sí mismo es falso, ha deshecho las maletas, ha devuelto su billete y ahora debe decirle lisa y llanamente que no piensa irse con él. Había en su rostro lástima, resentimiento y la seriedad de una muchacha de Utah que decía: «¡Basta!» Fuese la que fuese la página hasta la que había llegado en su lectura de la noche anterior y aquella mañana, era obvio que la mera idea de acabar el libro le resultaba excesivamente penosa para contemplarla siquiera.

– Bueno -dije, y aparté la mirada. Me aclaré la garganta. Ahora era yo quien me sentía incómodo-, ¿nos dejas el coche?

– Por supuesto -respondió, con una generosidad cruel que acompañó con un gesto como de rechazo con la mano-. Las llaves están sobre la cómoda.

– Gracias.

– No hay de qué. Cuidad de James.

– Lo haremos. -Me volví-. Tenlo por seguro.

– Grady -me llamó.

Volví la vista atrás. Me tendió el manuscrito como si me devolviese un anillo de compromiso. Lo cogí, así como las llaves, y desaparecí escaleras arriba.

Así que Crabtree y yo emprendimos nuestra peregrinación final al Hi-Hat, la capital provincial del imperio de nuestra amistad a lo largo de su prolongado declive. Era el único lugar en el que pensamos que podíamos dar con la Sombra, aquel implacable trasgo de cabellos tiesos que nos inventamos y perdimos de vista el viernes por la noche. Debido a su insistencia, Crabtree conducía, y lo hacía demasiado deprisa. Manejaba el viejo y traqueteante Renault de Hannah a la francesa, cambiando continuamente de marcha como si entre el coche y él hubiera una relación de caballo a jinete. En sus manos, en sus ojos y en la inclinación de sus delgados hombros se percibía una fría y expectante agitación bajo cuyos efectos hacía años que no le veía. Por el momento, al menos, parecía haber logrado sacar su propia balsa del banco de niebla del fracaso y otros malos hábitos por el estilo, entre cuya bruma habíamos flotado los dos durante largo tiempo. Advertí que mientras conducía, tamborileando sobre el salpicadero y fumándose un Kool, iba considerando mentalmente todos los imprevistos, percances y consecuencias que pudiera acarrear nuestra expedición, y reflexionaba sobre las posibles opciones y estrategias alternativas. En otras circunstancias me hubiese sentido muy satisfecho de verlo tan apasionadamente enfrascado en el análisis de las posibilidades narrativas de nuestro problema. Era como en los viejos tiempos: estaba escribiendo su nombre en el agua. Pero cada vez que nos deteníamos en un semáforo en rojo me miraba, y la expresión de su rostro era de incomprensión, de incredulidad, con un punto de lástima, como si no fuese más que un autoestopista empapado al que hubiera recogido en medio de una tormenta en una carretera entre Zilchburg y Palookaville: un don nadie que no sabía muy bien adónde iba y que desprendía un tufillo a lana húmeda. Tenía el presentimiento de que, si nuestra empresa fracasaba, yo no tendría un papel relevante en su siguiente tentativa de rescatar a James Leer.

Me dediqué a ver pasar las imperturbables casas de ladrillo de Pittsburgh. Me sentía perplejo e inútil tras las críticas de Hannah, aunque, a pesar de todo, esperaba recuperar la bolsita de marihuana que había dejado en la guantera del Galaxie. Ya habíamos recorrido la mitad del camino hasta el distrito de Hill cuando me percaté de que todavía tenía en mis manos el manuscrito de Chicos prodigiosos, con la primera página arrugada entre los dedos. No me extraña que le resultase tan patético a Crabtree con aquella pinta de viejo ilusionista en plena decadencia que guarda sus pañuelos apolillados, sus mugrientas cartas de tarot y las notas de alabanza enviadas por zares y condesas en una pequeña maleta de cartón que lleva sobre el regazo. No había subido al coche con el manuscrito a propósito, sino por puro despiste, y me pareció que probablemente había sido un tremendo error. Pero lo cierto era que tampoco había tenido la clara intención de dejarlo, y aunque me sentía avergonzado, resultaba, como siempre, reconfortante sentir sobre mis muslos aquel montón de papel que pesaba como una sandía. Ni Crabtree ni yo dijimos una palabra.

Los escaparates de la avenida Centre estaban enrejados y cerrados con candados; en las maltrechas aceras no había ni un alma, excepto un grupo de chicas, vestidas con elegantes vestidos almidonados rosas y amarillos, y varias mujeres con sombreros de ala ancha que bajaban por las escaleras de la iglesia metodista episcopaliana africana que ocupaba la esquina del bloque en el que estaba el Hi-Hat. Crabtree metió el coche en el aparcamiento del club, en el que el viernes por la noche nuestra escurridiza Sombra se había puesto a torear al Galaxie. Estaba desierto; tan sólo se veían vasos de plástico, resguardos de apuestas perdidas, trozos de periódico con ofertas de empleo, una redecilla para el cabello y revoloteantes papeles encerados manchados de salsa barbacoa, que giraban en círculo arrastrados por la fuerte brisa. Las negras puertas de acero del club estaban cerradas a cal y canto, y la ventana de la cocina tenía la persiana ondulada bajada. El lugar parecía abandonado, como suele ser habitual en los clubes nocturnos durante el día; todo desconectado, sin pizca de magia, como un kiosko de helados cerrado en un paseo desierto en pleno invierno.