– Un par de meses. -No me satisfizo en absoluto conseguir por fin la ampliación del plazo de entrega con la que llevaba semanas soñando. La promesa de Crabtree sonaba vaga y burocrática, y además… ¿meterle tijera? Cómo iba a saber dónde cortar si ya ni siquiera tenía claro de qué iba el libro-. Mira -dije, señalando con un dedo y tratando de parecer de buen humor-. «Aparcamiento gratuito detrás de la tienda.»
Crabtree metió el coche por un estrecho callejón que había entre Kravnik y el edificio de al lado. Al pasar junto a la fachada de la tienda, traté de vislumbrar su interior a través de los sucios escaparates, pero sólo entreví la difusa silueta de varios maniquíes sin cabeza, equipados para practicar deportes rarísimos o pasados de moda, como la cacería del oso con perros, el lanzamiento de martillo o la caza del armiño. Salimos a una amplia zona de carga y descarga cuadrangular, repleta de contenedores de basura y paletas de madera desechadas, parte de la cual servía de improvisado aparcamiento. Entre algunos de los edificios vecinos había estrechísimas callejuelas que, sin una ordenación clara, desembocaban en aquel espacio, partido por la mitad por un callejón más amplio paralelo a la Tercera Avenida, que iba desde la calle Wood a Smithfield. Había media docena de plazas de aparcamiento reservadas para los clientes de Kravnik, y Crabtree, disciplinadamente, metió el coche entre las líneas paralelas de una de ellas. Tres plazas más cerca de la parte trasera de la tienda estaba aparcado el Galaxie, vacío y con las ventanillas cerradas. Y junto a él había un Coupé de Ville de hacía diez años en cuya matrícula se leía KRAVNIK. Aparte de esos dos automóviles, el aparcamiento estaba desierto.
– Espera aquí -le dije a Crabtree mientras abría mi portezuela. Dejé el manuscrito de Chicos prodigiosos debajo del asiento y rebusqué en el bolsillo las llaves del Galaxie-. Prepárate por si tenemos que largarnos a toda prisa.
– Estoy preparado para salir pitando -dijo Crabtree medio en broma-. Ahora en serio, Tripp, ¿no crees que sería más sencillo hablar con él? No entraba en mis planes dedicar la mañana a… bueno, ya sabes, a cometer un robo.
– Ese tipo no querrá hablar con nosotros -le expliqué a Crabtree-. No se fía de nosotros. No le caemos bien.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Por qué no ha de querer hablar con nosotros?
– Porque supone que somos amigos de Happy Blackmore.
– Hábil deducción -admitió Crabtree-. Pues venga, date prisa.
Me acerqué rápidamente al Galaxie y eché un vistazo al interior a través del cristal trasero, utilizando la mano como visera para protegerme los ojos del reflejo de la luz. La chaqueta estaba en el suelo, justo detrás del asiento del conductor, pero pude comprobar que seguía pulcramente doblada y, al parecer, intacta. Abrí la portezuela, cogí la chaqueta, pasé al asiento delantero y alargué la mano libre hasta la guantera. Sentí un estremecimiento de desesperación en el estómago. Era imposible que la bolsita de marihuana siguiera allí. Sabía que al abrir lo único que encontraría sería un desordenado surtido de mapas de carreteras mexicanas y un boleto de apuestas del hipódromo de Charles Town con marcas en los nombres de los caballos elegidos por el poco afortunado Happy Balckmore.
Milagrosamente, la hierba seguía allí. Supuse que la guantera era un escondite tan bueno para Guisante Walker como para mí. Salí del coche exultante, y, con la emoción, metí la bolsita en el bolsillo de mi chaqueta con tal ímpetu que mi mano atravesó el bolsillo y llegó al forro.
– ¡Mierda! -dije; había sentido una leve punzada de pánico al oír cómo se rasgaba la seda, y fue en ese momento cuando comprendí que Crabtree no iba a publicar Chicos prodigiosos. Me iba a borrar de su lista de escritores. De pronto sentí que me faltaba el aire y que mi corazón había dejado de bombear. No había ni un solo pájaro en el cielo, ya no hacía viento y acababa de estropear mi chaqueta de pana favorita. Entonces respiré, una ráfaga de viento arrastró por el aparcamiento vacío un espectral montón de hojas de periódico. Miré hacia nuestro coche y vi que Crabtree seguía mi incursión con moderado interés y sin levantar el pie del acelerador.
Sin dejar de pensar en las ideas que me rondaban por la cabeza, subí de nuevo al Galaxie y me coloqué detrás del volante. Todavía tenía las llaves de aquel coche, y pensé que era una de las pocas cosas que me quedaban. Así que me pareció que lo que debía hacer era sacar el coche del aparcamiento, enfilar el callejón hasta la calle Smithfield, atravesar el río Monongahela y largarme de Pittsbourgh a la mayor velocidad que pudiese alcanzar aquel viejo cacharro de Michigan. No había ningún lugar en concreto al que quisiera llegar con él, pero eso tampoco era una buena razón para quedarse. Me acomodé, ajusté el retrovisor y eché el asiento hacia atrás. El coche estaba impregnado de un olor nuevo, pero que me resultaba extrañamente familiar, un olor penetrante, con algo de jengibre, que me despejó la cabeza y me llenó el pecho de un ligero y bienvenido estremecimiento de pesar. Olía a Lucky Tiger: Irving Warshaw y Peterson Walker usaban la misma colonia. Sonreí y metí las llaves para dar el contacto, pero dudé. Antes de ir a donde fuera, quería desembarazarme de todo lo que me había estado persiguiendo durante el fin de semana como un montón de ruidosas latas atadas a una cuerda.
– ¿Qué estás haciendo, tío? -preguntó Crabtree cuando volví a salir del coche-. Me ha parecido oír que se acercaba alguien.
Sin responderle, fui hasta el maletero del Galaxie y lo abrí. La tuba y los restos de la pobre Grossman seguían allí, sin que, al parecer, el dueño del automóvil se hubiese percatado de su presencia. Durante la noche Grossman no había hecho gran cosa por aligerar el hedor, y me pregunté si Walker no habría rociado generosamente el interior del coche de Lucky Tiger en una batalla predestinada al fracaso contra el hedor de la putrefacta boa. Cogí la maltrecha funda del instrumento con una mano y agarré a Grossman con la otra. Estaba retorcida y rígida, y pesaba mucho.
– ¿Qué cojones es eso? -preguntó Crabtree.
– ¿A ti qué te parece? -le dije.
Pensé que la pregunta le mantendría ocupado un rato. Al otro lado del aparcamiento había un caótico batallón de contenedores de basura de color verde. Justo cuando empezaba a dirigirme hacia ellos con mi surrealista cargamento escuché el chirrido de un automóvil que tomaba con brusquedad una curva cerrada y, al levantar la vista, vi una camioneta blanca de reparto que venía hacia mí por el estrecho callejón por el que Crabtree y yo habíamos entrado hacía un rato. El asiento del acompañante lo ocupaba Guisante Walker, mientras que al volante iba un tipo blanco mucho más voluminoso y con el cráneo rapado que conducía la camioneta directamente hacia mí. El tipo entresacaba la lengua por la comisura de los labios como si estuviese muy concentrado en conseguir aplastar a su presa. Pero, obedeciendo a una indicación de Walker, giró el volante e interpuso la camioneta entre mi persona y el coche de Hannah, dejándome bloqueado entre los contenedores. Entonces dio un frenazo.
Walker saltó de la camioneta y, sin decir palabra, vino hacia mí dando enérgicos saltitos y ladeando la cabeza como si estuviese encantado de volver a verme. Vestía un vistoso chándal color berenjena y un par de zapatillas deportivas de rebuscado diseño; tanto el calzado como la ropa estaban adornados, igual que si de un códice maya se tratase, con todo tipo de jeroglíficos y pictogramas. Llevaba una enorme botella, cuyo contenido no logré adivinar, envuelta en una bolsa de papel marrón. La dejó en el suelo con pesar y le dio una palmadita al tapón.
– ¡Eh, Booger, encárgate del tipo del coche! -le dijo a su colega.
El tal Booger obedeció y saltó de la camioneta para lanzarse sobre Crabtree. Este optó por una peculiar estrategia defensiva consistente en hacer sonar la bocina repetidamente. Cuando se percató de que la idea resultaba, como no era de extrañar, del todo ineficaz, arrancó marcha atrás para salir de la plaza de aparcamiento, dio un brusco giro y enfiló el callejón que desembocaba en la calle Wood. Durante la operación derribó, sin querer, al calvo Booger y le aplastó el pie izquierdo con la rueda trasera.