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– ¡Joder! -aulló Booger.

Quedó tendido en el suelo, apoyado en los codos. Parecía indignado. Volví a dirigir mi atención hacia Guisante Walker, alerta a la posible aparición de la pistola que Clement había mencionado. Pero, para mi sorpresa, mientras se acercaba a mí, lo único que Walker blandió fueron sus puños, moviéndolos en el aire como si fueran gatitos tratando de atrapar un cordel. Aquellos puños eran gruesos y deformes como nudos de un manzano. Yo pesaba como mínimo unos cincuenta kilos más que él. Sonreí; Walker también. El tipo tenía los ojos inyectados en sangre, balanceaba ligeramente la cabeza y al sonreír mostraba la falta de un considerable número de dientes. Me pregunté si sería consciente de ello.

Mientras calibraba el valor estratégico de limitarme a dejar que Walker me arrease algún que otro puñetazo con sus calamitosos puños de peso mosca, él metió la mano bajo su chándal púrpura a la altura de la cintura y sacó una pistola ridículamente enorme, el diámetro de cuyo cañón era sólo superado por el de su desagradable sonrisa. La mano con la que sostenía el arma no parecía estar dotada de un pulso demasiado firme, pero supuse que a la distancia a la que estaba de mí eso carecía de importancia.

Hice una finta hacia la izquierda y salí corriendo hacia el coche de Hannah. Pero la tuba y el pedazo de boa me entorpecían los movimientos, y Walker tuvo tiempo de reaccionar y cortarme el paso.

– Eh, Guisante -dije.

– ¿Qué pasa?

Permanecimos así un minuto; un Minotauro roñoso, obeso y miope, y un Teseo cascado, desdentado y de manos temblorosas.

cara a cara en el punto en que confluían nuestros dispares laberintos. El viento soplaba con más fuerza y levantaba a nuestro alrededor nubes de polvo y arrastraba papeles y otros desechos.

– ¡Tripp! -gritó Crabtree, para alertarme del peligro que corría o, simplemente, expresando un desesperado deseo de que no me sucediese nada. Avanzaba despacio con el coche por el callejón, como para darme una última oportunidad de reunirme con él antes de abandonarme definitivamente a mi suerte.

Walker volvió la cabeza para echar un vistazo al Renault, momento que aproveché para alzar por encima de mi cabeza el pesado cadáver de Grossman y -como Aarón, la elocuente sombra de Moisés- arrojárselo encima a mi contrincante. Le golpeó en plena cara, con un sonoro chasquido, y el peso mosca perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. La pistola salió despedida de su mano y se deslizó ruidosamente, como un patín de ruedas, por el aparcamiento. Corrí hacia el callejón, tropezando con desechos diversos arrastrados por el viento, balanceando la tuba delante de mí y con la chaqueta bajo el brazo. No perdí de vista ni un segundo las tambaleantes rodillas de Booger, que se había puesto en pie y perseguía cojeando al Renault, sin demasiado entusiasmo, me pareció. Probablemente no tenía ni la más remota idea de a quién estaba persiguiendo ni por qué. Evidentemente, Crabtree habría podido dejar atrás a Booger sin ningún problema, pero seguía recorriendo el callejón a tres kilómetros por hora, con la portezuela del acompañante abierta, esperando a que le alcanzase. Cuando llegué a la altura del infortunado Booger, traté de golpearle sin piedad en las rótulas con la tuba. Pero se me desvió un poco el proyectil y le di en pleno estómago, cortándole la respiración en seco. Dio un par de tambaleantes pasos y cayó al suelo. Por el callejón, como si de una maraña de maleza seca arrastrada por el viento se tratara, vino rodando hasta él una mugrienta bola de cinta adhesiva para embalar y hojas de periódico, que se le pegó unos instantes a un lado de la cabeza y después siguió su camino.

– Me has dado con la tuba -se quejó Booger, que me miraba con una mueca de dolorida perplejidad.

– Lo sé -le dije-. Lo siento.

De pronto llegó volando una hoja de papel que se aplastó contra mi cara. Me la quité de encima. Era un folio, y, al mirarlo con cierto detenimiento, descubrí que en él se describía el peor momento de un lamentable episodio de la carrera médica de Culloden Wonder, máximo sinvergüenza y patriarca del lamentable clan. Eché un vistazo al Renault y me percaté de que si Crabtree había estado conduciendo tan lentamente, no era porque me estuviese esperando, sino porque estaba enfrascado en una batalla con la puerta abierta del coche, tratando al mismo tiempo de cerrarla, salir del callejón y, a ser posible, evitar que el viento se llevase hasta la última hoja del manuscrito de mi novela. El aire estaba lleno de páginas de Chicos prodigiosos; de pronto caí en la cuenta de que una considerable cantidad de la porquería que volaba por el callejón y el aparcamiento eran hojas de mi libro. Caían como gigantescos copos de nieve sobre Booger y se abalanzaban como gatitos contra mis piernas.

– ¡Dios mío! -grité-. ¡Crabtree, para el coche!

Crabtree frenó y bajó del Renault, y entre los dos intentamos salvar el mayor número posible de páginas, cazándolas al vuelo y recogiéndolas del suelo como si fuesen hojas secas.

– Lo siento mucho, tío -se disculpó Crabtree. Dio un salto para tratar de atrapar una hoja que volaba bastante alto, pero falló por un centímetro y la hoja se alejó-. No me había dado cuenta.

– ¿Cuántas páginas han salido volando?

– No muchas.

– ¿Seguro? -pregunté alarmado-. Crabtree, parece que esté nevando.

A nuestras espaldas se oyó una detonación. Nos volvimos y vimos a Walker junto a la camioneta blanca, con una rodilla en el suelo, blandiendo la pistola con una temblequeante mano.

– ¡Mierda! -gritó Booger, que se llevó la mano izquierda a la flor de un rojo intenso que súbitamente apareció en su brazo derecho, sobre la manga de su camisa.

– ¡Dios bendito! -dijo Crabtree, que me agarró y me arrastró hacia el coche-. ¡Larguémonos!

Lancé la tuba al asiento trasero, le di a Crabtree la chaqueta de Marilyn, subí al coche y nos largamos del aparcamiento de Kravnik, Material Deportivo, abandonando a su suerte a mi novela, a la que vimos alejarse como la blanca estela espumosa de una lancha.

Todavía sin aliento por la emoción de haber logrado salir airosos, Crabtree se lanzó a recapitular los acontecimientos de los últimos veinte minutos, estableciendo los más mínimos detalles de nuestra huida con una precisión narrativa equivalente a la de un relojero con unas pinzas y abrillantando la fachada de la trama con una retórica equivalente al chorro de agua de una manguera.

– ¿Te has fijado en que Booger llevaba un tatuaje en el dorso de la mano? Era un as de corazones, pero el corazón no era rojo, sino negro. ¡Hasta he podido olerle el aliento, Tripp! ¡Había bebido cerveza negra, lo juro por Dios! En un determinado momento incluso he pensado que iba a besarme. ¡Dios mío, era feísimo! Ambos lo eran. Y qué me dices de la pistola, ¿eh? ¿Era una nueve milímetros? Lo era, ¿no? ¡Coño, esas balas sonaban como jodidos colibríes!

En la hipotética biografía de Crabtree ya había un breve capítulo titulado «Gente que me ha disparado», y ahora, de camino al campus, lo estaba revisando concienzudamente, empezando por el episodio protagonizado por ambos unos once años atrás, cuando le ayudé a introducir a su amante de aquel entonces, el pintor Stanley Feld, en una casa de East Hampton propiedad de un abogado coleccionista de arte que se negaba a cumplir la promesa de permitir que Feld fuese a ver el que consideraba su mejor lienzo. Como todas nuestras grandes aventuras, era, en teoría, un noble acto solidario para echarle un cable a un amigo, pero desde el primer momento de su ejecución se convirtió irremediablemente en un disparate. En aquella ocasión, debido a que Feld olvidó mencionar que el coleccionista en cuestión era un abogado de la mafia y que no sólo su colección, sino toda su propiedad, estaba custodiada por gorilas armados hasta los dientes, cuya puntería, por suerte para nosotros, dejaba mucho que desear. Después de aquel episodio, en el que varias ráfagas disparadas por armas automáticas arrancaron una rama de una picea a unos palmos por encima de nuestras cabezas, Crabtree pasó, como era de esperar, a rememorar las dos balas que seis meses después le disparó un enojadísimo Stanley Feld, una de las cuales acabó alojada en su nalga izquierda.