Ahora tenía una nueva anécdota que añadir a su hipotético capítulo favorito, y pude comprobar que estaba encantado con ello.
– ¡Qué caos! -exclamó. Bajó la ventanilla y aspiró profundamente, como si llegase hasta su nariz el olor de hierba recién cortada o del océano. Meneó la cabeza entusiasmado y añadió-: ¡Qué confusión!
– Y que lo digas -repliqué, y bajé la vista hasta los patéticos restos de Chicos prodigiosos que tenía sobre mi regazo.
Pensé que yo debería tamborilear en el salpicadero, cantar alabanzas al dulce caos, contrario a la muerte y que por ello le impedía actuar, y manifestar, para que quedase constancia de ello, que el aliento de Vernon Hardapple tenía un olorcillo anisado de salchicha italiana, con un punto amargo de cerveza. Desde el día en que, hacía casi veinte años, caí bajo el hechizo de Jack Kerouac y su errabunda prosa jazzística de estilo libre, con toda su peligrosa blandura y pobre puntuación, siempre había considerado de manera instintiva como un artículo de fe que las incursiones como el rescate de James Leer de su mazmorra de Sewickley Heigts, o la recuperación de la chaqueta desaparecida, eran intrínsecamente buenas. Buenas como material literario, como material para una charla de bar, como vigorizantes del espíritu. ¡El caos! Debería aspirar sus efluvios igual que Knut Hamsun, sentado sobre una locomotora que atravesaba el corazón de América, tragó miles de kilómetros de aire helado en su afortunada tentativa de liberar a su cuerpo de la tuberculosis. Debería darle la bienvenida al luminoso ángel del desorden, que entraba en mi vida como el hormigueante caudal de sangre que revitaliza un miembro adormecido.
Pero, en lugar de eso, me pasé todo el trayecto hasta la universidad tratando de evaluar y asimilar el fatal golpe asestado al manuscrito de Chicos prodigiosos. Crabtree había logrado impedir que salieran volando del coche exactamente siete páginas. Todas tenían la marca de la suela de sus zapatos o habían quedado rugosas, como la superficie granulada de una pelota de baloncesto, tras ser aplastadas contra el asfalto; a una de las páginas, además, le faltaba un trozo. Dos mil seiscientas cuatro páginas -¡siete años de mi vida!- habían quedado desperdigadas por el callejón que había detrás de Kravnik, Material Deportivo, junto a una decrépita camioneta Ford y tres cuartas partes del cadáver de una serpiente. Reagrupé los escasos restos de mi manuscrito, atontado, perplejo, como un accionista arruinado tras una súbita caída de la bolsa, apretando el fajo de tinta y papel arrugado que era el único resto de lo que sólo una hora antes constituía mi fortuna. Era una muestra completamente aleatoria de mi novela, una serie de páginas sin ninguna relación entre sí, excepto un par en las que, por pura coincidencia, se mencionaba una marca de nacimiento en la espalda de Helena Wonder que tenía la forma de su estado natal, Indiana. Dejé caer la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el reposacabezas y cerré los ojos.
– Siete páginas -dije-. Seis y media.
– Pero tienes copia, ¿verdad? -presupuso Crabtree.
No respondí.
– ¿Tripp?
– Tengo borradores y versiones alternativas.
– Entonces la puedes reconstruir.
– Sí, seguro que sí. Espero que la próxima versión me salga mejor.
– Dicen que siempre es así -aseguró Crabtree-. Acuérdate de Carlyle cuando perdió su equipaje.
– Ése fue Macaulay.
– O de Hemingway, cuando Hadley [44] perdió todos aquellos relatos.
– Jamás logró reescribirlos.
– Ése no es un buen ejemplo, pues -dijo Crabtree-. Ya hemos llegado.
Giró por la larga avenida bordeada de tuliperos que llevaba de Folder's Hill hasta el centro del campus, y lo guié hasta el Arning Hall, donde la secretaría de la Facultad de Lengua y Literatura Inglesa estaba abierta a pesar de ser domingo. Dejamos el coche en el minúsculo aparcamiento de la facultad, en el espacio reservado para nuestro experto en Milton. Crabtree consultó su reloj y se pasó una mano por la melena en un gesto de presumido. Todavía faltaba media hora para que diese comienzo el acto de clausura del festival literario; Crabtree, por lo tanto, disponía de treinta minutos para preparar sus artilugios de mago, los grilletes trucados y la caja con doble fondo, y esconder palomas y conejos para su representación ante Walter Gaskell. Estiró el brazo para coger del asiento trasero la llave maestra de satén negro que le permitiría liberar a James Leer. Después bajó del coche y se puso la americana. Se estiró las mangas, flexionó el cuello y encendió un Kool Mild.
– ¿Quieres acompañarme?
– No tengo especial interés.
Crabtree metió la cabeza en el coche y me echó un rápido vistazo, más para darse ánimos que para dármelos a mí, tal como haría un actor que está a punto de salir al escenario y repasa nerviosamente el traje de un compañero de reparto que sale un par de escenas más tarde. Me subió las gafas por el caballete de la nariz empujándolas con el dedo índice.
– ¿Estarás bien aquí?
– Por supuesto. Uh, Crabtree -dije-, dime si me equivoco. Antes me ha parecido que no tenías intención de publicar mi libro. ¿Me equivoco?
– Sí. Escucha, Grady, no quiero que pienses… -No acabó la frase. Era horrible ver cómo Crabtree era incapaz de decidirse a decirme alguna de las muchas cosas inconcebibles que no quería que yo pensase-. Pero… quizá…, en cierto modo…, quizá eso… -señaló con un gesto de la cabeza los escasos restos de Chicos prodigiosos que descansaban sobre mi regazo- sea lo mejor que podía pasar.
– ¿Te refieres a que ha sido una especie de señal?
– En cierto modo.
– No lo creo -dije-. Mi experiencia me dice que las señales suelen ser más sutiles.
– Ajá. Bueno, de acuerdo. -Se reincorporó y se retocó las solapas de la americana-. Deséame suerte.
– Suerte.
Cerró la portezuela.
– Entonces, ¿sigues queriendo ser mi editor? -le pregunté, con la mirada fija en el parabrisas y en un tono de voz que esperé que sonase diferente y burlón.
– Por supuesto. Dame un respiro. -Su tono era impaciente o burlonamente impaciente-. ¿Tú qué crees?
– Creo que sí -dije.
– Pues así es.
– Te creo.
Pero no le creía.
– Estupendo -dijo. Volvió a mirarme a través de la ventanilla. De pronto, en su rostro reaparecieron la palidez, la delgadez y el aspecto pueblerino de veinte años atrás, cuando lo conocí-. Creo que será mejor que no vengas conmigo.
– Supongo que tienes razón -acepté. Me dolió tener que decirlo. Toda amistad entre hombres es esencialmente quijotesca: sólo perdura mientras ambos amigos están dispuestos a limpiar el casco de batalla, subirse al burro y cabalgar detrás del otro en pos de una dudosa aventura y una ilusoria gloria. Durante veinte años, ni una sola vez había declinado secundar a Crabtree, compartir con él las culpas y ser testigo de sus hazañas. Quería acompañarlo. Pero tenía miedo, y no sólo de tener que confesarle a Walter Gaskell mi papel en el asesinato de Doctor Dee y los ignominiosos medios mediante los cuales había llegado a conocer la combinación del cierre de seguridad de su armario secreto. En estos temas, al menos, sabía, más o menos, qué debía decirle a Walter. Pero si de lo que se trataba era de decidir la posible expulsión de James Leer, esa decisión correspondía a la rectora, y entonces Sara también estaría presente en la reunión. Y lo cierto era que no tenía ni la más remota idea de qué quería decirles a ella y al creciente grupito de células que albergaba su vientre. Fijé la mirada en la página 765b de mi manuscrito y dije, dirigiéndome al cuello de mi camisa: