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– Me lo figuraba. ¡Ay! Ya lo sabía, ¿verdad?

– Por lo que me ha dicho, no.

Levanté la cabeza y la miré.

– ¿Todavía te quiere?

Sara meditó la respuesta. Apretó la lengua contra una mejilla, se balanceó sobre los talones y entornó los ojos, tratando de recordar la conversación que hablan mantenido.

– No me comentó nada al respecto -dijo finalmente-. Y tú, ¿todavía… quieres a Emily? No me respondas. ¿Qué dijo cuando le contaste lo nuestro?

¿Le había contado a Emily lo nuestro? Era incapaz de recordarlo. Todavía sentía la fría huella de la mano de Sara sobre la frente.

– No -dijo cuando se dio cuenta de que de mi bloqueado cerebro no saldría ninguna respuesta en breve plazo-. Tampoco me respondas a eso. Sólo… Sólo dime qué piensas hacer.

De pronto fui consciente de la presencia de mis pulmones, de su inexplicable y regular funcionamiento, del ritmo de mi respiración, siempre presente, audible, visible, palpable. ¿Por qué mis pulmones no se detenían sin más? ¿Qué sucedería si lo hiciesen? ¿Qué sucedería si lo único que hubiese mantenido a mis pulmones en funcionamiento durante todos aquellos años hubiera sido el mero hecho de que jamás había pensado en ellos?

– ¿Grady?

– No puedo respirar -dije.

La mente académica de Sara Gaskell creyó descubrir en mi comentario algún mensaje subliminal. Se puso en pie y se apartó de mí, como si la hubiese magreado. Sara entendió que lo que yo pretendía decir era que ella y el asunto del bebé me asfixiaban. Y tal vez fuese cierto.

– Muy bien -dijo, señalando la puerta-. Fuera. Adiós.

– No, lo siento. -Extendí una conciliadora mano hacia ella-. No quería decir eso…, es sólo que estoy muy cansado.

– Muy colocado, querrás decir.

– ¡No! ¡Sólo he dado una calada! ¡De verdad! ¡Después lo he apagado inmediatamente!

– ¡Vaya novedad! -dijo con sorna, y consultó su reloj-. ¡Las dos menos cuarto! ¡Dios mío, la fiesta de clausura!

Cuando levantó la vista, su mirada era cortante, fría y no desprovista de odio. Le había hecho perder el tiempo, y eso era lo peor que uno podía hacerle a Sara Gaskell.

– Muy bien, Grady, tú te quedas y yo me marcho. Tengo que solucionar el tema James Leer antes de la fiesta de clausura. Tú puedes quedarte aquí sentado y recuperar la respiración, ¿de acuerdo? Respira mucho. Respira, fúmate un porro y tal vez consigas alguna que otra absurda lagrimita más.

– Sara…

Me puse en pie, di un paso hacia ella e hice la última intentona cínica y patética que cualquiera que me conociera bien esperaría de mí.

– Sara -dije-, ¿qué me dirías si te propongo que te cases conmigo?

Sara extendió el brazo, puso su mano izquierda sobre mi estómago y me mantuvo unos instantes a esa distancia. Después, como si me estuviese balanceando sobre el estrecho filo de una roca, en lo alto de un cañón, con un profundo abismo a mis espaldas, Sara me dio el más cariñoso de los empujones. Antes de caerme, me fijé, con una súbita punzada de dolor, en el pálido brillo de su alianza. Después me di un buen golpe contra el suelo.

Pasó por encima de mí, salió a la sala de espera y se marchó con paso presuroso hacia la sala Hurley. Sus tacones resonaban contra el suelo de mármol y el dobladillo de su falda plisada se mecía en el aire tras ella como las colas de un látigo. Al cabo de un rato oí voces en el pasillo y el traqueteo del ascensor. Después, silencio absoluto. Y ésa, habría opinado sin duda cualquiera que me conociera bien, era exactamente la respuesta que me merecía.

No quería llamar la atención entrando en el auditorio en plena conferencia, así que subí por las escaleras hasta el anfiteatro y tomé asiento en una butaca del fondo. Sin embargo, había menos gente allí escuchando la despedida de rigor a cargo de Walter Gaskell que dos noches atrás en la conferencia de Q., y a los pocos minutos bajé hasta la primera fila y me senté en la butaca de la esquina izquierda. Junto a mi cabeza, sujeta a la pared por un hierro en arabesco, había una enorme cortina de terciopelo llena de polvo. Me apoyé contra ella, inhalé el denso olor del mohoso paño y eché un vistazo a las quinientas cabezas que tenía debajo, tratando de localizar a Sara.

Di con Crabtree, repantigado y en mangas de camisa en la primera fila, que miraba a Walter con expresión somnolienta y satisfecha. De ser un gato, hubiera estado relamiéndose los bigotes para limpiarse los restos de sangre y plumas. Vi que le había dejado para la ocasión su americana de color champiñón a James, que la llevaba encima de la vieja camisa de franela. James estaba sentado a su lado, muy tieso, con las manos cruzadas pulcramente sobre el regazo y la nuez subiendo y bajando como si estuviese bebiéndose los mesurados consejos de su singular decano, la previsible homilía de Walter Gaskell que, ante una audiencia en la que abundaban agentes y editores, invitaba a trabajar duró en la obra que uno está escribiendo sin pensar en cosas tan vulgares como encontrar agente o editor.

Cuando en la punta de su fila alguien tosió, James se volvió y alzó la vista, y, claro, me vio. Me sobresalté, porque creía que ahí arriba, escondido como John Wilkes Booth [46] tras una polvorienta cortina de terciopelo y tras el telón de mi propia soledad, pasaba totalmente inadvertido. James abrió unos ojos como platos y estuvo a punto de darle un codazo en las costillas a Crabtree, pero lo detuve a tiempo llevándome el índice en posición vertical a los labios y tapándome la cara con un pliegue de la cortina. Aunque en un primer momento pareció dudar, acabó por asentir con solemnidad y se volvió hacia el escenario. Al ver a James con la americana de Crabtree me sentí abandonado, una reacción, sin duda, desproporcionada ante algo tan anodino como que dos amantes compartieran su ropa. De pronto me sentí privado no sólo de Crabtree y su cariño, sino también de la brillante imagen que tenía de mí y de mi trayectoria vital. Ya sé que no está muy de moda en estos tiempos nada románticos que un hombre razonablemente heterosexual piense en encontrar su destino en el amor de otro hombre, pero siempre había tenido esta actitud con respecto a Crabtree. Supongo que se podría decir que siempre había creído que, hasta cierto punto, Crabtree era el hombre de mi vida, y que yo representaba lo mismo para él. Supongo que, en el fondo, era lógico que la que fue la primera gran pasión humana de mi vida fuese la última en abandonar el barco a punto de irse a pique en que me había convertido.

En cualquier caso, no había ido allí para encontrar a Crabtree. Me incliné hacia adelante en mi butaca y seguí inspeccionando a la gente sentada en las interminables filas de butacas que tenía debajo, tratando de localizar a Sara Gaskell. Por el momento había conseguido olvidarme de mi respiración, pero la marihuana seguía haciendo efecto en mi cerebro y ahora eran los músculos y la mecánica de funcionamiento de mi garganta lo que me obsesionaba. Estaba pensando tan intensamente en el acto reflejo de tragar, que, de pronto, me resultó imposible hacerlo. No lograba dar con Sara, y de tanto escudriñar la movediza masa de cabezas de abajo empecé a marearme.

– ¿Busca a alguien?

Era Carrie McWhirty, la insufrible autora de Liza y los hombres pantera. Era una chica prematuramente maternal, con gafas de montura metálica a través de las cuales me miraba con el ceño fruncido y aspecto de estar algo más que ligeramente asqueada. Me pregunté si ya circularían rumores sobre mi mezquino comportamiento.

– Carrie -dije-, no te había visto.

– Lo sé -dijo ella, en un tono de voz triste como el sonido de un fagot-. ¿Busca a Hannah? -Señaló con un dedo-. Está allí.

Sabía que no debía hacerlo, pero -precisamente por ello- miré. Hannah estaba sentada en una fila alejada del escenario, en la parte derecha, junto a uno de los pasillos. Asentía con la cabeza cada pocos segundos y sonreía tapándose la boca con la mano. Descubrí que la persona que tenía sentada a su derecha le divertía más que Walter Gaskell y, sin duda, lo hacía a expensas de éste.

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[46] John Wilkes Booth (1838-1865), actor norteamericano que el 14 de abril de 1865, durante una representación de Our American Cousin en el Ford's Theatre de Washington, asesinó al presidente Lincoln. (N. del T.)