– Grady, ¿qué ha sucedido? -quiso saber Crabtree, que se echó hacia adelante hasta apoyar el mentón sobre el respaldo de mi asiento. Sentí el roce de su melena en mi cuello. Me llegó el tenue olor a Cristalle que se le había pegado, y el doble recuerdo de Emily y Sara que reavivó en mí ese aroma me resultó tremendamente doloroso-. ¿Qué le has hecho?
– Le he roto el corazón -respondí-. Creo que descubrió mi lío con Sara.
– ¿Cómo?
– No lo sé -dije. Desde que, hacía ya varios días, almorzó en el Alí Babá con su hermana Deborah, que trabajaba de ayudante de investigación en el Departamento de Bellas Artes de la Universidad de Pittsburgh, le había notado cierto aire ausente. Deborah debía de haber oído algún cotilleo en la universidad y, como buena hermana, se lo había contado a Emily-. Supongo que no fuimos todo lo discretos que convenía.
– ¿Sara? -intervino la señorita Sloviak-. ¿La cena no es en su casa?
– Exacto -respondí-. Allí es.
Era básicamente una formalidad, una primera toma de contacto de los invitados al festival literario del fin de semana, destinada a hacer las oportunas presentaciones antes de que la cosa se pusiese en marcha y todo el mundo tuviera que ir corriendo de un lado para otro. Como se celebraba por la tarde, consistía en un bufé y los invitados tenían que mantener los platos en equilibrio sobre las rodillas; hacia las ocho menos cuarto, cuando tras la informal cena y gracias al alcohol la gente empezaba a confraternizar, llegaba el momento de dirigirse al auditorio del Thaw Hall para la conferencia del viernes por la noche, que daría uno de los dos invitados más ilustres de aquel año. Desde hacía ya once años, la universidad, bajo la batuta del marido de Sara Gaskell, Walter, director del Departamento de Inglés, cobraba a los aspirantes a escritor varios cientos de dólares a cambio del privilegio de recibir los sabios consejos de un panel formado por escritores más o menos conocidos, agentes literarios, editores y una variopinta fauna de personajes neoyorquinos dotados de una sorprendente afición al alcohol y a los chismorreos. Los conferenciantes se alojaban en los dormitorios de la universidad, vacíos durante las vacaciones de primavera, y eran guiados, como si de pasajeros de un crucero se tratara, a través de un apretado programa que incluía demostraciones varias de chispeante agudeza aplicada a la crítica literaria, charlas de autosuperación y lecciones sobre el blablablá del mundo editorial neoyorquino. De hecho, es lo mismo que se enseña en todo el país, y conste que no tengo nada en contra de ello, como tampoco lo tengo por lo que respecta a esa práctica consistente en llenar de americanos horribles una réplica flotante de Las Vegas y pasearlos por una docena de puertos turísticos visitados a una velocidad de treinta nudos. Por regla general, entre los invitados suelo encontrar a uno o dos amigos, y en una ocasión, hace muchos años, conocí a un chico de Moon Township que había escrito un relato tan extraordinariamente bueno que le había bastado para firmar un contrato con mi agente por una novela de la que todavía no había escrito ni una línea, novela que una vez terminada se publicó con gran éxito, se adaptó al cine y agotó varias ediciones; en esa época iba más o menos por la página trescientos de Chicos prodigiosos.
Como lo del festival literario era un invento de Walter Gaskell, la fiesta de apertura se celebraba siempre en su casa, un peculiar edificio de ladrillo, de estilo Tudor y con forma de sombrero de bruja, situado lejos de la calle en un frondoso paraje de Point Breeze, en un terreno que, según me comentó en una ocasión Sara, había sido propiedad de H. J. Heinz, el «rey del ketchup». A lo largo de la acera se veían restos de una vieja y maciza verja de hierro forjado, y en el jardín de los Gaskell, detrás del invernadero de Sara, asomaban un par de raíles oxidados, semienterrados entre la hierba, únicos vestigios de un trenecito con el que se había entretenido de niño algún heredero ya fallecido de Heinz. La casa resultaba demasiado grande para los Gaskell, que, al igual que Emily y yo, no tenían hijos. Y estaba repleta, desde el sótano hasta el desván, de objetos de la colección de recuerdos relacionados con el béisbol de Walter Gaskell, de modo que en las raras ocasiones en que me reunía allí con Sara a solas, nunca lo estábamos realmente: los amplios y oscuros espacios de la casa estaban llenos de la presencia de su marido y de los fantasmas de jugadores y magnates muertos. Walter Gaskell me caía simpático, y jamás logré echarme en su cama sin sentir que una áspera hebra de vergüenza atravesaba la iridiscente seda de mi deseo por su mujer.
En cualquier caso, no voy a pretender convencer a nadie de que nunca tuve intención de liarme con Sara Gaskell. Soy tan enamoradizo, y siento un desprecio tan absoluto por las consecuencias de mis actos, que desde el mismo momento en que empiezo una relación matrimonial me convierto, casi por definición, en adúltero. He pasado por tres matrimonios, y en todos ellos he sido, clara e incontrovertiblemente, el responsable de su disolución. Me propuse liarme con Sara Gaskell desde el mismo momento en que la vi por primera vez, liarme con sus delicados dedos, con el minucioso montaje de peinetas y pasadores gracias al cual su cabello rojizo no le llegaba hasta las caderas, con su conversación que fluía por innavegables recovecos entre orillas opuestas de ternura y mordaz ironía, con el humo de sus interminables cigarrillos. Solíamos vernos en un apartamento situado en East Oakland, propiedad de la universidad; Sara Gaskell era la rectora, y la conocí el día de mi llegada a la universidad. Lo nuestro había empezado hacía ya casi cinco años, sin otra evolución visible que la que va del nervioso forcejeo con la llave en una cerradura que no nos resulta familiar a la instalación en el apartamento de televisión por cable para pasar las tardes de los miércoles metidos en la cama, en ropa interior, viendo viejas películas. Ninguno de los dos tenía el más mínimo interés en dejar a su respectivo consorte, ni en hacer nada que pudiese quebrar el sosiego de lo que ya era un viejo amor, tranquilo y estable.
– ¿Es guapa? -susurró la señorita Sloviak mientras subíamos por los escalones enlosados de la entrada de la casa de los Gaskell. Me dio un golpecito en el estómago, con un gesto que imitaba a la perfección la actitud condescendiente, pero en el fondo amable, de una mujer despampanante para con un hombre de escaso atractivo.
Se suponía que debía responder algo así como: «Para mí, desde luego, lo es», pero, en lugar de eso, dije:
– No tanto como usted.
Lo cierto es que Sara tampoco era más guapa que Emily, y carecía de su porte elegante y su coquetería. Era una mujer grande -alta, tetuda y con un gran trasero- y, como les ocurre a muchas pelirrojas, su belleza variaba según las circunstancias y resultaba inclasificable. Tenía las mejillas y la frente repletas de pecas, y la nariz, si bien de perfil resultaba coqueta y respingona, vista frontalmente parecía bulbosa. A los doce años ya había alcanzado la estatura y la constitución corporal que la caracterizaban, y creo que a causa de ese trauma -y de las exigencias de su status profesional- su vestuario habitual consistía de manera prácticamente exclusiva en pantis, blusas blancas de algodón y nichos trajes sastre de tweed de una gama cromática que iba del marrón claro al oscuro. Llevaba su maravillosa cabellera aprisionada entre un auténtico andamiaje de horquillas; por todo maquillaje, un toque cobrizo en los labios, y aparte del anillo de bodas, el único ornamento que lucía habitualmente eran unas gafas de leer con cristales en forma de medialuna colgadas del cuello con un largo cordón. Desnudarla era una temeridad, una especie de acto vandálico, como abrir las jaulas de un 200 repleto de animales o hacer saltar por los aires una presa.