Llevaba el pelo recogido y su nuca quedaba a la vista. De pronto apareció una mano por su espalda y se posó suavemente sobre su hombro izquierdo; ella la toleró. Movió las piernas, embutidas en sus botas rojas, y el programa de actos resbaló de su regazo. Cuando se agachó para recogerlo, pude ver a su acompañante: un sonriente y sonrosado rostro enmarcado por una melena de cabello más rubio incluso que el de Hannah. Me apoyé contra el respaldo de la butaca y cerré los ojos.
– ¿Quién es ese tío? -preguntó Carrie-. ¿Lo conoce?
– Se llama Jeff -le informé.
Tardé un buen rato en poder abrir los ojos de nuevo. Estaba sentado, escuchando la suave voz de Walter con su ligero acento granítico típicamente neoyorquino. Parecía que estaba terminando su discurso; relató algunos incidentes supuestamente divertidos de los últimos días, ninguno de los cuales tenía relación ni con el asesinato de un perro, ni con el robo de una prenda sagrada, ni con una esposa que llevaba en sus entrañas al hijo de otro hombre.
– Y ahora -dijo-, tengo algunas buenas noticias y varias felicitaciones que transmitirles.
Hizo una pausa. Por fin había llegado el gran momento. Una de las participantes en el festival literario había encontrado editor para su libro infantil Manchas de sangre en un sujetador. Otro, un tipo al que yo conocía y que escribía artículos para el Post-Gazette, había colocado su novela policiaca El langostino solitario en la editorial Doubleday. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez he invertido los títulos. Se escucharon aplausos que, imaginé, hicieron que los agraciados se pusieran en pie para agradecerlos.
– Y resulta particularmente emocionante -continuó Walter- anunciar que James Leer, estudiante de esta facultad, ha encontrado editor para su primera novela, cuyo título, si no me equivoco, es El delicioso desfile. [47] Abrí los ojos a tiempo para ver cómo Walter, con una sorprendente expresión de cariño y benevolencia en su rostro, felicitaba a James. El público aplaudía y reclamaba que el triunfador se pusiera en pie, pero él siguió inmutable en su butaca de la primera fila, con las manos sobre el regazo y la mirada fija al frente, contemplando el polvo que flotaba en los haces de luz de los focos del auditorio. Por fin, Crabtree le dio un codazo en las costillas y James se levantó como un títere movido por hilos. Carrie McWhirty lo señaló con el dedo y le susurró al oído a la persona que tenía al lado:
– Vamos a la misma clase.
James se volvió para encararse a las quinientas personas que tenía detrás y a las cincuenta que tenía encima. Parecía desorientado y asustado, como un niño en medio de una bandada de palomas que levantan el vuelo en una plaza. La americana que le había dejado Crabtree le sentaba realmente mal a su larguirucha figura. El cuello le quedaba excesivamente grande y de las mangas sobresalían varios centímetros de pálida muñeca. Llevaba los ajados zapatos negros de siempre y la camisa roja a cuadros, que contribuía considerablemente a su desastrado aspecto. Permaneció en pie, como un espantapájaros colgado de un clavo, mientras los aplausos primero perdían intensidad, después se espaciaban y, finalmente, cesaban por completo. El auditorio quedó en silencio y James siguió de pie, bamboleándose ligeramente y tragando saliva ostensiblemente, con aspecto de estar a punto de vomitar. Comprobé que no era, en absoluto, ese momento mágico que retratan las películas y las novelas en que el chiflado de turno, diana de todas las burlas y odios, recibe por fin una gran ovación. La admiración de quienes lo atormentaban no era para él más que un nuevo tormento.
– Ese tío es una especie de extraterrestre -le comentó Carrie a su vecino de butaca-, ¿entiendes lo que quiero decir?
– ¡Haz una reverencia, James! -le pidió Hannah en voz lo bastante alta para que el auditorio en pleno lo oyese. La gente se rió. James la miró. Se había puesto rojo como un tomate. Tras un último e inocente instante como extraterrestre, James abrió los brazos, inclinó la cabeza e hizo su primera reverencia de chico prodigioso. Después se dejó caer sobre su butaca como un paraguas arrastrado por el viento y se tapó la cara con ambas manos.
Walter Gaskell se aclaró la garganta y prosiguió su discurso, como si estuviera impaciente:
– Por último, aunque probablemente no por ello sea menos importante, debo decir que Terry Crabtree, de Bartizan, también ha decidido publicar mi libro, El último matrimonio americano, del que algunos de vosotros ya conocéis varios fragmentos.
Aplausos estruendosos, entusiastas, obsequiosos. Crabtree le dio a James una palmada en el hombro y un afectuoso apretón; un nuevo episodio para ser recreado por la ágil pluma de Terry Crabtree en sus hipotéticas memorias. Walter hizo una rápida y digna reverencia, dio las gracias a las secretarias y voluntarios de la organización, citó una frase de Kafka sobre hachas y hielo, nos deseó un año productivo y, con una risotada muy televisiva, dejó que la audiencia de escritores en cierne levantara el vuelo como una bandada de horribles murciélagos. Se encendieron las luces y la gente empezó a salir del auditorio.
– ¿Viene, profesor Tripp? El señor Q. da una fiesta en casa de los Gaskell -me comunicó Carrie-. Me dijo que estaba invitada -añadió.
– No, creo que no voy a ir -le dije. Vi cómo Jeff seguía a Hannah por el pasillo, con una mano en su cintura. Se detuvieron para felicitar a James, que se levantó y empezó a tirar de los puños de la americana, rodeado de gente que le daba la enhorabuena.
– Bueno -dijo Carrie en tono dubitativo-, pues ya nos veremos, profesor Tripp.
– Seguro -dije, y en ese momento vi a Sara en la otra punta del auditorio, junto a una salida lateral. Me pareció que me miraba. Me puse en pie y levanté un brazo, pero cuando la saludaba, agitando la mano frenéticamente, se volvió y salió del auditorio sin responder a mi gesto.
Le dediqué a Carrie McWhirty una gélida sonrisa y, cuando me dejó a solas, me desplomé sobre la butaca, como alguien agotado por la fiebre. Me puse una mano sobre la frente y me pareció que, de hecho, tenía algunas décimas. El murmullo de las conversaciones de la gente que se despedía en el vestíbulo subió de volumen momentáneamente y después se acalló por completo. En el auditorio apareció Sam Traxler con una aspiradora y un carrito repleto de accesorios de limpieza, y empezó a pasearse por los pasillos y entre las butacas recogiendo los desperdicios más voluminosos, que metía en una bolsa de plástico. Al cabo de un rato también él desapareció y me quedé completamente solo. Lo había perdido todo: mi novela, mi editor, mi esposa, mi amante, la admiración de mi mejor alumno, todos los frutos de la última década de mi vida. No tenía ni familia, ni amigos, ni coche, ni, probablemente, tras los acontecimientos del fin de semana, empleo. Me apoyé contra el respaldo de la butaca, y al hacerlo escuché el inconfundible ruidito de una bolsa de plástico al arrugarse. Metí la mano en el bolsillo roto de mi chaqueta y la deslicé por el agujero hasta el forro, donde encontré la bolsita de marihuana, templada por el calor de mi cuerpo.
En la platea se oyó un chirrido de goznes. Sam Traxler había vuelto a entrar en el auditorio y se disponía a poner en marcha su aspiradora de reluciente acero cromado. Un instante antes de que lo hiciera, le grité:
– ¡Hola, Sam!
Levantó la vista lentamente, sin mostrar sorpresa, como si estuviese habituado a que alguien le llamase desde el anfiteatro vacío.
– ¡Oh! ¡Hola, profesor Tripp! -dijo.