– Sam, ¿te sueles colocar? -le pregunté.
– Sólo mientras trabajo.
Me asomé por la barandilla, le mostré la bolsita e intenté lanzarla, como un dardo o un avión de papel. Pero quedó enganchada en un pliegue del cortinaje de terciopelo que cubría la parte exterior del anfiteatro. Me asomé más, haciendo fuerza con las piernas contra la butaca que tenía detrás, y sacudí el cortinaje. La bolsita cayó revoloteando como una hoja seca. Sam se acercó para recogerla. Ahora sí que ya no me quedaba nada de nada.
– ¡Joder! -exclamó-, ¿Me la da? ¿En serio?
Le aseguré que sí. De pronto, sentí olor a sangre en la nariz y a mi alrededor el aire se llenó de lucecitas parpadeantes y filamentos de perlas luminosas. Un rumor submarino asaltó mis oídos, como si alguien me hubiese aplastado contra las orejas un par de caracolas.
– Oh -dije, y mi cuerpo, que seguía apoyado por el vientre en la barandilla, se balanceó como un piano Stenway en el antepecho de la ventana de un segundo piso.
De pronto sentí, por decirlo de alguna manera, que el aparejo de la polea se destensaba. La verdad es que no sé muy bien qué fue lo que me hizo tambalearme. Un cuerpo de la talla del mío está sujeto a las misteriosas fuerzas gravitatorias que afectan a los océanos y a las laderas de las montañas. Lo que me esperaba al precipitarme al vacío era romperme la crisma y destrozar las butacas vacías que había abajo con unos efectos destructivos semejantes a los de un desbordamiento del río Monongahela. Para ser sincero, debo añadir que, por un instante, justo antes de perder el conocimiento, esa perspectiva me pareció maravillosa. Me desplomé hacia adelante, arranqué un par de puñados de polvo del cortinaje y empecé a caer.
Sentí un fuerte tirón en el cuello. El botón superior de mi camisa saltó y me golpeó en la mejilla. Noté que alguien me subía lentamente hacia el anfiteatro y después me tendía en el suelo boca arriba. Unas manos presionaron delicadamente mi frente. Justo antes de cerrar los ojos tuve una momentánea visión del rostro de Sara. Parecía contemplarme desde una altura indeterminada.
– ¿Grady? -dijo, perpleja-. ¿Qué estabas haciendo, maldito idiota?
Abrí la boca e intenté responder a la pregunta, pero no pude. El matiz de ternura en su voz me hizo concebir esperanzas, y sentí un agudo dolor en el pecho al expansionarse súbitamente el último músculo esperanzado de mi cuerpo.
Me elevé como una cometa, a trompicones, atado al pellejo mortal de Grady Tripp por medio de un fino hilo nacarado. A mis pies se extendía Pittsburgh, con sus edificios de ladrillo, sus negros tejados y sus viaductos de hierro, con sus hondonadas cubiertas por la niebla y medio oculta por la lluvia. El viento me levantaba las solapas de la chaqueta y resonaba en mis oídos como los latidos de un corazón. Había pájaros en mi cabello. Me creció una puntiaguda barba de hielo en el mentón. No me lo invento. Oí que Sara me llamaba y miré hacia abajo, hacia la niebla y la lluvia de mi vida en la Tierra, y vi que se arrodillaba junto a mi cuerpo e insuflaba su aliento en mis pulmones. Era cálido y acre, repleto de vida y de aroma de tabaco. Lo bebí a grandes tragos. Me agarré al hilo opalescente y empecé a descender hacia mi cuerpo terrestre.
Al despertarme me encontré en una habitación de hospital escasamente iluminada, desnudo bajo una camisola de papel azul pálido, con un gota a gota en el brazo izquierdo que me suministraba mi glucosa vespertina. Era una agradable habitación de dos camas, con un papel alegre en las paredes y un ramo de nomeolvides en un jarrón sobre la repisa de la ventana, tras la que se veía una impresionante iglesia de piedra negra al otro lado de la calle. Detrás del campanario se vislumbraba una franja de cielo de un azul muy pálido. La cortinilla que me separaba de mi compañero de cuarto estaba corrida, pero veía los pies de su cama y más allá el pasillo, de un azul gélido.
– ¿Hola? -dije, dirigiéndome a quienquiera que estuviese al otro lado de la cortinilla-. Disculpe, ¿podría decirme en qué hospital estoy?
No hubo respuesta, así que pensé que tenía un compañero de habitación con la mandíbula cosida, comatoso, afásico o incapaz de contestar por algún otro motivo. Finalmente, caí en la cuenta de que estaba solo. Mientras contemplaba cómo los últimos restos de azul desaparecían en el cielo nocturno tras la ventana, sentí que una tremenda soledad descendía sobre mí.
– ¡Sara! -exclamé.
Notaba un ligero picor en la muñeca derecha. Me froté el brazo contra las sábanas durante un rato, antes de bajar la vista y descubrir que llevaba un brazalete de plástico con mi nombre y una serie de números que indicaban en código las características concretas de mi colapso. Encima de estos datos, en letras negras perfectamente legibles, figuraba el nombre del hospital. Era un centro muy conocido y caro, que gozaba de una inmejorable reputación y estaba a quince minutos en taxi del auditorio del campus. Eché un vistazo a la radio-despertador que había sobre la mesilla de noche. Eran las siete y veinte. Sólo había estado inconsciente un par de horas.
A las siete y media entró el médico de guardia. Era un médico residente, joven, con el pelo muy largo, nariz puntiaguda y unos ojos azules tan fríos e inquietantes como los de Doctor Dee. Necesitaba un afeitado y tenía el semblante triste y fatigado de quien está a punto de acabar su turno, semejante al de un viajero que baja de un avión tras treinta horas de vuelo. Leí su nombre en su acreditación: GREENHUT. Me miró con tal expresión de desagrado que, por un momento, me pregunté si me conocía.
– ¿Y bien? -dijo.
– He sufrido un desvanecimiento.
Decidí no contarle que además, por lo que recordaba, había estado muerto un rato.
– En efecto.
– Últimamente me pasa a menudo -le expliqué.
– Ajá -dijo-. Tengo entendido que también fuma mucha marihuana.
– Sí, bastante. ¿Cree que por eso sufro estos mareos?
– ¿A usted qué le parece?
– Supongo que es posible.
– ¿Cuánto tiempo hace que los sufre?
– ¿Los mareos? -pregunté, en un tono que me recordó tanto al de Blanche DuBois [48] que temí haberme vuelto afeminado-. Creo que hace aproximadamente un mes.
– Veamos si se puede poner en pie. Tenga cuidado con el gota a gota.
Me incorporé lentamente, evitando movimientos bruscos.
– ¿Qué tal se siente?
– Bastante bien -dije.
De hecho, notaba una estabilidad y una claridad mental que hacía tiempo que no sentía, probablemente años. El dolor de mi tobillo había desaparecido casi por completo.
– ¿Cuánto tiempo lleva fumando marihuana?
– Bastante.
– ¿Cuánto?
– Creo que desde que Spiro T. Agnew era vicepresidente. Sí, unos veinte años.
– Entonces lo más probable es que ambas cosas no estén relacionadas. ¿Ha habido algún cambio importante en su vida durante el último mes?
– Uno o dos. -Pensé inmediatamente en Chicos prodigiosos. Hacía casi un mes que había tenido la imprudente idea de intentar terminar la novela. Al pensar en ello, caí en la cuenta de que los mareos habían aumentado de frecuencia e intensidad a medida que se acercaba el día de la llegada de Crabtree y mis esfuerzos por escribir la palabra «Fin» seguían sin dar resultado-. No me he alimentado demasiado bien. He bebido mucho durante el último par de días, aunque sé que me sienta mal.
– Y su esposa le ha abandonado.
Me senté al borde de la cama. La camisola de papel hizo mucho ruido al arrugarse.
– ¿Eso también consta en mi ficha médica?
– Estuve hablando con la mujer que le salvó la vida -me dijo en un tono neutro, carente de cualquier matiz melodramático, como si todo el mundo dispusiese de una mujer así, o al menos supiese dónde se podían alquilar sus servicios.
– Ajá.