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– ¡Chico, cómo me gustaría tener uno de ésos! -dije.

El tipo captó la ironía de mi tono, pero interpretó mal el comentario. Me miró, señaló con el pulgar hacia el bebé que no era el suyo y, con una media sonrisa, me dijo:

– Bueno, colega, tengo noticias para ti: ya lo tienes.

Algo más de media hora después llegué a una calle bordeada por frondosos árboles en el corazón de Point Breeze, donde en una época ya lejana los herederos de las grandes fortunas del acero y las especias jugaban sobre la hierba golpeando con mazos de oro pelotas que hacían pasar bajo aros de plata. Caminé junto a una siniestra verja de hierro hasta llegar a la entrada de la residencia de los Gaskell. Era una noche de primavera fría en una ciudad fluvial al pie de las montañas. En el aire flotaba una ligera bruma. La luz de las farolas era débil y difusa, como si la hubiese retocado con el dedo un artista entusiasta del pastel y dado al sentimentalismo. Todavía llevaba conmigo la tuba, sin ningún motivo concreto, salvo el hecho de que en las presentes circunstancias era una agradable compañía; lo cual es una manera de decir que era cuanto poseía. Todas las ventanas de la casa de los Gaskell estaban iluminadas, y mientras recorría el camino de acceso llegó a mis oídos el suave tintineo de un vibráfono. No oí gritos ni otros sonidos humanos de juerga, lo cual, por otra parte, no me sorprendió en absoluto, ya que la fiesta de clausura del festival literario, se celebrase donde se celebrase, era, por lo general, un baile de supervivientes, con una escasa concurrencia de gente cansada y resacosa. Deposité la tuba en el suelo y llamé al timbre.

Esperé. El viento agitó sonoramente las hojas de los árboles y dos segundos después empezó a llover a cántaros. Llamé con los nudillos. Probé con el pesado picaporte y descubrí que la puerta no estaba cerrada. Al entrar, sentí un estremecimiento de miedo.

– ¿Hola? -dije.

La casa estaba desierta. Di una vuelta por la planta baja, fui de la sala a la cocina y me abrí paso por las puertas batientes hasta el comedor. Por todas partes había signos de una reciente presencia de gente: vasos de plástico con marcas de carmín, ceniceros llenos de colillas, algunos sombreros y sudaderas tirados de cualquier manera, e incluso un par de zapatos. Toda la escena estaba impregnada de una extraña calma después de la batalla, como tras la acción de un rayo mortal o una nube tóxica.

– ¿Hay alguien en casa? -grité hacia el piso de arriba, y empecé a subir las escaleras. Mi llamada no obtuvo respuesta.

Desde el pelo me resbaló por la nuca una gota de lluvia, y sentí que un estremecimiento me recorría la espina dorsal. La puerta de la entrada seguía abierta y las susurrantes risotadas de la lluvia que repiqueteaba en los árboles y los charcos creaba una extraña armonía con el claqué de esqueletos danzantes del vibráfono. Una casa vacía, un hombre necio y temerario subiendo las escaleras al encuentro de su fatal destino, la espectral música de una orquesta de diablillos y esqueletos: me había convertido en el protagonista de un relato de August Van Zorn. Tal vez, pensé, nunca había sido otra cosa a lo largo de mi vida. De pronto, a mis espaldas se oyó un ruido sordo, como de un cuerpo golpeando contra el suelo. Pegué un bote y me volví rápidamente, preparado para ser devorado por las babeantes fauces del mismísimo Príncipe de las Tinieblas. Pero era sólo la tuba, que se había volcado en el porche; o eso, o trataba de moverse por sí misma.

– No puedo dejarte sola ni un momento -le dije, bromeando sólo a medias.

Bajé rápidamente las escaleras y me quedé en el recibidor, muy quieto, sin perder de vista la tuba e intentando descifrar qué debía de haber pasado y por qué todo el mundo se había ido. Desde donde estaba veía la cocina, y a través de sus ventanas descubrí que en el jardín trasero había una luz encendida. Entré en la cocina y aplasté la cara contra el cristal de una ventana. En el interior del invernadero de Sara brillaba uno de los neones de tenue luz violeta. Era perfectamente posible que en algunas ocasiones Sara dejase encendida a propósito alguna de las luces del invernadero, y bastante improbable que hubiese elegido aquel preciso momento para echar un vistazo a sus guisantes. A pesar de todo, me subí la chaqueta hasta cubrirme la cabeza y crucé el jardín chapoteando a la carrera. Llamé a la puerta del invernadero con los nudillos un par de veces y después la abrí y me dejé aspirar por aquella extraña casa de cristal con su hedor a abono a base de pescado, flores y putrefacción. Era la primera vez que entraba allí de noche. Sólo había un neón encendido, al fondo. Me quedé inmóvil unos instantes, tratando de adaptarme a la escasa luz y a la densidad del aire, recargado de un olor, mezcla de vainilla rancia y dulzona podredumbre, que identifiqué como el aroma de los narcisos. Era tan abrumador, que casi podía oírlo zumbar en mis oídos como si de un enjambre de abejas se tratase.

– ¿Sara? -llamé.

El murmullo de las flores parecía ir en aumento a medida que avanzaba por el invernadero, pero al llegar al eje central descubrí que el origen no estaba en el efecto que sobre mis nervios pudiese ejercer el denso perfume del lugar, sino en los irregulares y grotescos ronquidos de un maestro contemporáneo del arte del relato. Echado en el viejo sofá púrpura, bajo la palmera plantada en un tiesto, Q. dormía profundamente. Los faldones de la camisa le colgaban por encima del pantalón, tenía la bragueta abierta y en los pies llevaba tan sólo unos calcetines de fantasía con la puntera roja, manchados de tierra. Así que los zapatos de la sala eran los suyos. Incluso en sueños, Q. y su Doppelgänger proseguían su singular combate, ya que, si bien fruncía el ceño angustiadamente, el resto de su rostro mostraba una expresión plácida, incluso satisfecha, como si estuviese disfrutando de un merecido descanso. Aparte de las manchas de tierra en los calcetines, lucía un lamparón de sangre seca en el bolsillo de la camisa y llevaba un número de teléfono o un mensaje garabateado en el dorso de la mano. Me incliné y traté de leerlo. Estaba demasiado borroso para poder descifrar lo que ponía. La primera letra era una «c». Me pareció que CRETINO habría resultado muy apropiado. Encendí una luz del techo.

Q. abrió los ojos.

– ¡No! -gritó, y levantó las manos como para defenderse de mí.

– Tranquilo, tío -le dije-. Todo va bien.

Se incorporó.

– ¿Dónde estoy? ¿A qué huele?

– Es la respiración de las plantas -le expliqué-. Estás en el invernadero de Sara.

Se frotó la cara y se palmeó las mejillas. Después echó un vistazo a su alrededor durante el cual se detuvo a contemplar las puntiagudas hojas de la palmera y sus calcetines sucios. Meneó la cabeza.

– No -dijo.

– No tienes ni idea de cómo has llegado hasta aquí, ¿verdad?

– Ni la más remota.

Le apreté levemente el hombro, para animarlo.

– De acuerdo -dije-. Trata de responderme a esto: ¿tienes idea de adónde se ha ido toda la gente de la fiesta? -Señalé hacia la casa con la cabeza-. No queda ni un alma, y parece que los invitados se han largado precipitadamente. Hay vasos, cigarrillos y demás tirados por todas partes. -Consulté el reloj. Faltaba poco para las nueve-. Diría que la fiesta ha terminado antes de lo previsto.