– ¿Grady? -gritó Walter. Por el tono de su voz parecía sinceramente preocupado.
– Estoy bien -dije.
Me liberé de la tintineante trampa de alambre y me dirigí hacia donde recordaba que estaba la puerta. De camino a la salida crucé el eje central del invernadero, y al pasar junto al sofá púrpura me detuve un momento.
– Espero que no hayas perdido detalle -le dije a Q.
Asintió. Me pareció que estaba un poco pálido.
– Quisiera hacerte una pregunta -añadí, señalando su mano-. ¿Qué pone ahí?
Miró la borrosa inscripción en tinta azul sobre el dorso de su mano izquierda y frunció el ceño. Tardó varios segundos en recordar de dónde había salido aquello.
– Pone «Frank Capra» -dijo, y se encogió de hombros-. Es algo que vi anoche; creo que de ahí podría salir una novela.
Asentí y le tendí la mano; me la estrechó. Al avanzar hacia la puerta estuve a punto de rozar a Walter Gaskell, y al apartarme me tambaleé un poco. Levantó una mano para sostenerme, y, por un instante, estuve a punto de desmayarme en sus brazos, pero rechacé su ayuda y crucé a grandes zancadas el jardín, que parecía girar a mi alrededor, camino de la casa.
Subí por las escaleras del porche trasero y atravesé la casa, sintiéndome un poco menos aturdido a cada paso que daba. Al llegar al porche delantero comprobé que la tuba seguía allí, esperándome. Casi me alegré de verla. Me quedé allí, iluminado por la luz que salía de la puerta abierta que tenía a mis espaldas y se desparramaba hacia la calle, mientras la lluvia se deslizaba por los cristales de mis gafas y las aletas de mi nariz, tratando de reunir el ánimo necesario para emprender el camino de regreso a mi casa vacía en la calle Denniston. Eché un vistazo al recibidor para comprobar si, por casualidad, alguien se dejó olvidado un paraguas o había alguna cosa con la que, al menos, pudiese cubrirme la cabeza. No vi nada que resultase adecuado. Me volví, respiré profundamente y levanté la tuba por encima de mi cabeza para resguardarme un poco de la lluvia. Y así emprendí el camino de regreso a casa. Pero la tuba pesaba demasiado para llevarla mucho rato de aquel modo, así que no tardé en bajarla y seguir adelante empapándome. La ropa empezó a parecerme más pesada, los zapatos rechinaban a cada paso y los bolsillos de la chaqueta se llenaron de agua. Finalmente, decidí sentarme sobre la funda de la tuba y esperar, como un hombre agarrado a un tonel vacío, a que me arrastrase la riada.
La riada, pensé. Ése era el verdadero final que siempre había pensado para Chicos prodigiosos. Un día de abril, tras un duro invierno, el río Miskahannock se desbordaba y arrasaba la agitada ciudad de Wonderburg, Pensilvania. Para el último párrafo tenía una idea muy concreta: una chica y una vieja jorobada avanzaban en una barca por el enorme recibidor de la mansión de los Wonder. Había algo en esa imagen de la pequeña barca que, cargada con todo lo que quedaba de la familia Wonder, se dirigía trabajosamente hacia la puerta de la mansión para perderse entre las ruinas y los restos flotantes del mundo, que me conmovía hasta las lágrimas. En un gesto automático, me palpé los bolsillos tratando de encontrar un bolígrafo y una hoja de papel para tomar algunas notas. Había algo en uno de los bolsillos de la chaqueta. Eran las siete páginas supervivientes de Chicos prodigiosos, dobladas y mojadas. Las apoyé contra uno de mis muslos y, con sumo cuidado, las desplegué y las alisé.
– ¿Y bien? -le dije a la tuba-. ¿Qué te parece si ponemos el punto final de una vez por todas?
Tomé las siete hojas y me dispuse a plegarlas. Empecé por las puntas superiores y las fui doblando hasta convertirlas en un empapado y blando barquito de papel. Deposité la poco marinera embarcación a mis pies, en la cuneta, y contemplé cómo se escoraba y se deslizaba calle abajo, hacia el río Monongahela primero y camino del mar abierto después. Así, tal como habían presagiado las profecías de las brujas y yo había dejado escrito en un borrador de nueve páginas redactado una tarde de abril de hacía cinco años, la riada se llevó los últimos restos de las posesiones de los Wonder. Me puse en pie y descubrí que se me había despejado considerablemente la cabeza y que el aturdimiento que sentía en ella hacía un rato había pasado, como si de corriente eléctrica se tratase, a mis extremidades. Las manos no me respondían bien, sentía las piernas inseguras y mi corazón parecía etéreo. No estaba exultante de felicidad, precisamente; había dedicado demasiados años de mi vida a aquella novela, había vertido en ella demasiados miles de ideas, situaciones y frases elegantemente resueltas, fruto todo ello de un arduo trabajo, para no sentir un profundo pesar al abandonarla definitivamente. Pero, a pesar de todo, me sentía ligero, como si me hubiese criado en los superpoblados barrios del planeta Júpiter y de pronto, rebosante de energía y entusiasmo, pudiese recorrer libremente las calles de Point Breeze dando saltos, cubriendo tres metros con cada zancada y con la tuba como único lastre para evitar salir volando.
Después de caminar un rato en dirección a casa, temblando, mientras en mi cabeza se repetían sin cesar los pensamientos que cabe esperar que se le ocurran a un hombre que acaba de ser aporreado con un bate del mismísimo Joe DiMaggio, un coche me adelantó e inmediatamente se detuvo junto al bordillo. Sus faros proyectaban unos haces de luz que iluminaban las gotas de lluvia haciéndolas resplandecer. Era un Citroën DS23. La lluvia repiqueteaba sobre su capota de lona negra.
Sin abandonar la tuba, subí al bordillo, me agaché un poco y eché un vistazo al interior del coche. Estaba iluminado por el débil resplandor ámbar del tablero de mandos, y de la ventanilla abierta emanaba calor. Olía a una mezcla de ceniza mojada y lana húmeda del abrigo de Sara. La radio emitía mensajes publicitarios con sordina. Cuando asomé la cabeza, Sara me dirigió una mueca, abriendo mucho los ojos, para que supiese que estaba enfadada, pero que no había perdido del todo el sentido del humor. Tenía el cabello mojado y echado hacia atrás, y el rostro húmedo y con restos del lápiz de labios naranja de alguna de sus invitadas en la mejilla.
– ¿Quieres que te acompañe a casa? -me preguntó con burlona afabilidad. Simulaba no estar nada sorprendida de haberme encontrado, pero, por el modo cómo mantenía la boca muy recta, y por cierta reveladora dilatación de las aletas de su nariz, deduje que llevaba horas alarmada por mi desaparición y aún no se le había pasado el susto-. Te he buscado por todas partes -dijo-. Volví al hospital. He ido a tu casa… ¡Dios mío, Grady!, ¿qué te ha pasado en la cabeza?
– Nada -respondí, y me palpé la sien izquierda, que, a decir verdad, se había hinchado considerablemente-. Bueno, Walter me ha atizado con un bate de béisbol. -Además, ahora que tenía ante mí algo concreto en que fijar la vista, me pareció que no controlaba del todo los movimientos de mi ojo izquierdo-. Estoy bien. Ya sabía que me tocaría recibir.
– ¿Seguro que estás bien? -Entrecerró los ojos y me escrutó. Trataba de descubrir si iba colocado-. Entonces, ¿por qué bizqueas?
– ¿Cómo que bizqueo? Estoy bien, no voy colocado -le aseguré, y, para mi sorpresa, reparé en que era cierto-. Te digo la verdad.
– La verdad… -repitió Sara, dubitativa.
– Me encuentro estupendamente. -Eso también era cierto, excepto por lo que respectaba al estado de mi cuerpo en aquellos momentos-. Me alegro tanto de verte, Sara… Tengo tantas cosas que decirte… Me siento… Me siento tan ligero…
Empecé a explicarle mi muerte simbólica, el último viaje del barco llamado Chicos prodigiosos y la súbita y mágica ligereza de mi viejo corpachón jupiterino.