– Llevo mi maleta en el portaequipajes -me dijo Sara, interrumpiéndome, como de costumbre, antes de que pudiese enturbiar las aguas de una conversación importante con mis habituales divagaciones-. ¿Emily va a volver a casa?
– No creo.
Sus ojos se volvieron a entrecerrar.
– No -dije-. No va a volver a casa.
– Entonces, ¿puedo quedarme contigo? Por poco tiempo. Un par de días. Hasta que encuentre algún sitio. Si -añadió rápidamente- es eso lo que quieres.
No dije nada. La lluvia arreciaba; la tuba me estaba dislocando el hombro, pero no me decidía a dejarla en el suelo, y Sara todavía no me habla ofrecido entrar en el coche. Tenía la sensación de que de mi respuesta dependería en gran medida que finalmente lo hiciese o no. Seguí allí, empapado, recordando la promesa que le había hecho al doctor Greenhut.
– Bueno, pues muy bien -dijo Sara, y metió primera. El coche empezó a avanzar lentamente.
– ¡Espera un momento! -dije-. ¡Para!
Se encendieron las luces traseras de frenado.
– ¡De acuerdo! -dije mientras corría para alcanzarla-. ¡Por supuesto que puedes quedarte conmigo! ¡Me parece una idea estupenda!
Esperaba que después de oír estas palabras me sonriese, me ofreciese entrar en el coche, me llevase a casa y me dejase sobre mi sofá favorito para poder dormir durante los próximos tres días. Pero Sara no estaba dispuesta a dar por finalizadas las negociaciones tan fácilmente.
– He decidido que voy a tenerlo -me informó, y contempló mi cara para comprobar el efecto que me causaba su anuncio-. Por si te interesa saberlo.
– Sí que me interesa.
Levantó las manos del volante, por primera vez en todo aquel rato, y las extendió en un peculiar gesto que resultaba más elocuente y expresaba mejor su incertidumbre que un encogimiento de hombros.
– He pensado que sería una buena idea tenerlo -dijo-, si no voy a tener nada más.
– ¿Eso crees?
– Al menos de momento.
Me reincorporé, bajé del bordillo y alcé la vista para mirar el cielo a través de la lluvia. Dejé en el suelo el último de mis agobios y abrí la portezuela del coche.
– Entonces, supongo que no tengo por qué seguir aferrándome a esta tuba -dije.
Uno de los más extraños restos arrastrados por las aguas que hubo que limpiar tras la riada que me devolvió finalmente a la pequeña ciudad que me vio nacer, fue la chaqueta de satén negro con el cuello de armiño, los codos un poco gastados y a la que le faltaba un botón. Aunque por ley podía exigir de Walter que vendiese su querida colección para dividir los beneficios de la liquidación, Sara le ofreció renunciar a sus derechos sobre todo lo demás -las camisetas oficiales de competición, los tres mil cromos de jugadores de béisbol y, por encima de todo, el bate manchado de brea- si él le cedía la chaqueta. Yo me habría sentido absolutamente feliz de no volver a verla nunca más, pero para Sara era un recuerdo, al mismo tiempo irónico y emotivo, del fin de semana que selló nuestro destino. Todo lo demás se lo quedó Walter, que aceptó desprenderse de un pequeño aunque significativo principado para poder mantener el resto de su inmenso imperio. Cuando tanto Sara como yo nos liberamos por fin de todos nuestros compromisos sociales y profesionales del pasado, nos casamos aquí, en el Ayuntamiento, en un acto celebrado por un juez de paz que era primo lejano de mi abuela. En la ceremonia, casi -aunque no del todo- como una broma, Sara lució la chaqueta. No me pareció que fuese un buen presagio, pero se trataba de mi cuarto matrimonio y, por tanto, cualquier comentario sobre presagios estaba, hasta cierto punto, fuera de lugar.
Durante más de un año después de que las páginas del manuscrito de Chicos prodigiosos saliesen volando por aquel callejón que daba a la parte trasera de Kravnik, Material Deportivo, fui incapaz de escribir una sola palabra. Metí los restos que sobrevivieron al catastrófico final de mi pieza de orfebrería -borradores de algunos capítulos, perfiles de personajes y fragmentos sueltos que había descartado- en una caja de botellas de licor que guardé debajo de la cama. Mi vida había sufrido importantes alteraciones y, tal vez porque tenía problemas de visión en el ojo izquierdo, me llevó mucho tiempo recuperar mi sentido del equilibrio narrativo y mi percepción del mundo circundante como escritor. Traté largo y tendido con mi abogado y con buen número de colegas suyos de Pittsburgh, dejé de fumar marihuana y puse en juego lo mejor de mí mismo a fin de lograr ser un buen marido y un buen padre para mi hijo. Sara consiguió el puesto de jefa de estudios en Coxley y se las arregló para que me contratasen como profesor a media jornada en el departamento al que Albert Vetch había consagrado tantas horas de su vida. Así que nos mudamos a esta pequeña ciudad en la ladera de la colina, donde las casas son del color de las hojas secas, donde el brillo de los letreros de neón te ciega en las noches frías, donde la temporada de fútbol americano nunca se acaba. Finalmente, un domingo por la tarde, cuando ya llevábamos un par de semanas viviendo en una casa alquilada en la calle Whateley, a una manzana de la esquina de Pickman donde el viejo Hotel McClelland sigue en pie, saqué la caja de botellas de licor de debajo de la cama, la llevé al jardín trasero y la enterré en la gélida tierra negra, bajo una glicina.
Escribo por las mañanas, si el niño me lo permite, por las tardes, cuando no estoy dando clases, y, a veces, por la noche, cuando regreso a casa del bar Alibi Tavern. Los días en que no estoy demasiado satisfecho de mi trabajo, suelo pasar un par de horas en la abollada barra de acero del Alibi, y me encontrarán allí todos los martes por la noche después de dar clase a mis alumnos del curso avanzado de escritura creativa. Busquen al minotauro medio ciego con chaqueta de pana y una ajada cartera de cuero, sentado al fondo de la barra, junto a la gramola, con una jarra de cerveza Iron City mezclada, en atención a su salud, con limonada. Si se sientan el tiempo suficiente en el taburete contiguo, es muy probable que acabe explicándoles que trabaja como un negro en una novela sobre béisbol y la guerra de Secesión, o en un libro sobre el Berkeley de principios de los setenta, o en un guión cinematográfico titulado Hermana de las tinieblas, inspirado en varios relatos interrelacionados de otro oscuro hombre de letras local que utilizó el seudónimo de August Van Zorn. Normalmente está acompañado por uno o dos hombres mucho más jóvenes que él, alumnos suyos, chicos prodigiosos en cuyos corazones anida el miedo y el misterio de los libros que creen estar destinados a escribir. En sus buenos tiempos conoció a bastantes autores famosos y admirados, y le gusta prevenir y entretener a sus jóvenes acompañantes con ejemplos de la enfermedad incurable que provoca que todos los buenos escritores acaben sufriendo inevitablemente el quintaesencial destino de sus personajes. En general, los chicos le escuchan atentamente, y, de vez en cuando, alguno de ellos incluso se toma la molestia de ir a la biblioteca de la universidad, exhumar alguna de sus novelas y, acuclillado entre las estanterías, hojearla con impaciencia, buscando las partes que parecen sinceras.
Michael Chabon