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El mar estaba lleno de sonidos: gritos y llamadas, cuernos de guerra y tambores, el trémolo de las gaitas, el golpeteo de la madera en el agua cuando miles de remos se elevaban y caían…

—Mantened la formación —gritó Davos.

Un soplo de viento agitó su vieja capa verde. Su única protección consistía en un justillo de cuero endurecido y un yelmo, ahora a sus pies. Creía que en el mar, el pesado acero podía igualmente salvar a un hombre o costarle la vida. Ser Imry y otros capitanes de ilustre cuna no compartían su punto de vista. Cuando recorrían las cubiertas de sus naves, emitían destellos.

Tanto la Bruja como la Caballo de mar ocupaban ahora su sitio, y la Zarpa roja de Lord Celtigar las seguía. A estribor de la Lady Marya de Allard navegaban las tres galeras que Stannis había arrancado de manos del infortunado Lord Sunglass: Piedad, Oración y Devoción, cuyas cubiertas estaban repletas de arqueros. Hasta la Pez espada se aproximaba, balanceándose pesadamente en una mar cada vez más gruesa, con el impulso tanto de los remos como de las velas.

«Una nave con tantos remos debería ser mucho más veloz —reflexionó Davos con desaprobación—. Es ese espolón que lleva; es demasiado grande, la desequilibra.»

El viento del sur soplaba a ráfagas, pero con los remos aquello no tenía importancia. Entrarían con el flujo de la marea, pero los Lannister tendrían a favor la corriente del río, y en su desembocadura el Aguasnegras bajaba fuerte y rápido. El primer choque favorecería inevitablemente al adversario. «Vamos a cometer una estupidez al enfrentarnos a ellos en el río Aguasnegras», pensó Davos. En cualquier batalla en mar abierto, sus líneas de combate rodearían la flota enemiga por ambos flancos, haciéndola concentrarse para ser destruida. Sin embargo, en el río, la cantidad y el volumen de las naves de Ser Imry tendría menos importancia. No podrían disponer de una fila de más de veinte naves, porque correrían el riesgo de que los remos tropezaran y de chocar entre sí.

Más allá de la línea de naves de guerra, Davos alcanzaba a ver la Fortaleza Roja en la cumbre de la Colina Alta de Aegon, oscura ante un cielo amarillento, con la desembocadura del río debajo. Al otro lado del río, la orilla sur estaba cubierta de hombres y caballos, que se agitaban como hormigas enloquecidas al divisar las naves que se aproximaban. Stannis los habría mantenido ocupados en la construcción de balsas y la fabricación de flechas, pero incluso así la espera debió de ser difícil de soportar. Desde allí llegó el sonido de unas diminutas trompetas de bronce, que pronto desapareció ahogado por el rugido de miles de gargantas que gritaban. Davos apretó con la mano el saquito que contenía sus falanges y musitó una oración silenciosa para tener suerte.

La Furia estaría en el centro de la primera línea de batalla, flanqueada por la Lord Steffon y la Venado del mar, cada una de doscientos remos. En las alas de babor y estribor estarían las de cien: Lady Harra, Pezbrillante, Señor Risueño, Demonio del mar, Honor astado, Jenna Harapos, Tres tridentes, Espada veloz, Princesa Rhaenys, Hocico de perro, Cetro, Fiel, Cuervo rojo, Reina Alysanne, Gata, Valerosa y Veneno de dragón. En cada mástil ondeaba el fiero corazón del Señor de la Luz, rojo, amarillo y naranja. Tras Davos y sus hijos venía otra línea de naves de cien, comandadas por caballeros y señores capitanes, y los seguía el contingente de Myr, más reducido, ninguna de sus naves tenía más de ochenta remos. Más atrás estarían las naves a vela, las carracas y las grandes cocas madereras, y el último sería Salladhor Saan en su orgullosa Valyria, una enorme nave de trescientos remos, escoltada por el resto de sus galeras, con sus característicos cascos a franjas. El extravagante príncipe lysenio no estuvo nada contento cuando le asignaron el puesto de retaguardia, pero era obvio que Ser Imry no tenía más confianza en él que Stannis. «Demasiadas quejas y demasiadas reclamaciones sobre el oro que se le debía.» De todos modos, Davos lo sentía. Salladhor Saan era un viejo pirata astuto, y sus tripulaciones estaban formadas por marinos de pura sangre, que no sentían miedo en la pelea. Tenerlos en la retaguardia era un desperdicio.

Ahooooooooooooooooooooooooo. La llamada salió del puente de mando del Furia y retumbó entre cabrillas y remos que subían y bajaban: Ser Imry anunciaba el ataque. Ahoooooooooooo, ahooooooooooooo, ahooooooooooooooooooooooooooooo.

La Pez espada se había unido finalmente a la línea de batalla, aunque todavía llevaba izada la vela.

—Velocidad rápida de crucero —ladró Davos.

El tambor comenzó a marcar el ritmo más rápido, la boga se incrementó, los bordes de los remos cortaban el agua, splash-guosh, splash-guosh, splash-guosh. En cubierta, los soldados golpeaban los escudos con las espadas, mientras los arqueros tensaban lentamente sus arcos y cogían la primera flecha de las aljabas que llevaban al cinturón. Las galeras de la primera línea de batalla le impedían la visión, y Davos recorrió la cubierta en busca de una mejor vista. No vio señal de dique alguno, la boca del río estaba abierta como para tragárselos a todos. A no ser que…

En sus tiempos de contrabandista, Davos se había jactado con frecuencia de que conocía la costa de Desembarco del Rey mejor que la palma de su mano, puesto que no se había pasado buena parte de su vida entrando y saliendo furtivamente de la palma de su mano. Las torres achaparradas que se erguían, una frente a la otra, en la desembocadura del Aguasnegras, quizá no significaran nada para Ser Imry Florent, pero para él era como si le hubieran salido dos dedos adicionales de los nudillos.

Se protegió los ojos del sol poniente para examinar las torres con más atención. Eran demasiado pequeñas para alojar una guarnición importante. La de la orilla norte había sido construida contra el promontorio, con la Fortaleza Roja vigilando encima de ella; su pareja, en la orilla sur, tenía su base en el agua. Se dio cuenta enseguida: «Han excavado una zanja a través de la orilla». Eso hacía muy difícil el asalto de la torre. Los atacantes tendrían que vadear el agua, o bien construir un puente sobre el pequeño canal. Stannis había dispuesto arqueros allí abajo para dispararles a los defensores en caso de que alguno osara levantar la cabeza por encima de los parapetos, pero no se había molestado en hacer nada más.

Muy abajo, donde el agua oscura se arremolinaba en torno de la base de la torre, algo emitió un destello. La luz del sol se reflejaba en el acero, y eso le dijo a Davos Seaworth todo lo que necesitaba saber. «Una barrera de cadenas… pero no han cerrado el río para que no entremos. ¿Por qué?»

Podía tratar de imaginar el motivo, pero no había tiempo para meditar. De las naves que le precedían brotó un grito, y los cuernos de guerra volvieron a sonar: tenían al enemigo frente a ellos.

Entre los remos inquietos de la Cetro y la Fiel, Davos vio una delgada línea de galeras que cortaba el río, con el sol reflejado en la pintura dorada que cubría sus cascos. Conocía aquellas naves tan bien como a las suyas. Cuando era contrabandista, siempre se sintió más seguro al saber si la vela en el horizonte era señal de una nave rápida o una lenta, o si su capitán era un hombre joven, sediento de gloria, o uno viejo que terminaba sus días de servicio.

Ahoooooooooooooooooooooooooooo, llamaban los cuernos de guerra.

—Velocidad de combate —gritó Davos.

Oyó a Dale y a Allard dando la misma orden a babor y estribor. Los tambores comenzaron a marcar el ritmo con furia, los remos subían y bajaban, y la Betha negra se lanzó hacia delante. Cuando miró a la Espectro, Dale lo saludó. La Pez espada se quedaba de nuevo atrás, bamboleándose en la estela de las naves más pequeñas que tenía a cada lado; por lo demás, la línea era recta como una muralla.