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La Oración tocó tierra unos veinte metros más arriba, y la Piedad comenzaba a virar hacia la orilla cuando los defensores empezaron a llegar por la ribera; los cascos de sus corceles de guerra levantaban salpicaduras en el agua poco profunda. Los caballeros cayeron sobre los arqueros como lobos entre gallinas, haciéndolos retroceder hacia los barcos y echándolos al río antes de que la mayoría tuviera ocasión de poner una flecha en el arco. Los hombres de armas se apresuraron a defenderlos, con lanzas y hachas, y en un momento la escena se convirtió en un caos sangriento. Davos reconoció el yelmo con cabeza canina del Perro. De sus hombros colgaba una capa blanca e hizo que su caballo subiera por el tablón hasta la cubierta de la Oración, derribando a todo el que se puso a su alcance.

Más allá del castillo, Desembarco del Rey se erguía sobre las colinas, encerrada entre las murallas. La orilla del río estaba desolada y ennegrecida: los Lannister lo habían quemado todo y se habían retirado al otro lado de la Puerta del Lodazal. Los restos calcinados de naves hundidas sobresalían de las aguas poco profundas, impidiendo el acceso a los largos embarcaderos de piedra. «No podemos desembarcar allí.» Podía ver la parte superior de tres grandes trabuquetes tras la Puerta del Lodazal. En lo alto de la colina de Visenya, el sol se reflejaba en las siete torres de cristal del Gran Sept de Baelor.

Davos no vio cómo se había iniciado la batalla, pero lo oyó: el enorme estruendo de dos galeras que chocaban. No podía decir de qué dos naves se trataba. El eco de otro impacto estremeció el agua un instante después, y a continuación hubo un tercer choque. Bajo los chasquidos de la madera que se convertía en astillas, oyó el profundo tump-tump de la catapulta de proa de la Furia. La Venado del mar partió limpiamente en dos una de las galeras de Joffrey, pero la Hocico de perro ardía y la Reina Alysanne estaba encajonada entre la Dama de seda y la Rubor de dama, y su tripulación luchaba de borda a borda con los que trataban de abordarla.

Justo delante, Davos vio la Regio enemiga meterse entre la Fiel y la Espectro. Los remeros de la Fiel quitaron los remos del camino antes del impacto, pero en el costado de babor de la Espectro, los remos se quebraron como palillos cuando la Regio chocó con la borda.

—Disparad —ordenó Davos, y sus arqueros lanzaron una fulminante lluvia de flechas por encima del agua.

Vio caer al capitán de la Regio e intentó acordarse de su nombre.

En la orilla, los brazos de los grandes trabuquetes se elevaron, uno, dos, tres, y un centenar de piedras subieron muy alto en el cielo amarillento. Cada una era del tamaño de la cabeza de un hombre; al caer, levantaron grandes surtidores de agua, atravesaron las tablas de roble y convirtieron a hombres vivos en pulpa de carne, hueso y cartílago. La primera línea había entrado en combate a todo lo ancho del río. Volaron los ganchos de abordaje, los espolones atravesaron los cascos de madera, los hombres se lanzaban en multitud al abordaje, las flechas silbaban y se cruzaban en las nubes de humo y los hombres caían… pero hasta el momento, ninguno de los suyos.

La Betha negra avanzó río arriba, y el sonido del tambor de su cómitre retumbaba en la cabeza de su capitán mientras buscaba una víctima propicia para su embestida. La Reina Alysanne estaba en dificultades, atrapada entre dos naves de guerra Lannister; las tres estaban unidas por ganchos y cuerdas.

—¡Velocidad de embestida! —ordenó Davos.

Los golpes del tambor se fundieron en un largo martilleo enfebrecido y la Betha negra navegó a toda velocidad, partiendo con la proa un agua que se volvía blanca como la leche. La Lady Marya navegaba a su lado. La primera línea se había convertido en una confusión de combates por separado. Las tres naves unidas se divisaban más adelante, con las cubiertas convertidas en un caos rojizo, llenas de hombres que se mataban entre sí con espadas y hachas.

«Un poquito más —le imploró al Guerrero—, hazla girar un poco más, muéstrame todo el costado.»

El Guerrero debía de estarlo escuchando. La Betha negra y la Lady Marya embistieron el costado de la Rubor de dama casi simultáneamente, golpeándola a proa y a popa con tal fuerza que tres naves más allá, en la Dama de seda, varios hombres salieron disparados de cubierta. Davos estuvo a punto de arrancarse la lengua cuando sus dientes se cerraron con fuerza. Escupió un poco de sangre. «La próxima vez, cierra la boca, idiota.» Cuarenta años en el mar y ésta era la primera vez que embestía a otra nave. Sus arqueros disparaban a su antojo.

—Retroceso —ordenó.

Los remeros invirtieron los remos y cuando la Betha negra comenzó a retroceder, el agua inundó el agujero de bordes astillados que había abierto en la Rubor de dama, que se deshizo ante sus ojos, echando al río a docenas de hombres. Algunos de los supervivientes nadaban; algunos de los muertos flotaban; los que llevaban pesadas cotas y armaduras se fueron al fondo, vivos o muertos. Las súplicas de los hombres que se ahogaban retumbaron en sus oídos.

Un destello verde captó su atención delante, a babor, y un nido de serpientes esmeraldas que se retorcían espasmódicamente ascendió con un siseo desde la proa de la Reina Alysanne. Un instante después, Davos oyó el grito.

—¡Fuego valyrio!

Hizo una mueca. La brea ardiente era una cosa, pero el fuego valyrio era otra muy distinta. Un material diabólico, prácticamente imposible de apagar. Lo cubrías con una manta, y la manta se incendiaba; le dabas un manotazo y la mano comenzaba a arder. «Si meas sobre el fuego valyrio, se te quemará la polla», solían decir los viejos marinos. Pero Ser Imry les había advertido que seguramente probarían la «sustancia» vil de los alquimistas. Por suerte, quedaban pocos piromantes.

—Pronto se les terminará —les había asegurado Ser Imry.

Davos gritó varias órdenes: una hilera de remos salió del agua, mientras la otra remaba en sentido inverso, y la galera pudo cambiar de rumbo. La Lady Marya también había conseguido apartarse, buena cosa; el fuego se extendió por la Reina Alysanne y sus adversarios con una rapidez increíble. Hombres envueltos en llamas verdes se lanzaban al agua, profiriendo gritos inhumanos. Desde las murallas de Desembarco del Rey, las bombardas vomitaban muerte, y los grandes trabuquetes tras la Puerta del Lodazal les tiraban rocas. Una de ellas, del tamaño de un buey, cayó entre la Betha negra y la Espectro, haciendo balancearse a las dos naves y salpicando a todos los que estaban en cubierta. Otra, no mucho más pequeña, hizo blanco en la Risa audaz. La galera de Velaryon estalló como un juguete de niño lanzado desde una torre, proyectando astillas del tamaño del brazo de un hombre.

Entre el humo negro y los remolinos de fuego verde, Davos divisó un enjambre de botecitos que avanzaban río abajo: una confusión de transbordadores y chinchorros, barcazas, esquifes, botes de remo y grandes naves que parecían demasiado podridas para flotar. Aquello tenía el hedor de la desesperación: semejante porquería no podía cambiar el desenlace de una batalla, sólo interferir. Vio que las líneas de batalla estaban enmarañadas sin remedio. A babor, la Lord Steffon, la Jenna Harapos y la Espada veloz habían logrado pasar y navegaban río arriba. El ala de estribor, sin embargo, combatía con fiereza, pero el centro quedó destrozado bajo las rocas de los trabuquetes, algunos capitanes volvían río abajo, otros viraban a babor, cualquier cosa para huir de aquella lluvia demoledora. La Furia había girado para disparar su catapulta de popa contra la ciudad, pero el alcance no era suficiente; los barriles de brea caían sin llegar a los muros. La Espectro había perdido la mayoría de sus remos, y la Fiel había sido embestida y comenzaba a escorar. Hizo pasar la Betha negra entre ellas, rozando la barcaza de paseo Reina Cersei, ornamentada con tallas y cubierta con pan de oro, que ahora iba llena de soldados y no de golosinas. La colisión hizo que una docena de hombres cayera al río, donde los arqueros de la Betha les dieron caza mientras trataban de mantenerse a flote.