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En ese momento, la corriente se había apoderado de él y lo hacía girar de un lado para otro. Se impulsó con las piernas para eludir una mancha flotante de fuego valyrio. «Mis hijos», pensó Davos, pero entre aquel caos estruendoso no había manera de buscarlos. El Aguasnegras mismo parecía hervir en su lecho, y el aire estaba lleno de mástiles ardiendo, hombres ardiendo y trozos de naves destrozadas.

«Me arrastra hacia la bahía.» Allí no estaría tan mal, podría llegar a la orilla, era un buen nadador. Las galeras de Salladhor Saan también estarían en la bahía, Ser Imry les había ordenado permanecer allí.

Y entonces la corriente lo hizo girar de nuevo, y Davos vio qué lo esperaba corriente abajo. «La cadena. Los dioses se apiaden de nosotros, han levantado la cadena.»

Donde el río se ensanchaba para desembocar en la Bahía Aguasnegras, se extendía la barrera, muy tensa, que se alzaba apenas tres o cuatro palmos sobre el agua. Una docena de galeras había chocado ya contra ella, y la corriente empujaba hacia allí a otras naves. Casi todas ardían, y el resto no tardaría en arder. Davos podía distinguir, más allá, los cascos a franjas de las naves de Salladhor Saan, pero sabía que nunca lograría llegar hasta ellas. Ante él se extendía una pared de acero al rojo, madera en llamas y remolinos de fuego verde. La boca del río Aguasnegras se había convertido en la boca del infierno.

TYRION

Tyrion Lannister estaba con una rodilla sobre una almena, inmóvil como una gárgola. Más allá de la Puerta del Lodazal y del panorama desolado que antes fueran los muelles y el mercado del pescado, el río parecía estar ardiendo. La mitad de la flota de Stannis estaba en llamas, junto con la mayor parte de la de Joffrey. El beso del fuego valyrio había convertido las orgullosas naves en piras funerarias, y a los hombres en antorchas vivientes. El aire estaba lleno de humo, flechas y gritos.

Río abajo, tanto los plebeyos como los capitanes de noble cuna veían la muerte verde que danzaba hacia sus balsas, barcas y carracas, llevada por la corriente del Aguasnegras. Los largos remos blancos de las galeras de Myr relampagueaban como las patas de un ciempiés enloquecido tratando de cambiar de rumbo, pero de nada les servía. Los ciempiés no tenían dónde refugiarse.

Al pie de las murallas de la ciudad ardía una docena de grandes hogueras allí donde los toneles de brea en llamas se habían estrellado, pero al lado del fuego valyrio no parecían sino velas en una casa incendiada, minúsculos pendones naranja y escarlata que parpadeaban insignificantes en medio del holocausto de jade.

«Es de una belleza aterradora. Como el fuego de dragón.» Tyrion se preguntó si Aegon el Conquistador se habría sentido así mientras sobrevolaba su Campo de Fuego.

El viento ardiente hacía ondear su capa escarlata y le azotaba el rostro, pero no podía darse la vuelta. Apenas prestaba atención a los gritos de alegría que lanzaban los capas doradas en los parapetos. No tenía voz para unirse a sus aclamaciones. Aquello era sólo media victoria. «Y no va a ser suficiente.»

Vio cómo las llamas hambrientas devoraban otro de los barcos viejos que había llenado con las caprichosas frutas del rey Aerys. Un surtidor de jade ardiente se alzó del río, tan brillante que tuvo que protegerse los ojos con la mano. Sobre las aguas siseantes danzaban penachos de fuego de diez o doce metros de altura. Durante unos instantes su chisporroteo ahogó los gritos. En el agua había cientos de hombres, que se ahogaban, se abrasaban, o ambas cosas a la vez.

«¿Oyes sus gritos, Stannis? ¿Ves cómo arden? Esto es obra tuya, tanto como mía.» En algún lugar de aquella muchedumbre de hombres que había al sur del Aguasnegras, Stannis estaba contemplando el mismo espectáculo, Tyrion lo sabía. Nunca había estado sediento de batallas, como su hermano Robert. Seguro que daría las órdenes desde la retaguardia, desde atrás, igual que solía hacer Lord Tywin Lannister. En cambio él, le gustara o no, se encontraba a lomos de un caballo de batalla, embutido en una brillante armadura, y con una corona en la cabeza.

«Una corona de oro rojo, según dice Varys, con las puntas en forma de llamas.»

—¡Mis barcos! —chillaba Joffrey desde el adarve, donde se había refugiado tras las almenas junto con su guardia. La diadema de oro de la realeza adornaba su yelmo de combate—. ¡Mi Regio está ardiendo, y la Reina Cersei, y la Leal! ¡Y la Flor del mar, allí, allí! —Señaló con la espada nueva hacia donde las llamas verdes empezaban a lamer el casco dorado de la Flor del mar y a trepar por sus remos. El capitán había puesto rumbo río arriba, pero no lo bastante deprisa para escapar del fuego valyrio.

Tyrion sabía que la nave estaba perdida. «No tenía otro remedio. Si no hubieran salido para enfrentarse a ellos, Stannis se habría dado cuenta de que era una trampa.» Una flecha se podía lanzar con puntería, una piedra con la catapulta también, pero el fuego valyrio tenía voluntad propia. Una vez liberado, los simples hombres no tenían el menor control sobre él.

—Era inevitable —dijo a su sobrino—. En cualquier caso, la flota estaba perdida.

Aunque se encontraba en la cima de la muralla, era demasiado bajo para ver por encima de las almenas, de manera que se había hecho alzar sobre ellas. Las llamas, el humo y el caos de la batalla impedían a Tyrion ver qué sucedía río abajo, al pie del castillo, pero lo había visualizado un millar de veces en su mente. Bronn habría azuzado a los bueyes para que se pusieran en marcha en el momento en que el barco insignia de Stannis pasara bajo la Fortaleza Roja; la cadena era muy pesada, y las grandes manivelas giraban despacio, con un rugido quejumbroso. La flota completa del usurpador habría pasado antes de que se pudiera divisar el primer brillo metálico debajo del agua. Los eslabones emergerían mojados, chorreando, algunos cubiertos de lodo, uno a uno, uno a uno, hasta que la inmensa cadena quedara extendida en toda su longitud. El rey Stannis habría enviado su flota remando Aguasnegras arriba, y no podrían volver atrás.

De todos modos, algunos estaban escapando; la corriente de un río no era siempre fiable, y el fuego valyrio no se había dispersado de manera tan homogénea como él habría querido. El canal principal estaba en llamas, pero un buen puñado de hombres de Myr habían llegado a la orilla sur y trataban de escapar indemnes, y al menos ocho naves estaban ya bajo las murallas de la ciudad. «No sé si han llegado o han naufragado, el caso es que los hombres han desembarcado en la orilla.» Y peor todavía, buena parte del ala sur de las dos primeras líneas de combate del enemigo se había adelantado ya mucho corriente arriba y estaban lejos del infierno cuando aparecieron los barcos viejos. Calculó que a Stannis le quedarían treinta o cuarenta galeras, más que suficiente para hacer cruzar a todo su ejército en cuanto recuperasen el valor.

Tal vez tardaran cierto tiempo; hasta el más valiente habría desfallecido después de ver cómo el fuego valyrio consumía a más de un millar de sus camaradas. Según le había dicho Hallyne, a veces la sustancia ardía con tal intensidad que la carne se derretía como si fuera sebo. Pero, aun así…