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Tyrion no se hacía ilusiones en lo relativo a sus hombres. «Si el rumbo de la batalla se tuerce, no nos servirán para nada», le había avisado Jacelyn Bywater. De modo que la única manera de ganar era que la batalla les fuera propicia del principio al final.

Alcanzó a ver unas formas oscuras que se movían entre las ruinas quemadas de los muelles de la ribera. «Es hora de hacer otra salida», pensó. En ningún momento eran tan vulnerables los hombres como cuando acababan de poner el pie inseguro en tierra. No debía dar tiempo al enemigo para que se reagrupara y organizara en la orilla norte.

Se bajó de la almena.

—Di a Lord Jacelyn que el enemigo está en la ribera —ordenó a uno de los mensajeros que Bywater le había asignado. Se volvió hacia otro—. Felicita de mi parte a Ser Arneld, y pídele que mueva las Putas treinta grados hacia el oeste. —Ese ángulo les permitiría lanzar a más distancia, si bien no hacia el agua.

—Mi madre me prometió que yo podría encargarme de las Putas —protestó Joffrey.

Tyrion observó irritado que el rey se había vuelto a levantar el visor del yelmo. Seguramente el chico se estaba asando embutido en tanto acero grueso… pero lo que menos falta le hacía era que una flecha perdida perforase un ojo a su sobrino. Le cerró el visor de un manotazo.

—No os lo abráis, Alteza. Vuestra seguridad es muy valiosa para todos. —«Además, seguro que no quieres que te estropeen esa carita bonita»—. Las Putas están a vuestras órdenes. —Era un momento tan bueno como cualquier otro. No tenía sentido seguir lanzando recipientes de fuego contra barcos que ya ardían. Joff había hecho atar a los Hombres Astados, desnudos, en la plaza, y les había clavado astas a las cabezas. Cuando comparecieron ante el Trono de Hierro para que se hiciera justicia, había prometido que se los haría llegar a Stannis. Un hombre no pesaba tanto como una roca o un barril de brea en llamas, de modo que se podía lanzar más lejos. Algunos capas doradas habían cruzado apuestas sobre si los traidores llegarían volando al otro lado del Aguasnegras—. Daos prisa, Alteza —apremió a Joffrey—. Pronto tendremos que volver a lanzar rocas con los trabuquetes. Ni siquiera el fuego valyrio arde eternamente.

Joffrey echó a correr alegremente, escoltado por Ser Meryn, pero Tyrion agarró a Ser Osmund por la muñeca antes de que tuviera tiempo de seguirlos.

—Suceda lo que suceda, no quiero que le pase nada a mi sobrino, y no quiero que se aleje de ahí, ¿entendido?

—A vuestras órdenes —sonrió Ser Osmund con tono afable.

Tyrion ya había advertido a Trant y a Kettleblack de lo que les pasaría si al rey le sucedía algo malo. Y a Joffrey lo esperaban una docena de capas doradas veteranos al pie de las escaleras.

«Estoy protegiendo lo mejor posible al canalla de tu bastardo, Cersei. Espero que tú hagas lo mismo con Alayaya.»

Un instante después de que Joff se alejara, un mensajero llegó por las escaleras, jadeante.

—¡Deprisa, mi señor! —Se dejó caer sobre una rodilla—. Han llegado a la orilla en los terrenos de las justas. ¡Son cientos! Están llevando un ariete hacia la Puerta del Rey.

Tyrion dejó escapar una maldición y bajó las escaleras tan deprisa como pudo. Podrick Payne los esperaba abajo con caballos para ambos. Partieron al galope por el callejón del Río, seguidos de cerca por Pod y por Ser Mandon Moore. Las casas cerradas a cal y canto aparecían bañadas en sombras verdes, pero no había tráfico que los demorase; Tyrion había ordenado que las calles estuvieran despejadas en todo momento, para que los defensores pudieran desplazarse con rapidez de una puerta a otra. Pese a todo, cuando llegaron a la Puerta del Rey se oía ya el sonido retumbante de la madera contra la madera, que indicaba que el ariete estaba en acción. El chirrido de las enormes bisagras sonaba como el gemido de un gigante moribundo. La plaza que se extendía bajo la torre de entrada estaba llena de heridos, pero también había hileras de caballos, la mayoría sanos, y suficientes mercenarios y capas doradas para constituir una columna poderosa.

—¡Formad! —gritó al tiempo que saltaba a tierra. La puerta se estremeció ante el impacto de otro golpe—. ¿Quién está al mando aquí? Vais a salir.

—No.

Una sombra se apartó de la sombra que era el muro, y se convirtió en un hombre alto con armadura color gris oscuro. Sandor Clegane se quitó el yelmo con ambas manos, y lo dejó caer al suelo. El acero estaba mellado y chamuscado, el fuego había hecho desaparecer la oreja izquierda del sabueso que lo adornaba. El Perro tenía un corte sobre un ojo, y la sangre que le corría por las viejas cicatrices de quemaduras le ocultaba la mitad del rostro.

Tyrion le hizo frente.

—Sí.

—Y una mierda. —Clegane respiraba trabajosamente.

—Ya hemos salido —dijo un mercenario que se situó junto a él—. Tres veces. La mitad de nuestros hombres están heridos o muertos. Nos ha llovido fuego valyrio por todos lados, los caballos gritan como hombres y los hombres, como caballos…

—¿Y qué pensabas, que te habíamos contratado para tomar parte en un torneo? ¿Quieres que te traiga un vaso de leche fría y un cuenco de frambuesas? ¿No? Entonces haz el puto favor de subirte al caballo. Tú también, chucho.

La sangre del rostro de Clegane tenía un brillo rojizo, pero se le veía el blanco de los ojos. Desenvainó la espada larga.

«Tiene miedo —comprendió Tyrion, conmocionado—. El Perro tiene miedo.» Trató de hacérselo entender.

—Están ante la puerta, tienen un ariete, ya lo oís —dijo—. Tenemos que dispersarlos…

—Manda abrir las puertas. Cuando entren, los rodearemos y los mataremos. —El Perro clavó la punta de la espada larga en tierra, y se apoyó sobre el pomo—. He perdido a la mitad de mis hombres. Lo mismo pasa con los caballos. No pienso volver a salir a ese fuego.

—La Mano del Rey te ha dado una orden —dijo Ser Mandon Moore, inmaculado en su coraza blanca esmaltada, situándose al lado de Tyrion.

—A la mierda con la Mano del Rey. —Las partes del rostro del Perro que no estaban pegajosas de sangre se veían blancas como la leche—. Traedme algo de beber. —Un oficial de los capas doradas le tendió una taza. Clegane bebió un trago, lo escupió y la tiró—. ¿Agua? A la mierda con el agua. Traedme vino.

«Está muerto de miedo. —Tyrion lo sabía ya con certeza—. La herida, el fuego… no me servirá para nada, tengo que encontrar a otro, pero ¿quién puede ser? ¿Ser Mandon?» Miró a los hombres, y comprendió que todo era inútil. El miedo de Clegane los había estremecido. Si no tenían un líder, ellos también se negarían a salir, y Ser Mandon… era peligroso, como decía Jaime, sí. Pero los hombres no lo seguirían.

Tyrion oyó otro golpe a lo lejos. Por encima de los muros, el cielo cada vez más oscuro estaba iluminado por destellos de luz verde y naranja. ¿Cuánto tiempo resistiría la puerta?

«Esto es una locura —pensó—, pero prefiero la locura a la derrota. Porque la derrota lleva también a la muerte.»

—Yo iré al mando del ataque.

Si en algún momento había pensado que el Perro se sentiría avergonzado y recuperaría el valor, estaba muy equivocado. Clegane soltó una carcajada.

—¿Tú?

—Yo. —Tyrion leyó la incredulidad en sus rostros—. Ser Mandon, vos llevaréis el estandarte del rey. Pod, mi yelmo.

El chico se apresuró a cumplir la orden. El Perro se apoyó en su espada mellada y manchada de sangre, y lo miró con los ojos muy abiertos, el blanco muy visible. Ser Mandon ayudó a Tyrion a montar de nuevo.

—¡Formación! —gritó.

Su semental alazán llevaba capizana y testera. Tenía los cuartos traseros protegidos por cota de malla cubierta de seda escarlata. La silla, muy alta, estaba recubierta de oro. Podrick Payne le tendió el yelmo y el escudo, muy pesado, de roble, con el blasón de una mano dorada sobre fondo rojo rodeada de pequeños leones dorados. Hizo moverse en círculo al caballo, mirando al reducido grupo de hombres. Apenas un puñado de ellos, no más de veinte, habían respondido a su orden. Estaban a caballo, con los ojos tan abiertos como los del Perro. Miró con desprecio al resto, a los caballeros y mercenarios que habían cabalgado con Clegane.