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—Dicen que yo sólo soy medio hombre —dijo—. Entonces, ¿vosotros qué sois?

Aquello pareció avergonzarlos. Un caballero sin yelmo montó y fue a reunirse con los otros. Lo siguieron un par de mercenarios. Luego más. La Puerta del Rey se estremeció de nuevo. En pocos momentos el grupo comandado por Tyrion había doblado su número. Los había atrapado. «Si yo peleo, ellos tienen que pelear también; si no, serían menos que enanos.»

—No me oiréis gritar el nombre de Joffrey —les dijo—. Tampoco me oiréis gritar que combato por Roca Casterly. La ciudad que Stannis quiere saquear es la vuestra, vuestra es la puerta que está intentando derribar. De modo que venid conmigo, ¡vamos a matar a ese hijo de puta!

Tyrion desenvainó el hacha, hizo dar media vuelta al garañón, y emprendió el trote hacia el portillo. Le pareció que sus hombres lo seguían, pero no se atrevió a mirar.

SANSA

El brillo de las antorchas se reflejaba en el metal batido de los apliques de las paredes, y el salón de baile de la reina estaba bañado en luz plateada. Pero en aquella estancia seguía habiendo oscuridad. Sansa la veía en los ojos claros de Ser Ilyn Payne, de pie junto a la puerta trasera, inmóvil como si fuera de piedra, sin comer nada ni probar el vino. La oía en la espantosa tos de Lord Gyles, y en los susurros de Osney Kettleblack cuando entró para informar a Cersei de las últimas noticias.

La primera vez que entró por la puerta trasera, Sansa estaba terminando de tomarse el caldo. Por el rabillo del ojo vio cómo hablaba con su hermano Osfryd. Luego subió al estrado y se arrodilló junto al trono. Olía a caballo, tenía en la mejilla cuatro arañazos llenos de costras, y el pelo suelto le caía sobre los ojos. Aunque hablaba en susurros, Sansa no pudo evitar oírlo todo.

—Las flotas están enzarzadas en combate. Algunos arqueros llegaron a la orilla, pero el Perro acabó con ellos, Alteza. Vuestro hermano está alzando la cadena, he oído la señal. Hay unos cuantos borrachos en el Lecho de Pulgas que están derribando puertas y colándose por ventanas. Lord Bywater ha enviado a los capas doradas a encargarse de ellos. El sept de Baelor está lleno a rebosar, todo el mundo ha ido allí a rezar.

—¿Y mi hijo?

—El rey también fue al Sept de Baelor para que el Septon Supremo lo bendijera. Ahora está recorriendo las murallas con la Mano, les dice a los hombres que sean valientes, les da ánimos y todo eso.

Cersei hizo una señal al paje para que le sirviera otra copa de vino, de una dorada cosecha del Rejo, afrutado y delicioso. La reina estaba bebiendo mucho, pero el vino la hacía parecer aún más hermosa; tenía las mejillas arreboladas, y un brillo febril en los ojos con los que contemplaba la sala. «Ojos de fuego valyrio», pensó Sansa.

Los músicos tocaban y los malabaristas hacían juegos malabares. El Chico Luna paseaba por la sala sobre unos zancos y se burlaba de todo el mundo, mientras Ser Dontos perseguía a las criadas montado en su palo de escoba. Los invitados se reían, pero eran risas sin alegría, de ese tipo de risas que se pueden transformar en sollozos en un instante. «Sus cuerpos están aquí, pero sus pensamientos están en las murallas de la ciudad junto con sus corazones.»

Tras el caldo se sirvió una ensalada de manzanas, pasas y frutos secos.

En cualquier otro momento habría sido un plato sabroso, pero aquella noche toda la comida estaba condimentada con miedo. Sansa no era la única presente que había perdido el apetito. Lord Gyles tosía más de lo que comía, Lollys Stokeworth estaba acurrucada y temblorosa, y la joven desposada de uno de los caballeros de Ser Lancel empezó a sollozar de manera incontrolable. La reina ordenó al maestre Frenken que la hiciera dormir con una copa de vino de sueños.

—Lágrimas —dijo despectivamente a Sansa mientras se llevaban a la joven—. Mi madre decía que eran el arma de la mujer. En cambio, el arma del hombre es la espada. Con eso ya está todo dicho, ¿no?

—Pero los hombres tienen que ser valientes —dijo Sansa—. Salen a caballo y se enfrentan a hachas y espadas, todo el mundo intenta matarlos…

—En cierta ocasión Jaime me dijo que sólo se siente vivo de verdad en la batalla y en la cama. —Cogió la copa y bebió un trago generoso. No había probado la ensalada—. Yo preferiría enfrentarme a todas las espadas del mundo a estar aquí como estoy, sentada, impotente, y además teniendo que fingir que disfruto de la compañía de esta bandada de gallinas asustadas.

—Vos misma las invitasteis, Alteza.

—La reina tiene ciertas obligaciones. Tú también las tendrás si llegas a casarte con Joffrey. Más te vale aprender. —La reina escudriñó los rostros de las esposas, hijas y madres sentadas en los bancos—. Por sí solas estas gallinas no son nada, pero sus gallos son importantes por un motivo u otro, y puede que algunos sobrevivan a esta batalla. Así que me corresponde a mí proteger a sus hembras. Si mi condenado hermano deforme consigue la victoria, no me imagino cómo, volverán junto a sus esposos y sus padres, y les hablarán de lo valerosa que fui, de cómo mi valentía las inspiró y les dio ánimos, y les dirán que en ningún momento dudé de la victoria.

—¿Y si el castillo cae?

—Es lo que te gustaría, ¿eh? —Cersei no esperó a que lo negara—. Si no me traicionan mis guardias, podría resistir aquí durante algún tiempo. Luego podría subir a las murallas y ofrecer mi rendición a Lord Stannis en persona. Eso nos salvaría de lo peor. Pero si el Torreón de Maegor cayera antes de la llegada de Stannis… sospecho que muchas de mis invitadas probarían las delicias de una violación. Y en los tiempos que corren tampoco se puede descartar la posibilidad de mutilaciones, torturas y asesinatos.

—Pero si son mujeres, desarmadas y de noble cuna. —Sansa estaba horrorizada.

—Su ascendencia las protege —reconoció Cersei—, aunque no tanto como crees. Por cada una de ellas se pagaría un buen rescate, pero después de la locura de una batalla no es extraño que los soldados tengan más hambre de carne que de monedas. Aun así, un escudo de oro es mejor que nada. En las calles a las mujeres no se las va a tratar tan bien. Y tampoco a nuestras criadas. Las bonitas, como esa sirvienta de Lady Tanda, van a pasar una noche muy animada, pero no creas que las viejas, las enfermas y las feas estarán a salvo. Con un poco de vino por delante, una lavandera ciega y una porqueriza hedionda parecerán tan atractivas como tú, querida.

—¿Como yo?

—Por lo que más quieras, Sansa, no chilles como un ratón. Recuerda que ahora ya eres una mujer. Y además, la prometida de mi primogénito. —La reina bebió un sorbo de vino—. Si fuera otro el que se encontrara ante nuestras puertas, podría tratar de seducirlo. Pero es Stannis Baratheon. Me resultaría más fácil seducir a su caballo. —Vio la expresión dibujada en el rostro de Sansa, y se echó a reír—. ¿Os escandalizo, mi señora? —Se acercó más a ella—. No seas idiota. Las lágrimas no son la única arma de la mujer. Tienes otra entre las piernas, y más vale que aprendas a usarla. Ya verás cómo los hombres utilizan a menudo sus espadas. Los dos tipos de espadas.

Sansa se ahorró tener que responder, porque en aquel momento los Kettleblack volvieron a entrar en la sala. Ser Osmund y sus hermanos habían llegado a ser muy queridos en el castillo. Siempre tenían presta una sonrisa o una broma, y se llevaban bien tanto con los mozos de cuadras y cazadores como con los caballeros y escuderos. Con quien mejor se llevaban, según los rumores, era con las criadas. En los últimos días, Ser Osmund había ocupado el lugar de Sandor Clegane al lado de Joffrey, y Sansa había oído comentar a las mujeres en el lavadero que era tan fuerte como el Perro, sólo que más joven y más veloz. Si era cierto, le extrañaba no haber oído hablar de los Kettleblack hasta el momento en que Ser Osmund entró a formar parte de la Guardia Real.