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—¡Lannister! —gritaba mientras asestaba mandobles.

Su brazo estaba rojo hasta el codo y brillaba a la luz que salía del río. Cuando su cabalgadura retrocedió de nuevo, sacudió su hacha, levantándola hacia las estrellas.

—¡Mediohombre! —gritaron sus hombres—. ¡Mediohombre!

Tyrion se sintió embriagado. La fiebre del combate. Nunca había creído que la sentiría, aunque Jaime le había hablado de ella con frecuencia. De cómo el tiempo parecía difuminarse, ralentizarse e, incluso, detenerse; de cómo el pasado y el futuro desaparecían hasta que no quedaba otra cosa que no fuera el instante presente; de cómo el miedo se desvanecía, junto con el pensamiento y hasta el propio cuerpo. «En ese momento no se sienten las heridas, el dolor de espalda a causa del peso de la armadura ni el sudor que cae en los ojos. Se deja de sentir y de pensar, ya no se es uno mismo. Sólo existe la batalla, el enemigo, este hombre y el siguiente y el siguiente y el siguiente… y se sabe que tienen miedo, que sienten cansancio, pero uno no lo siente, sino que está vivo mientras la muerte lo rodea. Y sus espadas se mueven con tanta lentitud que se puede pasar entre ellas bailando y riendo.»

«Fiebre del combate. Soy Mediohombre y estoy ebrio de matar, ¡que me maten ellos si pueden!»

Lo intentaron. Otro lancero corrió hacia él. Tyrion le arrancó de un tajo la punta de su lanza, después la mano y después el brazo, trotando en círculos en torno a él. Un arquero, sin arco, trató de pincharlo con una flecha, como si fuera un cuchillo. El corcel pateó al hombre en el muslo y lo hizo caer, y Tyrion soltó una carcajada como un ladrido. Pasó junto a un estandarte clavado en el cieno, uno de los corazones llameantes de Stannis, y cortó el asta en dos de un hachazo. Un caballero apareció de la nada para lanzar una estocada a su escudo con un espadón de dos manos, una vez y otra, hasta que alguien le clavó una daga en la axila. Quizá fuera uno de los hombres de Tyrion, pero no lo había visto.

—Me rindo, ser —gritó otro caballero, algo más lejos río abajo—. Me rindo, ser caballero, me rindo ante vos. Os doy esto en prenda, tomad.

El hombre yacía en un charco de agua negra y le ofrecía un guantelete de lamas, como prenda de sumisión. Tyrion tuvo que inclinarse para cogerlo. Al hacerlo, una vasija de fuego valyrio estalló en lo alto, esparciendo llamas verdes. Bajo el súbito destello de luz, vio que el charco no era negro, sino rojo. El guantelete aún tenía dentro la mano del caballero. Se lo tiró al hombre.

—Me rindo —sollozó el hombre, desesperado, indefenso.

Tyrion se alejó conmocionado.

Un hombre de armas agarró las bridas de su caballo y le lanzó un tajo al rostro con una daga. Tyrion apartó la hoja y le enterró el hacha en la nuca. Mientras liberaba su arma, un destello blanco apareció al borde de su campo de visión. Tyrion se volvió, creyendo que vería a Ser Mandon Moore de nuevo a su lado, pero se trataba de otro caballero blanco. Ser Balon Swann llevaba la misma armadura, pero los ornamentos de su caballo llevaban los belicosos cisnes en blanco y negro de su Casa. «Es más bien un caballero a manchas que uno blanco», pensó Tyrion estúpidamente. Ser Balon estaba salpicado, de pies a cabeza, de sangre coagulada, y el humo lo había manchado. Levantó su maza y señaló río abajo. Tenía fragmentos de sesos y huesos pegados en el arma.

—Mirad allí, mi señor.

Tyrion hizo girar al caballo para contemplar el Aguasnegras. La corriente seguía fluyendo por debajo, oscura y fuerte, pero la superficie era un caos de sangre y llamas. El cielo era una mezcla de rojo anaranjado y verde brillante.

—¿Qué? —preguntó, y al momento lo vio.

Hombres de armas, enfundados en armaduras de acero, salían de una galera destrozada que había chocado con un atracadero. «Son muchos, ¿de dónde salen?» Aguzando la mirada entre el humo y los destellos, Tyrion les siguió la pista hasta el río. Allí, amontonadas, había unas veinte galeras, quizá más, era difícil contarlas. Sus remos estaban entrecruzados, sus cascos unidos con cabos de abordaje, se habían empalado unos a otros con los espolones y una telaraña de cordajes los cubría. El enorme casco de una vieja nave flotaba entre dos naves más pequeñas. Eran pecios, pero estaban tan amontonados que era posible saltar de unos a otros y, de esta manera, cruzar el Aguasnegras.

Eso era precisamente lo que hacían centenares de los hombres más valientes de Stannis Baratheon. Tyrion vio a un estúpido caballero que intentaba cruzar en su montura, obligando a su caballo aterrorizado a pasar por encima de bordas, mástiles y cubiertas escoradas pegajosas de sangre y salpicadas de fuego verde.

«Mierda, les hemos construido un puñetero puente», pensó con desaliento. Unas partes del puente se hundían, otras ardían, y todo aquello crujía y se desplazaba como si estuviera a punto de reventar en cualquier momento, pero eso no los detenía.

—Son hombres valientes —le dijo admirado a Ser Balon—. Vamos a matarlos.

Condujo a sus hombres entre los incendios, el hollín y las cenizas de la ribera, avanzando a lo largo de un extenso muelle de piedra. Ser Balon y su tropa lo siguieron. Ser Mandon se les unió, su escudo estaba destrozado. El humo y las brasas se arremolinaban en el aire, y el enemigo se dispersó ante el ataque, saltando de nuevo al agua y derribando a otros hombres que luchaban por subir al dique. Al pie del puente estaba una galera enemiga semihundida, en cuya proa se podía leer Veneno de dragón y cuyo casco había sido rajado por una de las viejas naves hundidas que Tyrion había dispuesto entre los muelles. Un lancero, que llevaba la insignia del cangrejo rojo de la Casa Celtigar, clavó la punta de su arma en el pecho del caballo de Balon Swann antes de que éste pudiera descabalgar, haciendo caer al caballero de su silla. Tyrion lanzó un golpe a la cabeza del hombre cuando llegó a su lado, pero en ese momento no tuvo tiempo de tirar de las riendas. Su semental saltó desde el final del muelle por encima de una borda destrozada, relinchando y salpicando al caer al agua poco profunda. A Tyrion se le escapó el hacha de la mano, dando vueltas en el aire, seguida por el propio Tyrion, y la cubierta se elevó para propinarle una bofetada húmeda.

Lo que siguió fue una locura. Su caballo se había partido una pata y lanzaba relinchos espantosos. De alguna manera logró sacar su daga y dar un tajo en la garganta de la infeliz bestia. La sangre brotó en un surtidor escarlata, empapándole los brazos y el pecho. Logró ponerse en pie de nuevo y subió por encima de una tabla, y al momento volvió a combatir, dando traspiés y salpicando sobre cubiertas escoradas y medio hundidas. Los hombres lo atacaban. Mató a unos, hirió a otros y algunos lograron escapar, pero siempre llegaban más. Perdió su cuchillo y consiguió una lanza partida, sin que él mismo supiera cómo. La agarró y comenzó a lanzar estocadas mientras soltaba maldiciones a gritos. Los hombres huían de él y él los perseguía, saltando sobre la borda hacia la siguiente nave y, después, hacia la de más allá. Sus dos sombras blancas lo acompañaban todo el tiempo, Balon Swann y Mandon Moore, bellos en sus armaduras pálidas. Rodeados por un círculo de lanceros de Velaryon, combatían espalda contra espalda, y convertían el combate en un espectáculo tan airoso como una danza.

Su manera de luchar, en cambio, carecía de elegancia. Pinchó a un hombre en los riñones cuando le dio la espalda, y agarró a otro por una pierna y lo echó al río. Las flechas pasaban silbando junto a su cabeza y chocaban con su armadura; una se le alojó entre el hombro y el peto, pero no sintió ningún dolor. Un hombre desnudo cayó del cielo sobre la cubierta, y su cuerpo reventó como una sandía tirada desde una torre. Su sangre salpicó el rostro de Tyrion a través del visor. Comenzaron a caer piedras que atravesaban las cubiertas y convertían a los hombres en papilla, hasta que todo el puente se estremeció y se retorció con violencia bajo sus pies, haciéndolo caer de lado.