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—Traedlo al Torreón de Maegor ahora mismo.

—¡No! —Lancel estaba tan furioso que se le olvidó que debía hablar en voz baja. Al oírlo gritar varias cabezas se giraron hacia él—. Volveremos a tomar la Puerta del Lodazal. Deja que se quede donde está, ¡es el rey!

—Es mi hijo. —Cersei Lannister se puso en pie—. Dices que tú también eres un Lannister, primo, así que demuéstralo. Osfryd, ¿qué hacéis todavía ahí? He dicho que ahora mismo.

Osfryd Kettleblack salió apresuradamente de la estancia, seguido por su hermano. Muchos de los invitados se apresuraban también a salir. Algunas de las mujeres lloraban, otras rezaban. Algunas se limitaron a seguir sentadas junto a las mesas y a pedir más vino.

—Cersei —suplicó Ser Lancel—, si perdemos el castillo, Joffrey morirá igual, lo sabes muy bien. Deja que se quede allí, yo lo protegeré, te lo juro…

—Aparta de mi camino.

Le dio un golpe con la mano abierta sobre la herida. Ser Lancel gritó de dolor y estuvo a punto de desmayarse, mientras la reina salía de la estancia sin siquiera dirigir una mirada a Sansa.

«Se ha olvidado de mí. Ser Ilyn me va a matar y ella no me dedica ni un pensamiento.»

—¡Dioses, dioses! —aulló una anciana—. Estamos perdidos, la batalla se ha vuelto contra nosotros, la reina se marcha.

Varios niños empezaron a llorar. «Huelen el miedo.» De pronto, Sansa se encontraba sola en el estrado. ¿Qué debía hacer, quedarse allí o correr detrás de la reina y suplicarle que le perdonara la vida?

Nunca supo por qué lo hizo, pero se puso en pie.

—No temáis —dijo en voz alta—. La reina ha ordenado alzar el puente levadizo. Estamos en el lugar más seguro de la ciudad. Los muros son gruesos, y está también el foso, las estacas…

—¿Qué está pasando? —exigió saber una mujer a la que apenas conocía, la esposa de un señor menor—. ¿Qué le ha dicho Osney a la reina? ¿Está herido el rey, ha caído la ciudad?

—¡Decidnos qué pasa! —gritó alguien más.

Una mujer preguntó por su padre, otra por su hijo. Sansa alzó las manos para pedir silencio.

—Joffrey va a volver al castillo. No está herido. La batalla continúa, no sé nada más, nuestros caballeros luchan con bravura. La reina no tardará en volver. —Esto último era mentira, pero de alguna manera tenía que calmarlos. Se fijó en los bufones, que estaban debajo de la galería—. Chico Luna, haznos reír.

El Chico Luna hizo una voltereta lateral y cayó de pie sobre una mesa. Cogió cuatro copas de vino y empezó a hacer juegos malabares con ellas. De cuando en cuando una se le caía y se le rompía contra la cabeza. Unas cuantas risas nerviosas resonaron por la estancia. Sansa acudió junto a Ser Lancel y se arrodilló junto a él. La herida le sangraba de nuevo después del golpe de la reina.

—Es una locura —jadeó—. Dioses, el Gnomo tenía razón… tenía razón…

—Ayudadlo —ordenó Sansa a dos de los criados. Uno la miró, y salió corriendo con jarra y todo. Otros criados se estaban dando a la fuga también, pero eso no lo podía evitar. Sansa ayudó al otro criado a poner en pie al caballero herido—. Llevadlo al maestre Frenken.

Lancel era uno de ellos, pero no conseguía odiarlo ni desearle la muerte. «Es verdad lo que dice Joffrey: soy blanda, débil y estúpida. No tendría que ayudarlo, tendría que matarlo.»

Las llamas de las antorchas eran cada vez más débiles, y un par de ellas se habían apagado. Nadie se molestó en reemplazarlas. Cersei no volvía. Aprovechando que todos los ojos estaban clavados en el otro bufón, Ser Dontos subió al estrado.

—Retiraos a vuestro dormitorio, dulce Jonquil —susurró—. Encerraos por dentro, allí estaréis más segura. Iré a buscaros cuando termine la batalla.

«Alguien irá a buscarme —pensó Sansa—, pero ¿seréis vos o será Ser Ilyn? —Durante un instante de locura se le ocurrió suplicar a Dontos que la defendiera. Él también había sido caballero, sabía manejar la espada y había jurado defender a los débiles—. No. No tiene valor, ni fuerza. Sólo serviría para que él también muriese.»

Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para salir del Salón de Baile de la Reina con paso tranquilo, cuando lo que más quería en el mundo era echar a correr. Y sí corrió; cuando llegó a las escaleras, las subió de dos en dos hasta acabar mareada y sin aliento. Un guardia chocó contra ella en el trayecto. Se le cayeron un par de candelabros de plata y una copa adornada con piedras preciosas de la capa escarlata donde los llevaba envueltos, y rodaron escaleras abajo. Una vez decidió que Sansa no iba a tratar de quitarle el botín, el guardia se olvidó de ella y corrió tras los objetos.

Su dormitorio estaba completamente a oscuras. Sansa atrancó la puerta y caminó a tientas hasta la ventana. Cuando corrió los cortinajes, se quedó sin aliento.

Hacia el sur, el cielo era un torbellino de luces de colores cambiantes, reflejo de las inmensas hogueras que ardían en el suelo. Las venenosas mareas verdes azotaban los vientres de las nubes, y los lagos de luz anaranjada bañaban los cielos. Los tonos rojos y amarillos de las llamas vulgares se enfrentaban a los jades y esmeraldas del fuego valyrio, los colores refulgían y desaparecían, creando ejércitos de sombras que perecían un instante después. En menos de un instante los amaneceres verdes dejaban paso a los ocasos anaranjados. El propio aire olía a quemado, igual que una olla de sopa que se hubiera dejado demasiado tiempo en el fuego, hasta que el líquido se evaporaba. Y los rescoldos arrastrados por la brisa hacían que la noche pareciera poblada por enjambres de luciérnagas.

Sansa se apartó de la ventana y fue a refugiarse en la seguridad que le ofrecía la cama.

«Me voy a dormir —se dijo—, y cuando despierte será otro día, y el cielo volverá a estar azul. La batalla habrá terminado, y alguien vendrá para decirme si voy a morir o no.»

Dama —sollozó en voz baja, mientras se preguntaba si cuando muriera volvería a reunirse con su loba.

En aquel momento algo se movió a su espalda, una mano surgió de la oscuridad y la agarró por la muñeca.

Sansa abrió la boca para gritar, pero otra mano le cubrió el rostro y casi la asfixió. Aquellos dedos eran duros y encallecidos, y estaban pegajosos de sangre.

—Hola, pajarito. Sabía que vendrías.

La voz era áspera, pastosa, ebria. En el exterior, una lanza de luz jade hendió el cielo estrellado, y la habitación se llenó de resplandor verde. Lo vio durante un instante, todo negro y verde, con la sangre del rostro negra como la brea y los ojos brillantes como los de un perro ante la luz repentina. Luego la luz se desvaneció y volvió a ser una mole oscura envuelta en una sucia capa blanca.

—Si gritas te mataré, puedes estar segura. —Le quitó la mano de la boca. Respiraba trabajosamente. El Perro tenía una jarra de vino en la mesilla de Sansa, y bebió un largo trago—. ¿No quieres saber quién va ganando la batalla, pajarito?

—¿Quién? —preguntó, demasiado asustada para negarse.

El Perro se echó a reír.

—Sólo sé quién ha perdido. Yo.

«Jamás lo había visto tan borracho. Ha estado durmiendo en mi cama. ¿Qué quiere de mí?»

—¿Qué habéis perdido?

—Todo. —La parte quemada de su rostro era una máscara de sangre seca—. Maldito enano. Tendría que haberlo matado. Hace años.

—Dicen que ha muerto.

—No. Una mierda. No quiero que muera. —Tiró a un lado la jarra vacía—. Quiero que arda. Si los dioses son bondadosos harán que arda, pero yo no estaré aquí para verlo. Me voy.

—¿Os vais? —Trató de liberarse de su presa, pero la mano parecía de hierro.

—El pajarito repite lo que oye. Me voy, sí.

—¿Adónde?

—Lejos de aquí. Lejos de los fuegos. No sé, saldré por la Puerta de Hierro. Iré hacia el norte, a algún lugar, adonde sea.