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Los Hombres de Leche la consideraban una salvaje, de manera que como tal se vestiría para ellos. Cuando bajó a los establos vestía unos pantalones de seda basta descolorida y unas sandalias de hierba entretejida. Sus pechos menudos se movían con libertad bajo un chaleco pintado dothraki, y del cinturón de medallones le colgaba una daga curva. Jhiqui le trenzó el cabello al estilo dothraki, y del extremo de la trenza le colgó una campanilla de plata.

—No he conseguido ninguna victoria —dijo a su doncella al oír el suave tintineo de la campanilla.

—Quemasteis a los maegi en su casa de polvo y enviasteis sus almas al infierno.

«Esa victoria fue de Drogon, no mía», habría querido decir Dany, pero se contuvo. Los dothrakis la respetarían todavía más si se ponía unas cuantas campanas en el pelo. El tintineo se oyó cuando montó a lomos de su yegua plata y también con cada paso de su montura, pero ni Ser Jorah ni sus jinetes de sangre lo mencionaron. Eligió a Rakharo para cuidar de su gente y de sus dragones mientras estuviera ausente, y Jhogo y Aggo la acompañaron a los muelles.

Dejaron atrás los palacios de mármol y los jardines fragantes, y atravesaron una zona más pobre de la ciudad, donde las modestas casas de ladrillo mostraban a la calle sus paredes sin ventanas. Allí había menos caballos y camellos, y los palanquines escaseaban, pero en cambio abundaban los niños, los mendigos y los perros flacos de color arena. Los hombres de piel clara, vestidos con polvorientas faldas de lino, los miraban pasar desde los arcos de las puertas. «Saben quién soy, y no les gusto.» Dany lo supo por su forma de mirarla.

Ser Jorah habría preferido que fuera dentro de su palanquín, a salvo tras las cortinas de seda, pero ella se había negado. Ya había pasado demasiado tiempo reclinada entre cojines de seda, dejándose llevar de aquí para allá por los bueyes. Al menos, al cabalgar tenía la sensación de que se dirigía hacia alguna parte.

No era casualidad que hubiera elegido el puerto. Volvía a huir. Su vida entera no había sido más que una larga huida. Había empezado huyendo en el vientre de su madre, y desde entonces no había parado jamás. ¿Cuántas veces habían tenido que escapar Viserys y ella en medio de la noche, apenas un paso por delante de los asesinos a sueldo del Usurpador? Pero la huida era la única alternativa a la muerte. Xaro había descubierto que Pyat Pree estaba reuniendo a los brujos supervivientes para causar a Dany tanto mal como fuera posible. Al enterarse, ella se había echado a reír.

—¿No fuisteis vos quien me dijo que los brujos no eran más que soldados viejos que alardean de hazañas ya olvidadas y de proezas del pasado?

—Y así era entonces. —Xaro parecía preocupado—. Pero ahora ya no estoy tan seguro. Se dice que las velas de cristal vuelven a arder en la casa de Urrathon Nocturno, hacía cien años que no se veían. En el Jardín de Gehane crece hierba fantasma, se han visto espíritus de tortugas que llevan mensajes entre las casas sin ventanas del camino de los Brujos, y todas las ratas de la ciudad se están cortando las colas a mordiscos. La esposa de Mathos Mallarawan, que se burló una vez de la túnica apolillada de un brujo, ha enloquecido y se niega a llevar ropa. Incluso las sedas recién lavadas la hacen sentir como si un millar de insectos le corrieran sobre la piel. Y hasta el ciego Sybassion, el Comeojos, ha recuperado la vista, según dicen sus esclavos. Son demasiadas coincidencias. —Suspiró—. Corren tiempos extraños en Qarth. Y los tiempos extraños son malos para el comercio. Me duele decirlo, pero tal vez lo mejor sería que os marcharais de Qarth, y cuanto antes mejor. —Xaro le dio unas palmaditas tranquilizadoras en los dedos—. Pero no tenéis por qué marcharos sola. En el Palacio de Polvo tuvisteis visiones sombrías, pero Xaro ha soñado con otras mucho más luminosas. Os he visto feliz en la cama, con nuestro hijo mamando de vuestro pecho. ¡Surcad conmigo el mar de Jade, y lo haremos realidad! No es demasiado tarde. ¡Dadme un hijo, mi dulce cántico de alegría!

«Tú lo que quieres es que te dé un dragón.»

—No voy a casarme con vos, Xaro.

—En ese caso, marchaos —dijo el hombre con frialdad.

—¿Adónde?

—Adonde sea, pero lejos.

Sí, tal vez ya fuera hora. La gente de su khalasar había agradecido la oportunidad de recuperarse de las penurias padecidas en el desierto rojo, pero ya estaban descansados y con carne sobre los huesos, y empezaban a mostrarse rebeldes. Los dothrakis no estaban acostumbrados a quedarse mucho tiempo en el mismo sitio. Eran un pueblo guerrero, no sabían vivir en las ciudades. Tal vez se había demorado más de lo debido en Qarth, seducida por sus bellezas y comodidades. Empezaba a comprender que era una ciudad que siempre prometía más de lo que daba, y desde que la Casa de los Eternos se había derrumbado entre humo y llamas, sentía que ya no era bienvenida allí. De la noche a la mañana, los qarthianos habían recordado que los dragones eran peligrosos. Dejaron de competir entre ellos para llevarle regalos. Y de pronto la Hermandad de la Turmalina había pedido en público su expulsión, y el Antiguo Gremio de Especieros su muerte. Xaro había tenido que esforzarse al máximo para evitar que los Trece se unieran a ellos.

«Pero ¿adónde puedo ir?» Ser Jorah proponía que siguieran avanzando hacia el este, para alejarse de sus enemigos de los Siete Reinos. Sus jinetes de sangre habrían preferido regresar a su gran mar de hierba, aunque aquello implicara enfrentarse de nuevo al desierto rojo. La propia Dany había valorado la idea de asentarse en Vaes Tolorro hasta que sus dragones crecieran y se hicieran fuertes. Pero tenía el corazón lleno de dudas. Ninguna de las opciones le parecía perfecta… y aunque pudiera decidir hacia dónde debían ir, aún faltaba saber cómo irían.

Xaro Xhoan Daxos no la ayudaría, eso lo sabía demasiado bien. Pese a todas sus promesas de amor, actuaba en su propio beneficio, igual que Pyat Pree. La noche en que le pidió que se marchara, Dany le había rogado un último favor.

—Un ejército, ¿verdad? —preguntó Xaro—. ¿Un cubo de oro? ¿Tal vez un galeón?

—Un barco, sí. —Dany se sonrojó. Detestaba tener que suplicar.

—Soy un comerciante, khaleesi. —Los ojos de Xaro brillaron tanto como las joyas con que se adornaba la nariz—. Así que, en vez de hablar de dar, tendríamos que hablar de comerciar. A cambio de uno de vuestros dragones os daré los diez mejores barcos de mi flota. Sólo tenéis que pronunciar una palabra, una dulce palabra.

—No —dijo ella.

—Qué desgracia —sollozó Xaro—, no me refería a esa palabra.

—¿Pediríais a una madre que vendiera a uno de sus hijos?

—No veo por qué no. Siempre pueden tener más. Las madres venden a sus hijos constantemente.

—La Madre de Dragones no.

—¿Ni siquiera a cambio de veinte barcos?

—Ni siquiera a cambio de cien.

—No tengo cien barcos. —Las comisuras de la boca de Xaro se torcieron hacia abajo—. Pero vos tenéis tres dragones. Dadme uno como pago por todas mis atenciones. Seguiréis teniendo dos, y además treinta barcos.

Treinta barcos bastarían para llevar un pequeño ejército hasta las orillas de Poniente. «Pero no tengo un pequeño ejército.»

—¿Cuántos barcos poseéis, Xaro?

—Ochenta y tres, sin contar con mi barcaza de paseo.

—¿Y vuestros colegas de los Trece?

—Entre todos, tal vez un millar.

—¿Y los Especieros? ¿Y la Hermandad de la Turmalina?

—Sus flotas son insignificantes, no cuentan.

—Decídmelo de todos modos —pidió.

—Los Especieros, mil doscientos o mil trescientos. La Hermandad no tendrá más allá de ochocientos.

—¿Y los asshai’i, los braavosi, los hombres de las Islas del Verano, los ibbeneses y todos los demás pueblos que navegan por el gran mar de sal, cuántos barcos poseen? Entre todos.