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—¿Te parece que ya está limpia? —Como escudero de Roose Bolton, su misión era tener su armadura siempre brillante.

—Tienes que sacudir la arena. Aún quedan manchas de óxido, ¿ves? —señaló—. Tendrás que hacerlo otra vez.

—Encárgate tú. —Elmar se mostraba muy simpático siempre que necesitaba ayuda, pero luego se acordaba de que era un escudero, mientras que ella no era más que una sirvienta. Le encantaba alardear de que era hijo del señor del Cruce, no un sobrino, un nieto ni un bastardo, sino un hijo legítimo, y que por eso se iba a casar con una princesa.

—Tengo que llevarle a mi señor agua para la palangana. —A Arya le importaba un rábano su princesa, y no le gustaba que le diera órdenes—. Está en su habitación, con las sanguijuelas puestas. No son las sanguijuelas normales, las negras, son esas blancas tan grandes.

Elmar tenía los ojos como platos. Las sanguijuelas le daban pavor, sobre todo las blancas, las que parecían gelatina hasta que se llenaban de sangre.

—Se me olvidaba, eres demasiado flaca para empujar un barril tan pesado.

—Y a mí se me olvidaba que tú eres idiota. —Arya volvió a coger el cubo—. ¿Por qué no te pones sanguijuelas tú también? En el Cuello hay unas que son tan grandes como cerdos. —Se dio media vuelta y lo dejó allí con el barril.

Cuando entró en el dormitorio del señor, había mucha gente. Allí estaban Qyburn y el severo Walton con cota de malla y canilleras, y también una docena de hombres de la familia Frey, todos hermanos, hermanastros y primos. Roose Bolton yacía en la cama, desnudo, con sanguijuelas en la cara interior de los brazos y los muslos, y por encima del pecho blancuzco; eran bichos alargados, translúcidos, que se iban tiñendo de un rosa brillante a medida que se alimentaban. Bolton les prestaba tan poca atención como a Arya.

—No podemos permitir que Lord Tywin nos atrape en Harrenhal —decía Ser Aenys Frey mientras Arya llenaba la palangana. Era un gigantón canoso, cargado de espaldas, con manos grandes y nudosas, que había llevado a Harrenhal desde el sur más de mil quinientas espadas de los Frey, pero a menudo parecía incapaz de hacerse obedecer por sus hermanos—. El castillo es tan grande que para defenderlo hace falta un ejército, y una vez rodeados no tendremos con qué alimentar a un ejército. Tampoco es posible acopiar provisiones suficientes. Los alrededores están arrasados, los lobos se pasean por los pueblos y toda la cosecha ha ardido o la han robado. Sólo tenemos lo que traen los forrajeadores, y si los Lannister les impiden salir antes de que cambie la luna estaremos comiendo ratas y suelas de calzado.

—No tengo la menor intención de permitir un asedio. —Roose Bolton hablaba tan bajo que sus hombres tenían que hacer un esfuerzo para oírlo, de modo que las habitaciones donde estaba parecían siempre silenciosas.

—Entonces, ¿qué? —preguntó Ser Jared Frey, delgado, calvo, con la cara picada de viruelas—. ¿Acaso Edmure Tully está tan ebrio de victoria que cree que puede enfrentarse a Lord Tywin en combate abierto?

«Pues si lo hace lo ganará —pensó Arya—. Lo ganará igual que en el Forca Roja, ya veréis.» Nadie se fijaba en ella, de modo que se quedó de pie junto a Qyburn.

—Lord Tywin está a muchas leguas de aquí —respondió Bolton con tranquilidad—. Aún le quedan muchos asuntos por zanjar en Desembarco del Rey. Tardará un tiempo en avanzar contra Harrenhal.

Ser Aenys sacudió la cabeza con terquedad.

—No conocéis a los Lannister tan bien como nosotros, mi señor. El rey Stannis también creía que Lord Tywin estaba a mil leguas, y eso fue su ruina.

El hombre de piel blanca de la cama esbozó una leve sonrisa mientras las sanguijuelas se alimentaban de su sangre.

—Yo no voy a consentir que me arruinen.

—Aunque Aguasdulces tomara posiciones con todo su poder y el Joven Lobo regresara victorioso del oeste, ¿qué esperanza tenemos de igualar en número al ejército que Lord Tywin puede enviar contra nosotros? Cuando venga, traerá unas fuerzas muy superiores a las que tenía en el Forca Verde. ¡Os recuerdo que Altojardín se ha unido a la causa de Joffrey!

—No lo había olvidado.

—Ya he sido prisionero de Lord Tywin en una ocasión —intervino Ser Hosteen, un hombre fornido de rostro cuadrado que, según se decía, era el más fuerte de todos los Frey—. No tengo el menor deseo de disfrutar de nuevo de la hospitalidad de los Lannister.

Ser Harys Haigh, que también era un Frey por parte de madre, asintió convencido.

—Si Lord Tywin consiguió derrotar a un hombre curtido como Stannis Baratheon, ¿qué le hará a nuestro joven rey? —Miró a sus hermanos y primos en busca de apoyo, y varios de ellos asintieron.

—Alguien tiene que atreverse a decirlo —siguió Ser Hosteen—. Hemos perdido la guerra. Hay que hacérselo entender.

—Su Alteza ha derrotado a los Lannister siempre que se ha enfrentado a ellos en combate —dijo Roose Bolton clavando los ojos claros en él.

—Ha perdido el norte —insistió Hosteen Frey—. ¡Ha perdido Invernalia! Sus hermanos han muerto…

Durante un instante Arya se olvidó de respirar. «¿Muertos? ¿Bran y Rickon? ¿Están muertos? ¿Qué quiere decir? ¿Cómo que ha perdido Invernalia? Es imposible, Joffrey jamás podría apoderarse de Invernalia, jamás, Robb no se lo permitiría.» Entonces se acordó de que Robb no estaba en Invernalia. Estaba lejos, en el oeste, y Bran estaba tullido y Rickon no tenía más que cuatro años. Necesitó de todas sus fuerzas para permanecer quieta y en silencio, tal como le había enseñado Syrio Forel, para seguir allí como si no fuera más que otro mueble. Notó que se le llenaban los ojos de lágrimas, y las contuvo a pura fuerza de voluntad. «No es verdad, no puede ser verdad, seguro que es una mentira de los Lannister.»

—Si hubiera ganado Stannis, las cosas serían muy diferentes —dijo con tristeza Ronel Ríos, uno de los bastardos de Lord Walder.

—Stannis perdió —replicó Ser Hosteen en tono brusco—. Lo que ha sucedido, ha sucedido, así están las cosas. El rey Robb tiene que firmar la paz con los Lannister. Por mucho que le moleste, debe renunciar a la corona y doblar la rodilla.

—¿Y quién se lo va a decir? —Roose Bolton sonrió—. Es maravilloso contar con tantos hermanos valientes en estos tiempos que corren. Pensaré en lo que me habéis dicho.

Su sonrisa era una despedida. Los Frey musitaron las frases de rigor y se marcharon, con lo que en la estancia quedaron sólo Qyburn, Walton Patas de Acero y Arya. Lord Bolton le hizo una señal para que se acercara.

—Ya he sangrado suficiente, Nan, quítame las sanguijuelas.

—Como digáis, mi señor. —Era mejor que Roose Bolton no tuviera que pedir las cosas dos veces. Arya habría dado cualquier cosa por preguntarle qué había querido decir Ser Hosteen con lo de Invernalia, pero no se atrevía.

«Le preguntaré a Elmar —pensó—. Elmar me lo contará todo.» Las sanguijuelas se retorcían perezosas entre sus dedos a medida que, con sumo cuidado, las iba despegando del cuerpo del señor. Los cuerpos blanquecinos estaban húmedos, hinchados de sangre. «No son más que sanguijuelas —se recordó a sí misma—. Si aprieto el puño, las aplasto.»

—Ha llegado una carta de vuestra señora esposa. —Qyburn se sacó de la manga un pergamino enrollado. Aunque llevaba la túnica propia de un maestre, no lucía la cadena al cuello; se rumoreaba que la había perdido por meterse en asuntos de necromancia.

—Podéis leérmela —dijo Bolton.

Lady Walda escribía desde Los Gemelos casi a diario, pero todas las cartas eran iguales.

—Rezo por ti día y noche, mi dulce señor —leyó—, y cuento los días que faltan hasta que volváis a compartir mi lecho. Vuelve pronto conmigo, y te daré muchos hijos legítimos que ocuparán el lugar de tu amado Domeric en Fuerte Terror.